Vicio propio, de Paul Thomas Anderson

Cine negro hippie

Oswaldo Osorio


El cine negro generalmente está asociado con la estilización y austeridad del blanco y negro, con la pulcritud y gravedad de sus personajes, también con las sombras de la noche y los bajos fondos de sofocantes metrópolis. En esta película tiene todos esos elementos, pero también los contradice sistemáticamente o, al menos, los desarrolla con unas irónicas e ingeniosas variaciones.

Las contravenciones al clásico estilo del género comienzan por su protagonista. El frío y sofisticado detective privado, heredado de la novela negra y fundado por la fina presencia de Humphrey Bogart, es cambiado aquí por un hippie desaliñado y marihuanero. Aunque también es detective privado, también con la correspondiente ambigüedad moral que define a este personaje del cine negro y también siempre en busca de la verdad y la justicia, independientemente de sus métodos.

La extravagancia de la estética hippie y sicodélica es una constante irreverencia de color frente al histórico género, así como la soleada Los Angeles y sus playas hace desaparecer del registro los acechos nocturnos y la amenazante urbe. Sin embargo, con estos personajes y en este ambiente, ubicados en las antípodas de un thriller, la trama de crimen y corrupción se desarrolla con mayor gravedad y complicaciones que las que pudo tener El sueño eterno (Howard Hawks, 1946).

Y tal vez este es el gran fallo de esta película, esa casi ininteligibilidad de la trama con todas sus aristas, subtramas y personajes. Hay asesinatos, desapariciones, secuestros, carteles de droga e infiltrados en movimientos ideológicos. Todo pasa por las manos del protagonista, ese detective a quien vemos durante casi todo el metraje tratando de dilucidar algo con las escasas pistas que tiene, y el espectador, por su parte, está más desorientado que él. Solo al final se tiene un mapa completo de toda la intrincada historia, pero esto a costa del tedio y la incertidumbre causados por una extensa trama, más complicada que compleja.

No obstante, los buenos oficios de Paul Thomas Anderson (Magnolia, Boogie Nights, Petroleo sangriento) hacen que este problema se minimice al lado de asuntos concretos, como los inteligentes diálogos, muchas situaciones divertidas y fascinantes por su construcción, así como la concepción de los personajes y su relación entre sí, en especial la que llevan el detective y un policía que lo acosa, el leitmotiv más fuerte del relato, un estimulante juego entre el cinismo hostil, el honesto insulto y el distante aprecio.

No es una película fácil ni para todo tipo de público, pues es un relato que resulta más agradecido e inteligente para el espectador que tenga los referentes históricos del cine negro. Así mismo, aunque definitivamente esto es un problema de concepción y construcción de la historia (basada en una novela de Thomas Pynchon), es un filme que se disfruta (y se entiende) menos observándolo en plano general, pero resulta más atractivo y revelador si se miran elementos particulares o más de cerca: un personaje, una situación, una línea de diálogo o un referente al contexto cultural de la época.

Alma salvaje, de Jean-Marc Vallée

Viaje a pie

Oswaldo Osorio


Esta es una road movie a pie. Y como en todas las road movies, quien viaja lo hace buscando y/o huyendo de algo. Además, la travesía no solo es física sino -o sobre todo- emocional. En esta historia su protagonista, Cheryl Strayed, huye y busca. En medio de esto también se transforma y, consecuentemente, al final de la travesía no es la misma mujer que la inició.

Cheryl Strayed decide recorrer sin compañía la Pacific Crest Trail, una ruta de mil seiscientos kilómetros que recorre de sur a norte el oeste de Estados Unidos. Paulatinamente y sin afanes, el relato va aclarando la razón de este viaje. Para hacerlo, el director apela a una estructura narrativa en la que la continuidad cronológica del viaje es constantemente interrumpida por miradas al pasado de la protagonista: a su infancia, a la relación con su madre, a su malogrado matrimonio y su vida cargada de culpa e insatisfacción.

En esta visión fragmentada, pero articulada por el viaje a pie, se ven al menos tres diferentes Cheryl Strayed: la niña, que a pesar de las adversidades de su familia no ha perdido la inocencia; la mujer, sumida en una espiral de autodestrucción; y la caminante, que busca su redención recorriendo ese largo sendero y sufriendo físicamente, por el consecuente maltrato de tan dura empresa, pero también emocionalmente, por las culpas y fantasmas del pasado que acudían a llenar los espacios de su soledad.

La que más se puede ver en el relato es, por supuesto, la última, quien paradójicamente está más desorientada que la niña y la mujer, pero es una desorientación producto de su voluntad de cambiar y renovarse. No sabe cómo o si lo logrará, pero esa desorientación es como una hoja en blanco en la que -un poco literalmente, debido al diario que lleva- quiere reescribir su destino.

Si bien es una historia de corte biográfico, no es la reconstrucción esquemática de la vida de una persona, de esas que muchas veces se hacen tan planas y predecibles cuando apelan al esquema del biopic (biografía cinematográfica), sino que, justamente por hacer el énfasis en la caminante, el relato pone el acento más en lo reflexivo que en lo anecdótico. Para ella, la visión de su vida en perspectiva le permite ver y entender lo que en el pasado estaba cubierto por un velo de inexperiencia, tozudez e inconsecuencia. De ahí que esos episodios del pasado aparecen en la película, más que como insertos de su historia pretérita, como pensamientos, emociones o sentimientos.

La música contribuye mucho a esta forma de crear esas imágenes-sentimientos. Una canción que la conecta con una vivencia o con una emoción, luego resuena en su cabeza y aparece y desaparece sutilmente en la banda sonora, entonces las notas musicales, a veces apenas insinuadas, le dan pie a una sensación más amplia o a una idea, ya nostálgica o dolorosa, que ha marcado su vida o que apenas empieza a descubrir.

Con C.R.A.Z.Y (2005) y Dallas Buyers Club (2013) el canadiense Jean-Marc Vallée ya había dado pruebas de su buen criterio para contar historias y desarrollar personajes que luchan contra sus circunstancias para encontrar su identidad o reinventarse. En este filme sabe dar cuenta de la experiencia vital de una mujer, pero sin tomar el camino fácil, pues le apuesta más a la construcción interna del personaje y a una mirada reflexiva de su historia, sin concesiones emocionales ni heroísmos redentores, solo propone el relato honesto y sensible de una mujer que quiso ser la mujer que su madre crió.

Birdman, de Alejandro González Iñárritu

¿La virtud está en el artificio?

Oswaldo Osorio


No pretendo negar el indudable ímpetu dramático de los filmes de Alejandro González Iñárritu, ni la fuerza de sus personajes o la intensidad que consiguen sus historias gracias a los recursos narrativos que utiliza. Todas esas características están presentes en sus cinco largometrajes. No obstante, a pesar de estos adjetivos, tampoco implica que necesariamente haya una especial virtud en estos elementos, los cuales, si se miran detenidamente, evidencian una cierta tendencia al artificio y el efectismo.

Y no es que no pueda haber artificio y efectismo en el cine, al contrario, buena parte de la industria está basada en ellos y funcionan de maravilla, pero otra cosa es que estén presentes en películas que pretenden abordar unos temas y personajes serios y cargados de realismo, como las de González Iñárritu. Ese artificio empieza por la misma concepción de sus historias y personajes, un amasijo de elementos cruentos y extremos: desahuciados, trágicos accidentes, adictos, venganzas, asesinatos premeditados y al azar, y un largo, truculento y sórdido etcétera.

Birdman no tiene tantos excesos y se concentra en un solo personaje y en una premisa clara y sólida: una vieja estrella de Hollywood que se quiere reinventar haciendo una obra de teatro, y con ello demostrarle al mundo, y a sí mismo, su valía. A partir de esta premisa, efectivamente el director crea el inquietante retrato de un hombre y sus batallas internas, determinadas por el pulso que se da en la vieja confrontación entre arte e industria, así como las repercusiones que esto tiene en la valoración que se hace de los artistas según opten por lo uno o lo otro.

Sus inseguridades como hombre, padre y actor son puestas de manifiesto de forma lúcida y angustiante en cada escena y recurso de la película, empezando por esa voz de sí mismo que retumba en su interior, la cual resulta tan contundente como -claro que sí- artificial y efectista. Por eso tal vez lo mejor y más honesto de este filme no es tanto esa suerte de esquizofrénico desdoblamiento del personaje central, sino la manera como los demás personajes lo reflejan y contribuyen a complementar la premisa del relato. Porque una buena forma de conocer a alguien es observar sus relaciones con los demás y cómo estos lo perciben. Además, de paso, ese coro de personajes también evidencia sus voces y demonios internos.

Pero mi reparo con este filme es que, para dar cuenta de este personaje y su premisa, González Iñárritu recurre a sus viejos trucos, que subrayan sobremanera lo que quiere decir o extorsionan las emociones del espectador. No están aquí las peripecias narrativas de sus tres primeras títulos (las rupturas -muchas veces gratuitas- de la linealidad narrativa en Amores perros, 21 gramos y Babel), pero sí ese falso plano secuencia, que a veces es ideal para respaldar al personaje o una situación, pero otras solo es pura vanidad técnica; por otro lado, están la hija en rehabilitación, el posible embarazo, los excesos de aquel actor del método y ni qué decir del par de giros forzados -y muy complacientes- del final, todo lo cual es constatación de su necesidad de crear el drama desde afuera, a partir de elementos extremos, artificios y efectismos.

El francotirador, de Clint Eastwood

Dios, patria y familia

Oswaldo Osorio


Hay una dualidad constante en el cine de Clint Eastwood, por una parte, la frecuente presencia y casi apología de la violencia, el uso de la fuerza y un subido patriotismo de derechas; pero por otra, una inclinación por historias donde prevalece el humanismo y con personajes que, aun en medio de la violencia, tratan de tomar partido por la libertad y la justicia, incluso por la ternura.

En El francotirador (American Sniper, 2014) está presente esta dualidad. La historia de Chris Kyle, sus misiones en Irak, la leyenda que se creó en torno suyo y las repercusiones que tuvo la guerra en su vida, son relatadas por Eastwood en este filme, además con ese pulso firme y lucidez que lo han convertido en el último gran maestro del cine clásico de los Estados Unidos.

Por momentos parecía que iba a ser una de esas tantas películas sobre la ocupación del ejército estadounidense a países del Oriente Medio, de esos himnos a la guerra y al imperialismo que ha hecho, por ejemplo, Kathryn Bigelow (Zona de miedo, La noche más oscura), concebidos sin ninguna duda ética ni ambigüedad ideológica en sus personajes o en el punto de vista del relato frente a la ocupación o a la guerra misma.

Algo de eso hay en esta película, porque la mitad de ella se concentra en el thriller bélico, planteado incluso de una manera esquemática: reducir la guerra a la confrontación entre tres hombres. De un lado, un valiente soldado y bienintencionado patriota y padre de familia; y del otro, un “carnicero” que lidera la resistencia y su letal francotirador (tampoco es el primer, ni el mejor, duelo de francotiradores que vemos en el cine). En esta parte el director aplica del manual las formas más básicas -y eficaces- del drama bélico y del cine de acción.

Sin embargo, el contrapunto a esta parte, hecha sobre la plantilla del cine bélico comercial de Hollywood, está en la mirada más de cerca que plantea el relato acerca del personaje, sobre todo cuando no está en el frente, y especialmente cuando departe con su familia. De forma sutil, pero angustiante y conmovedora, se dibuja el contraste que hay entre ese héroe de guerra con el hombre que luego se ve en casa, quien ha heredado una permanente tensión y que parece haber perdido su tanto capacidad para vivir en familia como para disfrutar del estilo de vida por el que se supone ha combatido todos esos años.

Y no solo es el retrato de otro soldado con traumas de guerra, porque Clint Eastwood (apoyado en la interpretación de Bradley Cooper) es capaz de darle la vulnerabilidad y humanidad que contrasta al compungido hombre vestido de civil con ese guerrero protector que se puede ver en Irak. Es la misma persona pero con una actitud casi opuesta en un lugar y en otro. Le cambia el gesto, la voz, la expresión corporal y hasta la seguridad en sí mismo y en lo que cree.

Es entonces cuando se evidencia que no es otra película bélica ni una apología a la guerra o a la violencia, pues el relato pone de manifiesto en este filme esos dos aspectos que más atrás este texto le reclamaba a otros de su tipo: En primera instancia, se puede ver cómo duda el personaje frente a esa cruenta realidad y su sentido (aunque nunca lo dice explícitamente), y en segundo lugar, se aprecia la forma en que el punto de vista de la película es un claro cuestionamiento a la guerra y a esa forma de patriotismo.

Dos días y una noche, de Jean-Pierre y Luc Dardenne

Por la solidaridad

Oswaldo Osorio


Una mujer con problemas emocionales, en el contexto de una Europa en crisis, es el punto de partida de los hermanos Dardene para crear otra de sus reveladoras historias, de sólidos personajes y con ese realismo cargado de gran elocuencia que los caracteriza. Se trata de un duro drama en el que se pone a prueba las capacidades de una actriz (Marion Cotillard), la solidaridad de la gente y la vigencia de dos de los cineastas más importantes de las últimas décadas.

Nacidos en Bélgica pero con buena parte de su obra realizada en Francia, los Dardenne llevan tres décadas dando lecciones de lo que es el realismo en el cine, un realismo eficaz narrativamente, con economía de recursos, de gran fuerza en la construcción de personajes y complejo a la hora de explorar las honduras de las emociones, así como los contextos sociales y culturales. Todo esto se puede constatar en películas como Rosetta (1999), El hijo (2002), El niño de la bicicleta (2011) y en general en toda su filmografía, compuesta por tan solo diez títulos (además de tres documentales).

Dos días y una noche se refiere al fin de semana que tiene de plazo una mujer, quien es madre de dos hijos, para visitar a sus dieciséis colegas y convencerlos de que voten para que ella conserve su trabajo en lugar de recibir una prima de mil euros. Es una situación extrema y un poco rebuscada, hay que decirlo, pero esto se pasa por alto cuando luego se entiende que es solo una excusa para hacer un minucioso estudio de personajes y reflexionar sobre la ética, la solidaridad y la situación social y económica de Francia.

Apenas saliendo de un estado depresivo, esta mujer, con el apoyo de su marido, tiene que afrontar esta dura tarea de la que depende el sostenimiento de su familia. Su delicada situación emocional hace que su estado de ánimo fluctúe ante tan dura y, por momentos, vergonzosa empresa. Toda la fuerza dramática del relato recae sobre este personaje y la convincente interpretación de la Cotillard, mientras que ese fluctuante estado dicta los distintos ritmos narrativos y emocionales por los que atraviesa la película.

Así mismo, cada visita a un colega funge como un giro diferente en lo que parecía un argumento condenado a ser monótono. Aunque en principio solo hay dos opciones, apoyarla a ella o elegir el bono, vemos luego cómo se abre todo un universo de posibilidades y sentimientos de acuerdo con la posición de cada uno de ellos: culpa, agresión, compasión, recriminación, compromiso social, egoísmo, fraternidad, impotencia, en fin, toda una serie de matices que le permite a los Dardenne trascender lo que parecía una trama simple hacia un complejo retrato y reflexión de la condición humana y una situación social específica.

Es una fortuna que aún lleguen a nuestra cartelera las películas de esta dupla de cineastas, porque representan lo mejor del cine mundial y siempre contienen dos de las principales virtudes del cine: el realismo y el humanismo.

Vivir es fácil con los ojos cerrados, de David Trueba

Libres y sin miedo

Oswaldo Osorio


Hay muchas cosas que tienen un gran poder liberador: la educación, la música y la carretera son tres de ellas y están presentes en esta bella película. Con la sensibilidad que caracteriza a este director español para construir personajes y crear diálogos elocuentes y entrañables, transcurre esta historia sobre el encuentro de tres personas y sus pequeñas o grandes batallas contra un entorno que se muestra siempre hostil ante seres como ellos.

Un profesor de inglés que quiere conocer a John Lennon, quien rueda una película en Almería; un adolescente que huye de las pequeñas tiranías de su hogar; y una joven embarazada que busca conservar a su hijo y no ser señalada por la puritana sociedad franquista. Este trío se encuentra en la carretera y establece una amistad de la que aprenderán mucho, sobre todo los dos más jóvenes.

Si bien el centro del relato es la relación entre los tres personajes, es el contrapunto entre lo que son o lo que quieren ser frente a los condicionamientos de una sociedad regida por el miedo lo que motiva buena parte de la historia. Es 1966 y el régimen del General Franco tiene agarrada por el cuello a toda España, en especial a quienes no comparten sus estrictos valores regidos por la moral católica y militar, entre los que están, por supuesto, madres solteras, jóvenes de cabello largo y profesores libertarios.

Los une el deseo de mantenerse firmes en conservar lo que son o conseguir lo que quieren, aun ante las presiones externas. Esto se traduce en tener libertad y autodeterminación en una sociedad intolerante y represiva. Lanzarse a la carretera ya es un primer paso para obtenerlo. Pero lo que lo hace posible es ese encuentro entre ellos, sobre todo porque cuentan con la formación de aquel profesor bonachón y amante de The Beatles. Es él quien le da la base ética y el ejemplo a ese deseo (lástima ese gesto de venganza del final, que es del todo inconsecuente con el personaje y la película).

Aunque la excusa argumental es la anécdota del hombrecito que quiere conocer a John Lennon, lo esencial del relato está en desarrollar la relación que se establece entre los tres protagonistas. Por eso es más una película de personajes y diálogos: unos personajes sólidos y honestos, que saben representar con claridad unas emociones y estados de ánimo, aun si estos son ambiguos, y unos diálogos ingeniosos, divertidos y significativos, que tejen con firmeza esa relación.

De nuevo David Trueba demuestra que es uno de los más relevantes directores de España. Esta bonita y amable película da fe de ello. Sin pirotecnias visuales o narrativas ni rebuscadas tramas, solo con el encuentro de tres personas pone de manifiesto un mundo de sentimientos que se rebelaron, sutil pero firmemente, contra el miedo en una época oscura.

Climas, de Enrica Pérez

Caliente, frío y templado

Oswaldo Osorio


Tres historias, tres mujeres y tres regresos, de eso se trata esta película peruana coproducida con Colombia. Desarrolladas en tres regiones y climas del Perú, a pesar de tener temas muy distintas cada una, sin duda se evidencia un mismo tono y estilo, el tono es el de un relato que quiere hablar de emociones humanas pero de forma sugerida y el estilo es una mirada atenta a los sentimientos de unos personajes, enfatizados por las particularidades de sus entornos traducidas visualmente en luz y encuadres.

La construcción de las tres historias tienen la misma lógica: son protagonizadas cada una por una mujer y algo en su vida cambia por el regreso de un hombre, ya sea un tío, un exnovio o un hijo. Este regreso desata una serie de nuevos sentimientos o recupera otros ya olvidados, y las transforma, de manera momentánea o definitiva.

La primera historia es la de una adolescente en pleno despertar sexual. Con la llegada de su tío esas pulsiones se incrementan y comienza un juego de acercamiento y seducción entre ambos que la directora logra con naturalidad y verosimilitud. Todo ese juego va dirigido al inevitable encuentro final, una escena con una tremenda fuerza que pone de manifiesto una serie de sentimientos opuestos y ambiguos. Un solo plano para dar cuenta de un momento crucial en la vida de una joven, el cual da fin a la historia pero inicia la vida de ella.

El segundo relato es sobre una mujer que tiene dificultades para quedar embarazada. El frío y gris paisaje sirve de contexto propicio para su siempre opaco estado de ánimo. El espectador sospecha que algo le ha pasado a esta mujer, que algo le falta, que algo hay roto en ella. El secreto se revela cuando se reencuentra con un hombre con quien al parecer compartió un momento importante de su vida. Es la menos interesante de las tres historias, pero de todas formas, al final, da cuenta de manera contundente ese sentimiento de pérdida que embarga a la pareja y las severas consecuencias que este ha tenido para sus vidas.

Finalmente, una mujer que vive en la sierra recupera a su hijo tras algunos años de estar encarcelado. Es el relato más parco a la hora de hablar de esos sentimientos y relaciones que hay entre los personajes, y aún así, es el más claro de todos. La relación de una madre con el hijo “calavera” se pone aquí de manifiesto con esos poderosos e invisibles hilos que los une, poniendo en evidencia la universalidad de ese sentimiento. El desenlace es el esperado, el inevitable, pero eso solo reconfirma unas contantes propias de la naturaleza humana, que nos son mostradas aquí de forma elocuente y sutil.

Jardín de amapolas, de Juan Carlos Melo

El paraíso perdido

Oswaldo Osorio


Desde su título, esta película encierra una paradoja: la posible belleza de un jardín de flores frente a la violencia que representa este tipo de cultivo para un país tan golpeado por el conflicto. Además, no se trata solo de otra película sobre la violencia y el narcotráfico, es un preciso y contundente relato que revela el drama de quienes se ven afectados por el conflicto que vive Colombia y las fuerzas que están en juego.

Proveniente de una ciudad y región (Ipiales, Nariño) que poco ha tenido que ver con el cine nacional, es un filme que, tal vez por esta misma razón, evidencia una mirada diferente, como más limpia y descontaminada. Y con estas características nos cuenta la historia de un hombre y su hijo que son desplazados de su tierra, por lo cual el padre se ve obligado a trabajar en una “cocina” de heroína.

Pero el relato lo orienta la mirada del niño y su relación con una nueva amiga. Juntos proponen ese punto de vista inocente e inquieto característico de la infancia, pero que renueva la mirada sobre el conflicto y sobre esas fuerzas que se baten en torno suyo: los narcotraficantes, los grupos armados, que siempre son protagonistas en las zonas con cultivos ilícitos, y la población civil, que indefectiblemente tiene que cumplir el rol de las víctimas.

Lo que más llama la atención de esta película es el tono que consigue para contar su historia y desarrollar a sus personajes. La simpleza como virtud y la naturalidad como elemento que otorga verosimilitud son las bases de un relato que acerca al espectador a la intimidad y visión del mundo de estos personajes, una visión que, a pesar del contexto amenazante, mantiene cierta inocencia y sosiego.

Al espectador, mientras tanto, menos inocente en su mirada y con la información adicional por el acceso total que tiene a toda la trama, le es arrebatado ese sosiego casi desde el principio, y su seguimiento del relato es un camino hacia lo que parece será una ineludible tragedia, un choque de esas fuerzas en las que, forzosamente, los más débiles se llevarán la peor parte.

Este tono es complementado por una concepción visual que sabe equilibrar la sencillez y espontaneidad del relato con la belleza y poética de unos momentos emotivos y del mismo paisaje, además del uso de otros recursos que saben muy bien manejar esa contraposición entre el sosiego y la tensión que mecen la historia de principio a fin.

Es la ópera prima del Juan Carlos Melo, es también el primer largometraje realizado en aquellas tierras, y aunque aborda unos temas ya recurrentes en el cine colombiano, por la forma como fue concebida esta película, pareciera que es también la primera vez que vemos el conflicto colombiano desde este punto de vista, fresco, entrañable y revelador.

Welcome to Nuew York, de Abel Ferrara

El monstruo natural

Oswaldo Osorio


Los anti héroes en el cine suelen ser más atractivos como personajes. Las posibilidades de una construcción más compleja, a partir de sus defectos y contradicciones, son siempre mayores en comparación con la uniformidad sicológica de la mayoría de los héroes. Esta película está basada el escándalo por intento de violación en el que se vio envuelto en mayo de 2011 el director del Fondo Monetario Internacional,  Dominique Strauss-Kahn, un anti héroe para Ferrara y simplemente un villano para los medios que cubrieron la historia.

Solo dos personalidades con carácter como el director Abel Ferrara y el actor Gérard Depardieu podrían haber hecho de este episodio y personaje una historia que trascendiera la mera anécdota sensacionalista, que fue la forma como dieron cuenta de ella los medios.

El director de Ms. 45, El teniente corrupto y El funeral, con su actitud siempre trasgresora y polémica, encara a este personaje de forma cruda y desinhibida. Su mirada sobre él se mueve en un ambiguo rango entre la recriminación, la comprensión y la aceptación. El actor, por su parte, en un hábil y raro recurso usado por el relato, empieza como él mismo hablando del personaje, y da las claves para entender esa fusión que el espectador luego presenciará en la pantalla entre él y el personaje.

Lo primero que hace Ferrara es desplegar durante la primera media hora todos los excesos y prácticas del protagonista (llamado Devereaux por cuestiones legales) en relación con su desbordado apetito sexual. No le teme a ser explícito ni grotesco, pero lo hace con el cuidado de no necesariamente juzgar ese comportamiento, sino de mostrarlo como una condición natural de su personalidad, como una enfermedad que no quiere ser curada.

Luego viene todo el proceso consecuencia del intento de violación de la camarera del hotel. Pero no se concentra en los hechos policiales, mediáticos o judiciales, como seguramente haría cualquier otro director, sino que su interés se fija en explorar a este personaje y su comportamiento. Entonces hace suposiciones, fantasea y especula, todo en función de reflexionar sobre esta personalidad, al mismo tiempo monstruosa y natural.

Sin que tampoco ahonde en las implicaciones políticas de lo que le ocurrió a quien era un ex ministro francés y precandidato a la presidencia, el tema del poder y su condición de millonario sí entra en las variantes de la reflexión moral que, en definitiva, es lo que le interesa hacer a esta cinta. Y no es simplemente plantar la crítica sobre cómo el poder y el dinero pueden estar por encima de la justicia, sino más bien atisbar en el abismo de un hombre, desnudarlo y trivializar su comportamiento al punto que confronte al espectador y lo obligue a cuestionarse o a tomar partido.

El sanador, de Philipp Stölzl

Una ventana a la aventura

Oswaldo Osorio


Para muchas personas lo que mejor define su primer y más emocionante contacto con el cine son las películas de aventuras. Este género cinematográfico está definido por un esquema simple: un héroe proveniente de occidente, dotado de ciertas habilidades y talentos, que viaja a tierras exóticas en busca o al rescate de algo. Desde los filmes de Douglas Fairbanks en los años veinte hasta la saga de Indiana Jones se ajustan a esta definición.

La emoción de ese primer contacto, pues, tiene que ver con que este esquema provee unos elementos, simples pero muy intensos, para que los jóvenes espectadores se conecten con cualquier película: identificación con el héroe, el descubrimiento de nuevos y fantásticos mundos, los peligros que acechan y las secuencias de acción que los resuelven, y una secundaria historia de amor que no le roba el protagonismo a todo el sentido de aventura.

Pero claro, con un esquema tan simple e inmutable durante cien años, el género se tenía que agotar, por eso solo eventualmente aparecen algunas películas de aventuras, que generalmente suelen ser súper producciones, dadas las características  de este tipo de historias. En los últimos años se han visto algunos buenos títulos como La momia (1999), Piratas del Caribe (2003), El príncipe de Persia (2010) y Oro negro (2011), entre otros.

El sanador llega a cumplir esta eventual cita con el público, precedida de la fama del best seller en que se basa, The Physician, escrito por Noah Gordon. La cinta cuenta la historia de Robert Cole, un inglés del siglo XI que quiere aprender los secretos de la medicina, para lo cual viaja a Persia en busca de un famoso maestro, pero antes se disfraza de judío (con circuncisión y todo) para poder cruzar y vivir en las tierras del islam. En medio del viaje, por supuesto, conoce a una hermosa y prohibida mujer.

Con este planteamiento argumental ya están definidos todos los elementos del esquema, pero como siempre, cada película debe proponer un giro o un aspecto diferenciador, y en este caso es todo ese contexto de la medicina, y en general de la ciencia, que determinan a los personajes y los conflictos del relato. En este sentido resulta una película muy atractiva en la concepción de los personajes y sus motivaciones, así como en las ideas que se ponen en juego, las cuales tienen que ver con reflexiones acerca de la confrontación entre ciencia y religión, la ética médica y los juegos de poder en torno a estos temas.

Si bien es cierto que, sobre todo hacia el final, la película resulta un poco predecible si el espectador está prevenido con los esquemas del cine de aventuras, lo que se puede destacar de ella es que sabe jugar bien las cartas del género y crea una historia fascinante, con un relato envolvente y un novedoso tema. Pero sobre todo, nos recuerda ese primer sentimiento como espectadores, cuando el cine era una ventana al heroísmo, la aventura y los lugares exóticos.