Boyhood, de Richard Linklater

Una vida en la pantalla

Oswaldo Osorio


El elemento que más moldea y manipula el cine es el tiempo. Se habla del cine como el arte de la síntesis del tiempo. Pero además de sintetizarlo, también lo expande, lo corta, lo deforma y lo trastoca. Esta película, por ejemplo, desarrolla una historia de doce años en casi tres horas de argumento. La diferencia es que mientras a cualquier filme le toma unas semanas rodar un relato, este se demoró los mismos doce años que dura la historia que cuenta.

Entonces se ve transcurrir la infancia y la adolescencia de Mason en la pantalla, la actitud como asume la vida y la relación con sus familiares y amigos. Y luego de la sorpresa de ver crecer a este niño y ver envejecer a sus padres a lo largo del relato, se impone la pregunta: ¿Era necesario esto, por qué no usaron varios actores para el uno y maquillaje para los otros como lo ha hecho siempre el cine? Pero inmediatamente surge la respuesta: Porque el efecto habría sido distinto.

Richard Linklater prescinde de manipular el transcurso del tiempo, quitándole todo el efectismo e  ilusión que normalmente son usados en estos casos. Ya lo había hecho de cierta manera con su trilogía de Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes de la media noche (2013), en las que cuenta la historia de una misma pareja durante dieciocho años. Es como ser testigos del cauce del río del tiempo, es como ver transcurrir la vida misma, con todas las alegrías y estragos de la cotidianidad, incluyendo tanto los tiempos muertos como los más intensos y dramáticos.

El relato, naturalmente, salta de año en año (Linklater rodaba dos semanas cada año) y muestra la vida en general sin sobresaltos de Mason, con su mirada entre calmada y confundida por los sucesos de su entorno familiar, empezando por el desfile de padrastros, las frecuentes mudanzas y la evolución de la relación con su padre. Este último es el que evidencia el cambio más radical en esos doce años. Pasa de ser un hombre rebelde y hasta un poco irresponsable, a ser un adulto incrustado en el sistema con su nueva familia y una camioneta. Es un cambio del que el personaje es consciente y por ello se muestra resignado y la película, por su parte, lo presenta como algo inevitable, aunque reprochable.

Esa vida sin sobresaltos, mirándola en retrospectiva, resulta un poco ordinaria. Revela una suerte de anestesiamiento existencial de una familia de clase media estadounidense. Para los niños parece solo un lapso de preparación para la vida y para los adultos, sobre todo para la madre, al parecer es el periodo más importante  de su vida. En cualquiera de los dos casos es un panorama un poco gris y uniforme. En la historia están presentes algunos momentos de felicidad y pequeñas alegrías cotidianas, que en últimas se supone que de eso se trata la vida, pero el director no hace mucho énfasis en estos.

Pero independientemente de las conclusiones que cada quien saque de esta cinta, lo cierto es que se trata de un audaz experimento narrativo y de punto de vista. Linklater apela a las posibilidades del montaje para concentrar orgánicamente una historia de vida que tiene ya una potente cohesión por el realismo en el tiempo que transcurre para los personajes. Es la vida ante la pantalla, tanto por su inédita concepción del tiempo como por el seguimiento que hace a este niño y a su familia.

Joven y bonita, de Francois Ozon

La chica autómata

Oswaldo Osorio


El cine de Francois Ozon es impredecible. Puede firmar bellas películas como 5×2, adefesios como Potiche, cintas de usar y tirar como 8 mujeres, o aventuras incomprensibles como Ricky. Pero tal vez su registro más constante son las historias íntimas y realistas, cargadas de una sutil intensidad y con un cierto componente turbador. A este tipo de películas pertenecen títulos como La piscina, El tiempo que queda, Mi refugio y este último trabajo.

Joven y bonita (2014) es la historia de una adolescente que se prostituye.  Las historias de putas son tan viejas en el cine como ese oficio en la historia. El común denominador de esas historias es la condición marginal de estas mujeres, pues suelen estar en ese mundo empujadas por la necesidad y condicionadas en el fondo por la tristeza o la culpa. No recuerdo una puta de cine feliz.

El giro que propone esta cinta es que esta joven no necesita dinero, aunque este le importa y valora lo que se gana. Pero lo hace más por una suerte de placer, una perversión si se quiere. Ella misma afirma que le excita esa aventura nueva y desconocida que significa encontrarse con un hombre, incluso sugiere que las habitaciones de hotel podrían ser una especie de fetiche.

Sin embargo, esa excitación la conocemos por sus palabras, no por su actitud. Por eso no se trata del diario de una perversión, como tantos se han visto, sino que parece haber un asunto más hondo y oscuro en esta mujer y su comportamiento. Es una persona casi carente de humanidad, difícilmente se pueden apreciar en ella algún asomo de sentimientos o emotividad. Es una autómata que solo deja escapar mínimos destellos de aprecio por su hermano y tal vez por un cliente frecuente.

Por sus características, este personaje puede provocar dos tipos de sensaciones: de un lado, un distanciamiento frente a él, porque no produce empatía alguna, pues su situación y actitud son tan singulares que resultan ajenas para casi todo mundo; y del otro, un sinsabor con el relato por lo extrema y artificial que resulta en general la concepción del personaje, por la falta de un sentido claro en su comportamiento de cara al espectador.

Por eso es una película que promete y sugiere pero que, en últimas, nunca cumple nada ni termina diciendo nada. Seguimos durante un año a esta joven en su mutismo y frialdad esperando que alguna cosa pase, que nos diga algo, al menos, de su vida. Aun así, Ozon nos va llevando sin resistencia hacia el final del relato embaucados por el misterio, pero terminamos dándonos cuenta de que solo eso, un misterio sin secreto.

Manos sucias, de Josef Kubota

Arrinconados en altamar

Oswaldo Osorio


Nada es nuevo en todo lo que cuenta esta película, y aun así, nos revela un mundo y unos personajes que creíamos conocer. Es una historia sobre dos hermanos, narcotráfico, marginalidad y violencia, pero a pesar de lo recurrentes que puedan parecer estos temas en el cine colombiano, es una película inédita, con una mirada descarnada y compasiva al mismo tiempo, sin afeites ni efectismos.

Cuando un extranjero hace una película en el país, rara vez se puede decir que es colombiana, porque casi siempre les falta mirar desde adentro o de cerca y desprenderse de la tara de los estereotipos y la fascinación por el exotismo. No es el caso de Josef Kubota, un joven director estadounidense que, apenas terminados sus estudios de cine en la Universidad de Nueva York, ya estaba viajando al Pacífico colombiano a investigar sobre la que sería su ópera prima.

Que Spike Lee era su profesor y que le prestó el nombre para que apareciera como productor ejecutivo, tal vez solo sirva como ayuda promocional para la película, que nunca está de más. Pero lo importante es que este director supo entender el universo, los personajes y la historia que quería contar, apelando al realismo en las imágenes y a la sencillez en la puesta en escena, porque sabía que la fuerza de su historia estaba en la situación límite que contaba y en la condición marginal de sus personajes.

En la película, dos hermanos llevan un “torpedo” cargado con cien kilos de coca a una entrega en altamar. A pesar del parentesco, son casi un par de extraños que apenas se van a conocer durante el corto viaje. Ese es el primer acierto de este filme, porque esta contradictoria relación de los protagonistas es una forma de construirlos con naturalidad y solidez. Sus diálogos de extraños conocidos pasan por todos los rangos emocionales, otorgándole calidez y profundidad al relato, así como dimensión a los personajes.

De otro lado, están los peligros que representa su trabajo y las secuencias de acción que se desprenden de estos peligros. Con la misma sencillez y fuerza con que pone a conversar a los dos hermanos, desarrolla estas secuencias cargadas de tensión y dinamismo, haciendo de la película un relato equilibrado y envolvente, un thriller y un relato intimista al mismo tiempo.

Pero la validez y contundencia de la película está en lo que no se dice y se infiere por la historia, como la marginalidad de aquella región y la forma como arrincona a los hombres a “ensuciarse las manos” con la violencia y al servicio del narcotráfico, o la pérdida de la inocencia a fuerza de conocer un mundo oscuro y ser sometido a un bautizo de sangre, o la ausencia de un futuro para los jóvenes ante tales circunstancias.

Por eso esta es una película inédita, porque aunque no cuenta una historia nueva y, además, plantea unas ideas conocidas sobre la realidad del país, todo lo dice de una forma tan lúcida y dolorosa como la primera vez que lo vimos o lo escuchamos.

Yves Saint Laurent, de Jalil Lespert

El genio triste

Oswaldo Osorio


Habitualmente se tiende a creer que el mundo de la moda es alegre y frívolo, es posible que lo sea, pero no es este el caso. Esta biografía cinematográfica del célebre diseñador de moda francés es muy poca la alegría que exhibe en su vitrina de imágenes, así mismo,  la forma en que aborda su vida y personalidad se decanta más por lo grave y reflexivo que por la jovialidad de una colección de verano.

Es la primera de dos biografías estrenadas este año sobre el reconocido diseñador fallecido en 2008. Jalil Lespert pegó primero en el Festival de Berlín, obteniendo además el beneplácito de la taquilla, y luego llegó la de Bertrand Bonello, titulada Saint Laurent, lanzada en Cannes. No es gratuita esta coincidencia, pues evidencia no solo la importancia en la cultura contemporánea de este hombre, sino también todas las posibilidades narrativas y dramáticas que podía tener su vida y el mundo en que se desenvolvió.

Habría que empezar por lo único que molesta de esta versión, y es el artificio narrativo de poner al personaje de Pierre Bergé, su compañero sentimental de toda la vida, a llenar los vacíos del relato con una narración artificial y facilista. Por lo demás, se trata de un relato que sabe repartir su interés e intensidad en los acontecimientos de su vida personal, su carrera y el contexto histórico que atravesó.

Estas tres líneas argumentales se entrelazan en su justa medida y consiguen dar una buena idea de la vida de este hombre, su oficio y los tiempos que le tocó vivir. Pero de las tres, naturalmente, resulta más atractiva su vida personal, pues las otras dos líneas en general se conocen, tanto la historia de Francia de la segunda mitad del siglo XX como la exitosa carrera de quien desde joven fue considerado un prodigio de la moda.

Pero la forma en que este frágil hombre afronta su vida y su carrera, con todos los límites que, en principio, le puso su condición de homosexual y, luego, su diagnóstico de maniaco depresivo, eso es lo que consigue darle hondura e intensidad a esa vida rodeada de la supuesta alegría y frivolidad de las pasarelas. Es el retrato de un hombre triste y atormentado, que prácticamente lo único que tiene es su trabajo y su condición de genio.

Por eso, es en el contrapunto entre la satisfacción del éxito profesional y esa angustia y desesperación que ahoga su vida donde esta película encuentra su equilibrio, donde se dimensiona a un personaje, que si bien resulta difícil de identificarse con su comportamiento, el relato induce a ver su vida con una cierta compasión y, también, por su puesto, con admiración.

Somos lo mejor, de Lukas Moodysson

El punk no ha(bía) muerto

Oswaldo Osorio


Cuando a la banda Green Day la criticaron por hacer una suave y emotiva canción acústica (Good Riddance), a pesar de ser en ese entonces los nuevos defensores del punk, su vocalista respondió que, justamente, era lo más punk que habían hecho. Y es que el punk, más que un tipo de música, es una actitud contestataria ante la vida y una defensa de la individualidad. Eso lo entiende muy bien esta película, que hace del punk y de la adolescencia un honesto y divertido retrato, sin concesiones ni facilismos.

Vuelve este talentoso e intuitivo director sueco a contar sus desenfadas historias sobre la juventud, luego de un periodo un poco oscuro y vanguardista. Igualmente mantiene su interés en defender entornos y personajes libertarios y contestatarios, y nada mejor para hacer esto que un trío de treceañeras que forman una banda de punk. Con estos elementos puede contar un alegre e inteligente relato que va más allá de la llamativa anécdota de la creación de “una banda de chicas”.

Es 1982 y el invento del punk de hace unos años ha sido remplazado por bandas como Joy División o, peor, por la música disco o el techno. Pero las tres protagonistas se niegan a sepultar el punk, porque entienden que no solo se trata de esos ruidosos tres acordes, sino que es el mejor lugar donde pueden estar personas como ellas, unas marginadas por la “gente normal”,  picadas por el constante descontento y trasgresoras a pequeña escala.

También se trata de la historia de una bella amistad y la visión del mundo desde una edad y una actitud que logra ilustrar un punto de vista diferente de forma lúcida y entrañable. Aunque también es cierto que son muy distintas esas adolescentes de la civilizada Suecia de hace treinta años (sin los odiosos celulares ni Facebook) y en el seno de familias de clase media y librepensadoras (aun la cristiana). Los grandes dramas o crisis son remplazados por dudas cotidianas, animadas discusiones o, acaso, situaciones incómodas.

Aunque está basada en un cómic, la concepción visual del filme está desprovista de estilizaciones y esteticismos, más bien le apuesta al realismo de los ambientes y a la espontaneidad de la puesta en escena, lo cual resulta ideal para el tema y la identificación con los personajes. Los énfasis están puestos en la interpretación de las tres jóvenes actrices y su caracterización (peinados y vestuario principalmente), así como en el acompañamiento de una banda sonora que necesariamente está presente como un personaje más.

Con dos temas que usualmente son duros y conflictivos, el punk y la adolescencia, este director opta por una aproximación más emotiva y juguetona, sin que esto implique que sea del todo inofensiva, al contrario, tanto la película como sus personajes, tienen claro de qué se trata la trasgresión, la cual incluye ir en contravía de lo que el mundo espera de uno mismo: si Green Day hizo una dulce canción, por qué Lukas Moodysson no podía hacer una jovial fábula con el punk.

The Grandmaster, de Wong Kar-Wai

La poesía del movimiento

Oswaldo Osorio


El cine, en esencia, es movimiento, y también puede ser, en las manos indicadas, poesía. En algunos casos excepcionales, el movimiento es poesía. Esta película es uno de esos casos. Aunque la verdad es que no es ninguna novedad ni sorpresa, pues este director honkonés ya había hecho lo mismo en su anterior película de artes marciales, Ashes of Time (1994).

Wong Kar-Wai es uno de los creadores más genuinos que tiene el cine actual. Sus historias de amor y muerte son a la vez relatos íntimos y épicos. Él sabe muy bien cómo elevar las emociones y los sentimientos al nivel de lo sublime, como se puede comprobar en películas como Chunking Express (1994) o Deseando amar (2000). Así mismo, la belleza e inventiva de sus imágenes define un estilo siempre fascinante y reconocible, ya sea cuando las cuida hasta el preciosismo (Fallen Angels, 1995) o cuando las concibe con la espontaneidad y aspereza de una estética vanguardista (Happy Together, 1997).

Con The Grandmaster (2013) termina una espera de seis años luego de su último filme. Aquí de nuevo aborda el más internacional de los géneros cinematográficos del cine  chino: el Wu-xia, que son melodramas épicos de época con artes marciales. A este siempre atractivo género y a su regreso se suma el hecho de estar basada en la vida de Ip Man, experto de las artes marciales, célebre por haber sido el maestro de Bruce Lee.

En una compleja trama de intrigas, traiciones y luchas entre facciones políticas, regiones y escuelas de kung-fu, la cual recorre parte de la historia de China del siglo XX, Wong Kar-Wai no abandona sus temas y personajes característicos, aun tratándose de un relato de artes marciales. Si bien los combates resultan ser, como es apenas natural, lo más vistoso del filme, de fondo siempre están esos melancólicos seres que parecen negados por un sino trágico a alcanzar la plenitud del amor. Pero aquí la frustración y soledad afectiva son reforzadas por los reveces políticos, porque también se trata de una historia sobre las luchas de poder y las tradiciones del kung-fu que están fuertemente ligadas a ellas.

Es por eso que la película es también una exposición de esa mística y tradición de las artes marciales y la esencia de las distintas técnicas y escuelas del kung-fu. Por otro lado, el concepto de artes marciales no es nada gratuito. La relación entre el arte y la belleza ha sido una condición de siempre. Solo en ese contexto es posible que lo bello pueda estar ligado al combate y la muerte. Y si a eso se le suma la mencionada habilidad y sensibilidad de este director para concebir imágenes de gran belleza, lo que se puede ver en este filme es un despliegue de poesía en movimiento, enfatizada por recursos como la cámara lenta, el montaje, el color de las estaciones y la plasticidad de los movimientos de los combatientes. Aunque también es poesía con las palabras, incluso con un trasfondo de la sabiduría propia de un arte y una técnica de combate que se fundan en una filosofía. Pero esta filosofía, si se mira detenidamente y como es apenas lógico, está más pensada para saber vivir que para saber luchar, como efectivamente lo demuestra Ip Man con sus vivencias y las decisiones que toma.

Es cierto que por momentos su trama y esas relaciones de poder pueden resultar confusas (lo que también depende de cuál versión se vea: la china, la europea o la estadounidense), pero es un defecto menor frente a todo ese otro espectáculo que se obtiene estando ante a esta película: la intensidad de las emociones, la trágica belleza de sus personajes y el desbordado preciosismo de unas imágenes que deleitan la pupila y el intelecto, así como lo hacen las obras maestras.

El pasado, de Asghar Farhadi

O el futuro de una familia

Oswaldo Osorio


Alguien decía que la angustia es exceso de pasado. Y en esta película, como su título lo indica (también en el original: Le Passé), el pasado es el responsable de muchas de las angustias y tristezas de sus personajes, porque se trata de un intrincado drama en el que, sin discriminar entre niños, jóvenes o adultos, todos se ven agobiados por serios problemas de la cotidianidad y de la vida en familia. Y con este marial el director de Una separación (2011) de nuevo nos entrega un filme lúcido, complejo y contundente.

Todo empieza cuando Ahmad regresa adonde su ex esposa, quien tiene dos hijas, a tramitar el divorcio entre ambos. Allí se encuentra con que ella está comprometida con un hombre que tiene un hijo y su ex esposa en un hospital. En este cuadro de personajes y situaciones Amhad llega no solo a firmar unos papeles, sino que será una surte de juez de paz, un mediador en una serie de sutiles pero intensos conflictos que bullen silenciosos en ese hogar a punto de estallar.

Como en Una separación, en esta cinta el director iraní utiliza un esquema que aún sorprende y que puede ser su marca distintiva, y es que estos dramas cotidianos y realistas, en los que se pone de relieve la construcción y relaciones entre personajes, así como un fuerte despliegue de emociones y sentimientos, son tratados con la lógica de un thriller, es decir, son relatos donde el espectador, muy dosificadamente, va descubriendo los sucesos e intenciones de los personajes, con lo que su trama se sostiene sobre la expectativa, la tensión y las sorpresas permanentes.

En esta historia se ponen en juego distintas situaciones, que van desde el descontento de la hija mayor por la nueva familia en formación, pasando por las dudas que tiene la pareja por la conveniencia de esa unión, hasta un sentimiento de culpa casi generalizado pero por distintas razones en cada personaje. Así mismo, el miedo al fracaso de las relaciones, a las pérdidas y las ausencias (es decir, al futuro) también está presente en las motivaciones de los personajes y sus acciones.

Son tantos y tan intensos los conflictos, que solo es posible desarrollarlos por partes, de ahí una singular y afortunada características de este relato, y es que va desplazando el protagonismo y la mirada de un personaje a otro, de un conflicto a otro. Por eso es imposible saber la dirección que tomará la historia a cada momento y ésta es una razón más para agradecer ese tono de “thriller sin suspenso” que maneja tan hábilmente Farhadi.

Pero como todo buen thriller, si bien no hay aquí un crimen de por medio, este elemento es reemplazado por las decisiones éticas de los personajes y las sutilezas de los secretos y las mentiras, aunque dichas desprovistas de mezquindad. El resultado de todo esto es, entonces, una historia cargada de realismo y choque de sentimientos, un relato estimulante en su construcción y un logrado estudio de personajes.

Demental, de David Bohórquez

Muerte en el lago

Oswaldo Osorio


El thriller es el único género que ha mantenido su práctica y vigencia durante más de setenta años en la industria del cine. Por eso es tan difícil hacer uno que realmente sorprenda o diga algo diferente. En Colombia se ha recurrido a él con cierta frecuencia, sin que se pueda venir a la memoria muchos títulos sobresalientes (Ajuste de cuentas, El rey, Perro come perro, El páramo), porque el thriller colombiano lo determinan dos opciones: tratar con dificultad de adaptar el género al contexto del país o apelar a las fórmulas de Hollywood y ofrecer más de lo mismo.

Este thriller del joven director David Bohórquez parece tener un poco de estas opciones, logrando con mayor fortuna la primera, su adaptación al país, pero con las fórmulas resulta menos interesante, empezando porque, como otras cintas nacionales (El páramo, Secretos), sugiere primero un esquema de cine de horror (pues insinúan la existencia de una casa con fantasmas), pero termina siendo un thriller sicológico, donde la trama depende de unos crímenes y el desequilibrio mental de unos personajes.

El filme cuenta la historia de una joven escritora obsesionada con unas muertes que sucedieron hace años y viaja al lugar donde ocurrieron junto con los descendientes del supuesto asesino. Su trama está cargada de elementos que buscan crear tensión y suspenso, pero por momentos mucho de eso se antoja forzado y gratuito (la referencia bibliográfica de la leyenda, el encuentro entre las dos mujeres). Hay que esperar hasta el final para darse cuenta de que todo encaja, aunque ya es tarde para la desorientación previa del espectador.

En este sentido es el guion a lo que más reparos se le pueden poner. Especialmente tiene dos aspectos cuestionables: el primero, es el uso de los flash forwards, pues cuando un relato como estos tiene que adelantar intensos momentos de la historia, generalmente es porque no confía en su capacidad de sostener la atención del público hasta que lleguen estas situaciones fuertes. Con esto imponen artificialmente el suspenso y desaprovechan la sorpresa final o su llegada por medio de un crescendo dramático.

El segundo, es que se trata de uno de esos thrillers en que no se tiene nada claro en el transcurso de la historia y solo al final un personaje tiene que explicar lo que pasó, atar cabos y llenar vacíos. Adicionalmente, el final de la película da una sensación de quedar en punta o que faltó información.

Por otro lado, es una película que llama la atención en su narrativa visual y en su puesta en escena, pues se trata de un filme concebido con profesionalismo y precisión, con una singular pero bien lograda combinación entre el efectismo propio de un thriller y el naturalismo de una puesta en escena que consigue una convincente espontaneidad en las situaciones y las actuaciones. Lo que sí queda claro es que estamos ante un director con talento que podría crear películas importantes con un material más depurado.

En definitiva, se trata de una propuesta llamativa en la forma en que asume los recursos del thriller, en especial en su envoltura visual y narrativa, pero de fondo, la construcción de su historia y los recursos internos usados por el relato, resultan menos eficaces, en especial si se le compara con todos esos thrillers que se han hecho y con el efecto que produce en el espectador, lo cual es lo más importante en este género.

Ida, de Pawel Pawlikowski

Dos mujeres y un pasado

Oswaldo Osorio


Antes de abandonar el mundo, es necesario darle una última mirada por lo menos. Aunque en el caso de la protagonista de esta película, esa última mirada también es su primera mirada. Antes de tomar sus votos, y luego de estar toda su vida en un convento, Ida es impelida a que conozca a su única familiar. Y así inicia un viaje en distintas direcciones, hacia su pasado, su identidad, los lazos familiares, las dudas vocacionales y los asuntos terrenales.

Si bien el filme, de forma sosegada y sugerente, aborda todos esos niveles argumentales, el hilo conductor es la relación entre Ida y su tía, quien es una jueza en la Polonia comunista de los años sesenta. Esta relación, a su vez, está articulada en un viaje que tiene como objeto buscar el lugar donde están enterrados los padres de Ida. Como casi todos los viajes del cine, este no solo es un viaje físico, sino sobre todo emocional y dramático.

Es un relato tranquilo y por momentos contemplativo, que casi de principio a fin está movido por el contrapunto entre las personalidades de estas dos mujeres, una joven y la otra ya mayor, una definida por la inocencia y la espiritualidad y la otra con una vida trasegada, mundana y combativa. Pero las une la sangre y el dolor en común de haber perdido a sus seres queridos y, consecuentemente, el hecho de ambas ser la única persona que tienen en el mundo.

Entonces la evolución de esta relación aparece en el primer plano del relato, con sus dramas, la emotividad y el constante descubrimiento de una frente a la otra. De fondo está ese reproche que las protagonistas, y el filme en sí mismo, nunca dejan de hacer contra esa vergonzante historia en que muchos católicos fueron verdugos (o cómplices de la persecución) de la comunidad judía durante la guerra. Este drama de fondo hace que la película tenga un permanente tono de pérdida y tristeza.

También de fondo está el drama de cada una de estas mujeres. Con la tía es un drama reprimido del que solo se alcanza a descubrir su verdadera naturaleza cuando encuentran la tumba, y luego una honda tristeza se apodera de ella hasta lo irremediable. Ida, por su parte, tiene que lidiar con su orfandad filial y de raíces, así como con las dudas sobre su vocación, que son confrontadas por las atractivas posibilidades que le ofrece ese mundo que acaba de conocer.

Con una pantalla cuadrada en su formato, una bella y evocadora fotografía en blanco y negro y unos encuadres que inteligentemente buscan tanto enfatizar el drama como un cuidado de lo estético, esta película resulta una pieza inteligente y sugerente, que con sensibilidad y contundencia habla de una época oscura, unos sentimientos profundos y retrata a dos mujeres que eran lejanas y desconocidas pero que terminaron siendo una sola.

Gran Hotel Budapest, de Wes Anderson

La mística del trabajo

Oswaldo Osorio


El cine es imagen, acción, personajes, construcción de universos y el planteamiento de una idea ética y/o humanista de fondo, todo lo cual debería ser llevado con profundidad, equilibrio e inteligencia. Son pocos los cineastas que alcanzan esto con cada una de sus películas. Wes Anderson (salvo por su ópera prima) es uno de ellos, así lo demuestra con esta cinta, un bello, divertido y estimulante relato sobre un hombre y su asistente, un fascinante lugar y todos los que tienen que ver con él.

Gustave H., conserje de un espléndido hotel, trata de zafarse de la acusación de un crimen que no cometió, con la ayuda del botones del hotel, Zero, quien hace de incondicional escudero. Con eso se puede resumir el argumento y conflicto esenciales de este filme. Pero estos elementos casi que son una excusa en el cine de Anderson, quien siempre se muestra más interesado en los procesos, los detalles, el aspecto y el funcionamiento de las cosas y los espacios.

Estos asuntos que le interesan se ven mucho más enfáticos en esta película en relación con las demás, lo cual demuestra un alto grado de perfeccionamiento y estilización en su ya estilizada obra. Los personajes se multiplicaron, junto con las reglas y condiciones del modus operandi de ellos, en especial de su protagonista. Con esto el autor construye un universo con su lógica propia, no solo en la concepción de sus personajes y la relación entre ellos, sino también en su funcionamiento.

Y la idea de fondo, de este y casi todos sus filmes, parece señalar hacia un compromiso apasionado, profesional y casi místico para con el trabajo o cualquier empresa que emprendan sus protagonistas: Actividades extracurriculares en Rushmore, la venganza contra un tiburón en Vida acuática o ser el perfecto conserje de un hotel como aquí. Con esto, se desprende una ética, ante la tradición y artesanía del oficio en cuestión, ante los colegas y ante la vida misma. Desde una pequeña tarea hasta el desempeño laboral general, todo está signado tanto por una firme filosofía como por la precisión y sofisticación en su ejecución.

Y aunque el argumento, el conflicto y la idea de fondo han podido ser sintetizados aquí con cierta facilidad, otros aspectos son mucho más complejos, como la relación entre personajes, la intrincada trama y la minuciosa y fascinante construcción de ese universo, que resultan de tal riqueza, sofisticación y originalidad que terminan llevándose todo el protagonismo, algo que en el fondo bien puede considerarse un problema, pues el público recuerda de sus películas más fácil su puesta en escena que las historias que cuenta y lo que quiere decir con ellas. De todas formas, los escenarios, locaciones, decorados y caracterización de personajes son concebidos por este director con gran inventiva, ingenio y sentido estético, así como con una intrínseca conexión entre ellos, lo cual le da un carácter único a sus películas.

Tal vez los grandes ausentes de Gran Hotel Budapest (2014) son el amor y el desamor, que si bien están en pequeñas dosis, lo que predomina es esa poética de la camaradería, el colegaje y la ética, más que de un trabajo, de un oficio. Y con esa esencia este director, inconfundible y siempre estimulante, crea uno de los relatos más divertidos, vistosos y entretenidos de los últimos tiempos.