Siempreviva, de Klych López

Pobres y despojados

Oswaldo Osorio


Los grandes acontecimientos históricos narrados desde la gente del común siempre serán una veta dramática muy potente. La fusión del gran conflicto externo y los pequeños pero intensos conflictos internos, garantizan un relato con un doble interés. Eso es lo que ocurre en esta película, donde los habitantes de un inquilinato son testigos de primera mano de la toma del Palacio de justicia hace treinta años.

A pesar de la fuerza inicial de este planteamiento, hay otro elemento que se roba el protagonismo desde los primeros minutos: la propuesta de puesta en escena. Cada escena está dominada por la milimétrica y coreografiada planificación de un plano secuencia (toma sin cortes), y entre ellos se han ocultado también los empates, dando la sensación de una falsa continuidad temporal, muy bien lograda y con validez estilística, pero tal vez innecesaria dramática y narrativamente.

Junto con el plano secuencia, también se impone el único espacio donde se desarrollan todas las situaciones dramáticas, la zona común del inquilinato (solo muy eventualmente entran a alguna habitación). Entonces estos dos elementos de la puesta en escena determinan toda la dinámica del relato, dándole un acabado más como de teatro que de cine, lo cual cobra sentido si se tiene en cuenta que es una película basada en una célebre obra del dramaturgo Miguel Torres.

Si es cine o es teatro o una equilibrada combinación entre ambos, puede que solo sea una preocupación de los críticos de cine o de un público familiarizado con la leyes de la narrativa. Un espectador más atento se percatará por momentos de que el realismo del cine deja paso a los códigos dramatúrgicos del teatro, pero en últimas, en lo que se concentra la mayoría de espectadores es en cómo asumen los personajes los conflictos y qué emociones se ponen en juego, así como la conexión de esto con la toma del Palacio.

En este sentido, estamos ante un intenso drama que no da respiro y que claramente tiene dos componentes: de un lado, las situaciones del día a día, determinadas siempre por una sofocante precariedad económica, que a veces llega a unos extremos de hacerla tan forzada en beneficio del drama que por momentos cae en el “mercado de lágrimas”; y del otro, la desaparición durante la Toma de la hija de la dueña de la casa. En el primer caso, ese espacio único y la coreografía seguida con pericia por la cámara y el contrapunto dramático entre los seis personajes, mantiene un ritmo e intensidad muy bien logrados narrativa y dramáticamente, lástima que todos los problemas se reduzcan a la falta de dinero.

En el segundo componente, la Toma y desaparición de la hija, el relato adquiere una fuerza que ya se había perdido por la reiteración de las situaciones anteriores. Sin embargo, pronto solo queda la insistente alusión a la injusticia perpetrada en el histórico suceso y el lamento de la madre, dándole de nuevo paso al drama diario de la austeridad material, puesto en entredicho por dudosos y eventuales tonos de comedia, así como por los también momentáneos excesos propios del melodrama.

Cine y teatro, historia nacional y cotidianidad, son entonces las coordenadas en que se mueve este intenso relato, que es a la vez una denuncia y un estudio de personajes, preciso en su puesta en escena y muy estilizado, a veces a su pesar, pues deja muchas dudas sobre esas decisiones formales a priori que condicionaron el sentido final de la historia.

La sal de la tierra, de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado

…y también un animal atroz

Oswaldo Osorio


Cuando el cine reflexiona sobre la imagen misma, los resultados suelen ser fascinantes, incluso sublimes. Y no se trata solo de mirarse el ombligo, sino y sobre todo, de desentrañar el poder que tienen las imágenes para contar y entender el mundo, y de paso dar cuenta de sus mecanismos y procesos, así como de la mirada que hay detrás de ellas, la mirada de esas personas que hablan sobre personas, codificando sus palabras a través del lente de una cámara.

Wim Wenders, el ya legendario autor del (viejo) Nuevo Cine Alemán, ha desarrollado su extensa carrera haciendo casi tantos documentales como trabajos de ficción, y con la particularidad de que casi todos esos documentales han sido sobre artistas y su arte: cineastas, diseñadores de moda, coreógrafas y, sobre todo, músicos de todos los géneros: rock, soul, country, blues y son.

Con La sal de la tierra (The Salt of the Earth, 2014) completa su colección interesándose por un fotógrafo, el brasileño Sebastião Salgado, a quien se acerca apoyado por el propio hijo del fotógrafo como co-director del documental. Se trata del retrato de un retratista, que no solo lo es de rostros, sino también de la condición humana en sus situaciones más adversas: guerras, hambrunas, desplazamientos forzados y ominosos trabajos.

Conocido como un fotógrafo social, el mismo Sebastião Salgado cuenta su historia y contextualiza sus fotografías, las cuales son la materia prima del documental y están siempre de cara al espectador en su expresivo e irreductible blanco y negro. La imagen fija de la fotografía, que es al tiempo una limitación y la potencia del instante congelado, de alguna forma adquiere movimiento con las palabras del fotógrafo, quien además de ampliar ese instante en su contexto social, da cuenta de su concepción y lo que para él representó.

Es un documental, entonces, donde hablan unas fotografías y un artista, pero también apelan a una tendencia, muy actual en este tipo de cine, en la que la subjetividad y el relato en primera persona son igualmente formas de acercarse y explicar una realidad. En este caso se hace por partida doble, pues Wenders lo hace como un admirador de la obra de Salgado, mientras su hijo contribuye en la construcción del personaje desde la intimidad de la familia. De esta forma se obtiene una completa y compleja visión del hombre, el artista y su obra.

Todo esto ya parece suficiente información, contenido y expresión para un documental, pero la película guarda para el final un nuevo mundo, una nueva mirada y una nueva obra. La desazón y el malestar que causan las primeras fotografías, las que dan cuenta de que el hombre es, al mismo tiempo, la sal de la tierra y un animal atroz, luego tiene una sorprendente transformación, cuando este excepcional artista, apoyado siempre en su indispensable e intuitiva esposa, descubre el origen de todo.

Tanta agua, de Ana Guevara y Leticia Jorge

Crecer bajo la lluvia

Oswaldo Osorio


La pubertad puede ser una temporada de lluvia. Un periodo opaco y gris, sin señales de la alegría y entusiasmo que representa la luz del sol. Lucía, la protagonista de esta película, parece que se siente así por dentro, y por fuera que no escampa. En torno a este personaje, a su clima emocional y al atmosférico gira esta historia, un relato tan sencillo como entrañable, que mira la vida desde esta joven, a quien, a su pesar, aún le falta un poco para ser una mujer.

Lucía está de vacaciones en un balneario con su padre y su hermano. Pero la única agua que los moja es la de una irreductible lluvia que no cesa, y no la de la piscina a la tanto ansían entrar. El tedio se apodera un poco de ellos, pero eso sirve para desarrollar la relación entre la joven y su familia. El tosco padre mantiene una ambigua actitud de ternura y tiranía, lo cual lo convierte en un personaje convincente y con sustancia. La relación entre ellos se va construyendo con solidez y un acertado contrapunto entre las tensiones propias de una relación medida por la autoridad y el desenfado propiciado por el cariño y la complicidad.

El relato está planteado en ese tono de realismo cotidiano que tan habitual está siendo ya en el cine del Cono sur. Por la línea de otras películas uruguayas como Whisky (Pablo Stoll, Juan Pablo Rebella, 2004) o Gigante (Adrián Biniez, 20099, estas debutantes directoras entienden la elocuencia de lo cotidiano, de los personajes ordinarios en su accionar pero bien dimensionados a partir de una sucesión de sutiles detalles, episodios, tiempos muertos y diálogos inteligentes pero no forzados.

Ya con este planteamiento, en medio del tedio de la lluvia aparecen otros jóvenes que le van a levantar el ánimo a Lucía. Pero también es posible que la enfrenten con las dificultades propias de la edad, ese complicado momento en que no se es niño ni adulto, un umbral confuso y doloroso que los jóvenes se esfuerzan por no demostrar todo lo que los afecta, lo desorientados que están y las ansias que tienen. Por fortuna las realizadoras decidieron no hacer de la protagonista la típica rebelde, sino que supieron ubicarla en un punto alejado de los lugares comunes, eso a pesar de que resulta muy familiar todo lo que le pasa.

Sin ser corta ni pasar nada extraordinario, esta película da la impresión de que no dura mucho, se ve con gran facilidad, eso tal vez porque desde el principio produce una sensación de empatía con los personajes y de comodidad con la situación. Además, encuentra un buen equilibrio entre el drama propio de esa edad y situaciones cómicas y las emotivas vividas por la joven y su familia. Todo eso la hace una película lograda y honesta, llena de gracia y sutileza.


El hombre irracional, de Woody Allen

La vida, la ética y el asesinato

Oswaldo Osorio


Hay artistas que siempre están haciendo variaciones de la misma obra, incluso muchos de los más grandes, y en lugar de ser una desventaja, puede ser justamente lo que potencia su trabajo. Woody Allen es uno de ellos. Sus personajes, situaciones y universos constantemente se están repitiendo y, aun así, tiene la capacidad de, la mayoría de las veces, decir algo nuevo sobre esos conocidos paisajes emocionales y argumentales.

El hombre irracional (Irrational Man, 2015) es una de esas películas que ya le hemos visto muchas veces, especialmente en la magnífica Crímenes y pecados. Sin llegar al rango de reflexión existencial e intensidad emocional logrado por aquel filme de 1989, en esta plantea una situación similar en torno al sentido de la vida, las implicaciones éticas del asesinato y el amor y el deseo como catalizadores de la tensión entre ambos aspectos.

La película cuenta la historia de un profesor de filosofía que llega nuevo a una universidad y entabla un amorío con una colega y una amistad con una alumna. Su desgano existencial y actitud autodestructiva desparecen cuando encuentra como aliciente para vivir la idea de asesinar a un hombre, sin más móvil que el de hacerle un favor al mundo, pues se trata de un juez corrupto. Este punto de quiebre del personaje y de la historia desemboca en las reflexiones y discusiones éticas y filosóficas que determinarán la relación entre los distintos personajes.

Con Crimen y castigo de Dostoievski como referente en el horizonte, la idea de cometer el crimen perfecto y sin remordimiento alguno, se convierte en el centro de la trama. Y con este planteamiento de fondo, aunque parezca la misma historia de relaciones interpersonales de siempre, en esencia sobre lo que permanentemente se está hablando es sobre el sentido de la vida y la relación entre el bien y el mal, sobre lo que es correcto e incorrecto.

La novedad tal vez está en que estas reflexiones se plantean en el contexto de una comunidad académica, y específicamente de la facultad de filosofía, un mundo que le permite a Woody Allen confrontar la realidad con la teorización sobre ella. Incluso desde muy temprano “despacha” a la filosofía definiéndola como “masturbación mental” y confronta toda su elaborada racionalidad con el momento de la verdad, ese cuando, en la materialidad de la existencia, hay que tomar decisiones éticas y asumir sus consecuencias.

Tal vez para muchos pueda parecer que se repite y que no alcanza el nivel de otros filmes recientes (Matchpoint, Media noche en París, Blue Jazmine), y probablemente tengan algo de razón, pero de todas formas ya ver una película de Woody Allen no es simplemente ir a cine, sino que es como ir a visitar a un amigo, hablar de los temas de siempre, reír con sus viejos chistes y disfrutar de su agradable y estimulante compañía.

Sueño de invierno, de Nury Bilge Ceylan

El enfriamiento de las relaciones

Oswaldo Osorio


Es difícil descifrar por qué no aburre una película de más de tres horas de duración y prácticamente solo compuesta por diálogos. Apenas hay cuatro personajes centrales y unas cuantas locaciones circunscritas a un mismo entorno, un hotel en la Anatolia central. No hay sucesos extraordinarios sino que, al contrario, son las actividades de la vida cotidiana que, incluso, se van amilanando a medida que se intensifica el invierno. Un probable inventario para el tedio, pero al cabo de los 196 minutos, uno no siente tal cosa.

Claro que tampoco se siente, en principio, que fuera necesario todo ese tiempo para construir la personalidad del protagonista y establecer sus relaciones con los otros personajes. Luego es posible recapitular y hacer balance de esas largas conversaciones, sus temas, la naturalidad e intensidad que consigue su director en esos encuentros íntimos o intelectuales que se dan por medio de las palabras, y con esas ideas esenciales en el orden de lo moral y emocional que se ponen en juego en cada uno de estos encuentros.

Aydin es un actor retirado y dueño de un acogedor hotel literalmente empotrado en una montaña. Vive con su hermana y su joven esposa, mientras publica columnas para un periódico local y trata de escribir la historia del teatro en Turquía. Casi todo el tiempo es quien está frente a la cámara y, de entrada, parece un hombre justo, sabio y noble en su relación con los demás. Sin embargo, pareciera que el principal objetivo del filme sea ponernos dudar, sino de estas cualidades, al menos de la relatividad con que se pueden dar en las personas y ante los ojos de los demás.

En este sentido, lo que se hace más evidente es cómo la autoridad moral y corrección política con que se nos presenta Aydin empieza a ponerse en entredicho y comienza a deteriorarse a medida que avanzan esos largos diálogos con su esposa, su hermana y el Imán. Cuestiones como la posición ante la maldad, el sentido de la caridad, las diferencias de clase, el deber ser en el contexto religioso o la validez de una producción intelectual acomodada y tibia, son algunos de los tópicos que, sin poses intelectuales ni cargados parlamentos, se ventilan en medio de una conversación y con una taza de té en la mano.

Si se asiste a Sueño de invierno (Winter Sleep, 2014) con la disposición de ver un relato de tres horas y solo diálogos, se podrá disfrutar en ella un impresionante buen sentido de la puesta en escena, donde todos sus elementos se dan con soltura, fuerza dramática y, sin parecer pretensiosa, con unas significativas ideas en discusión. Además, una puesta en escena en medio de ese frío entorno, pero “arropada” por un singular hotel que funge como acogedora caverna, un espacio que termina por complementar este relato intimista e inteligente.

El juicio de Viviane Amsalem, de Ronit y Shlomi Elkabetz

La mujer invisible

Oswaldo Osorio


Cuando se dice que el cine puede ser una ventana al mundo, esa expresión no se refiere tanto al aspecto turístico (lo cual hace muy bien ahora la televisión), sino que se refiere a unas esferas más cercanas que el paisaje o exóticas costumbres. El buen cine, en su compromiso con la verdad, la realidad y el humanismo, nos puede revelar lo más íntimo y profundo de una sociedad, para lo cual solo puede necesitar unos cuantos personajes y una habitación, como sucede en esta película.

Este filme israelí, que es escrito, codirigido y protagonizado por Ronit Elkabetz, cuenta una historia tan simple que uno en principio no entiende qué importancia puede tener eso: una mujer pide el divorcio y su esposo se lo niega. El juicio para dirimir esta situación tarda dos horas en la pantalla y varios años en la historia. Todo esto sin salir del estrado judicial.

Entonces el relato somete al espectador a un reiterativo y desesperante proceso que inicialmente parece muy estéril, pero a medida que avanza la kafkiana situación, atollada en lo que parece solo un tecnicismo jurídico y burocracia procedimental, se empieza a develar la intricada construcción de la sociedad israelí y la religión por la que se rige.

Cuando queda claro que una mujer no puede divorciarse sin el consentimiento del esposo, porque es una ley judía (en un país donde no hay matrimonio civil), es cuando se empieza a dimensionar los alcances de esta sociedad patriarcal y la condición de la mujer, arrinconada por los preceptos religiosos y su desventaja en cuanto a derechos civiles y morales frente al hombre.

Los testigos que van desfilando por el estrado amplían la información sobre las sutiles y complejas relaciones y condicionamientos de esta sociedad: La impuesta sumisión de la mujer ante el hombre, las férreas reglas morales, la gran inferencia de la religión en la vida civil y cotidiana, el deseo de imponer la tradición judía representada en la conservación de la familia aún a costa de la infelicidad individual, y la complicidad de los jueces (que son rabinos) en desatender esas voces que suplican ser liberadas de ese sometimiento.

Viviane es una mujer invisible, tanto ante su esposo en el plano cotidiano y afectivo (razón por la que se quiere divorciar), como ante las leyes del judaísmo, impuestas por hombres y aplicadas por hombres. Aún así la película no es del todo pesimista o desesperanzadora (como tantas que se han visto desde la perspectiva islámica, por ejemplo), pues de ella se destaca la voluntad y determinación de esta mujer, tan inamovible como la ley que combate.

La fuerza e integridad de Viviane Amsalem, firmemente comprometida por conseguir su libertad, es lo que sostiene la atención del espectador en un filme completamente árido argumental y visualmente, pero imponente en ese conflicto que va intensificándose, así como revelador por la ventana que nos abre a lo más íntimo y complejo de esa sociedad en particular.

Deuda de honor, de Tommy Lee Jones

La locura cruza el oeste

Oswaldo Osorio


Si bien esta película es un western  con todas sus condiciones, dadas por el tiempo y espacio donde se desarrolla su historia, así como por unas circunstancias sociales y visuales definidas por ese tiempo y espacio, también es cierto que propone unos personajes y conflictos que no son usuales en el género, lo cual la convierte en una película original, sugerente y reflexiva.

De manera que la hostilidad y adversidades propias del paisaje y la época son lo que dispara el conflicto de fondo y se sostiene como determinante de la trama, pero es el conflicto íntimo de los personajes y sus relaciones lo que marca la diferencia en esta historia, en la cual, luego de que tres mujeres enloquecen, una pareja se embarca en una larga travesía para llevarlas a su lugar de origen donde podrán ser mejor atendidas.

En un tortuoso y peligroso viaje de varias semanas, una mujer valiente y determinada, junto a un viejo que rescató de la muerte, lidian con el cuidado de las tres mujeres enfermas y tratan de darle sentido a sus vidas en un mundo que parece que no tiene nada para ofrecerles. Aunque sus caminos se cruzaron, viajan emocionalmente en direcciones opuestas: mientras ella quisiera establecerse en un lugar y formar una familia, él es un hombre errabundo sin apego alguno por nada en la vida. Este contraste es lo que enriquece su relación y carga de matices a cada uno de los personajes.

Deuda de honor (The Homesman, 2014) está dirigida por el actor Tommy Lee Jones, quien ya había recurrido al western con Los tres entierros de Melquiades Estrada (2005) para contar una historia de un largo viaje, pero el viaje solo es un recurso argumental que está en función de reflexionar sobre asuntos como la dura vida en el oeste norteamericano, el honor, la muerte y la determinación ante una empresa o cometido. Sin embargo, ambas películas también acusan un mismo problema en su relato, el cual a la larga termina por parecer excedido en duración y en los distintos amagues que hace para finalizar.

Pero lo que importa en este filme es lo que le ocurre a la pareja protagónica y las decisiones que toman. Lo que empieza siendo una valerosa misión llevada a cabo por el sentido humanitario de una decidida mujer, termina por ser el compromiso adquirido por un hombre en nombre de lo que es bueno y decente, de lo que es hacer lo correcto, sin que esto necesariamente implique unas virtudes morales en su comportamiento final.

Con un par de conmovedoras sorpresas que aguardan al espectador hacia el final, la película logra un serio estudio de personajes y sus circunstancias. Es una historia que nunca es lo que parece y de la que se puede reflexionar acerca de la condición humana, sin importar lo distante que se encuentre de nuestro aquí y nuestro ahora.

Mandarinas, de Zaza Urushadze

La guerra cítrica

Oswaldo Osorio


Toda película sobre la guerra es pacifista. Claro, esta sentencia excluye el cine de consumo, que tiende a ser guerrerista y apologético. Pero el cine que pretende ser reflexivo y de base humanista, no puede hacer otra cosa que alegar contra la crueldad y lo absurdo de la guerra. Así lo hace este filme producido entre Estonia y Georgia, el cual se desarrolla en la guerra de Abjazia (1992) y que confronta el sinsentido bélico con la ética irrefutable de un viejo que se halla en medio de ese conflicto.

Se trata de un argumento que ya se ha visto en películas como En tierra de nadie (1995) o Kukushka (2002), en el que dos enemigos, un checheno y un georgiano en este caso, terminan compartiendo el mismo espacio, por lo que la tensión constante y agresiones solo son contenidas por una circunstancia mayor a su odio: Sus heridas y el agradecimiento a un viejo estonio que les salvó la vida, mantienen la fragilidad de un ambiente que amenaza con explotar en cualquier momento.

La cosecha de mandarinas que el viejo y su amigo quieren recoger es la forma en que la historia da cuenta de una cotidianidad perdida y de ese bucólico paraíso que la guerra les arrebató. Por alguna razón que la película no explica (y que tiene que ver con una singular conexión cultural entre estonios y georgianos a pesar de no compartir fronteras), un pueblo de estonios termina en medio de aquella guerra y, aunque muchos se van, otros pretenden continuar con su vida, tomando el té y recogiendo mandarinas.

Pero la esencia de la historia está concentrada prácticamente en una habitación y en tres personajes, los dos enemigos y el viejo. Luego de este planteamiento, que aparece muy pronto en el relato, la verdad es que el asunto se hace bastante predecible, no solo porque es fácil leer los componentes de la situación y la dirección que tomará, sino también porque ya se conocen otras películas así, como las mencionadas antes.

Pero lo predecible solo le quita un poco de la emoción y la tensión que se produce por el roce y el conflicto entre los personajes, porque en esencia se trata de un relato bien construido, con una puesta en escena que hace de la sencillez una virtud, pero sobre todo, una historia de una gran contundencia en sus planteamientos éticos de cara a las arbitrariedades de la guerra y a su poder para trastocar la moral aun de los hombres más nobles y sensibles.

Una condición mínima para un buen relato, para una historia que quiere decir algo significativo sobre la vida o la naturaleza humana, es la transformación de sus personajes, pero una transformación que revele una verdad o el conocimiento al que acceden debido a las circunstancias. Este elemento es el más llamativo al final de la película, el más elocuente en su propósito y por lo que vale la pena ver esta película.

Mr. Kaplan, de Álvaro Brechner

El viejo y el nazi

Oswaldo Osorio


Los nazis ocultos en América Latina, por  lo general, han dado para algunos interesantes thrillers en el cine, sobre todo argentinos y brasileños. Esta película uruguaya usa este tema para proponer otro tipo de historia, la de un viejo judío que se empecina en cazar a un nazi que supuestamente vive en una playa cercana.

Entonces la propuesta narrativa y de puesta en escena de esta película, más que un thriller, está cerca de ese cine de personajes y de tono realista que ha sido en el que se ha destacado el cine del Cono Sur en los últimos tiempos, y al que Uruguay ha aportado significativos títulos como 25 watts, Whisky, Acné, Gigante, Tanta agua, entre otros.

Si bien la caza del nazi carga con el peso argumental, el énfasis del relato está en la relación del protagonista con su familia y, sobre todo, en las recientes dificultades por su condición de viejo. Así que, sin perder de vista el conflicto del nazi (que por momentos parece infundado), el conflicto real está en su lucha por conservar su libertad frente a los cuidados y dudas de su familia, así como en mantener una dignidad y lucidez que la vejez parece empezar a arrebatarle.

De manera que el relato permanentemente se está balanceando entre estos dos asuntos. De un lado, la historia del nazi, un poco ligera e inverosímil y muy en tono de comedia seria y absurda; y del otro, las serias adversidades existenciales del viejo. El problema es que el filme no se decide por lo uno ni por lo otro y la inconsistencia de género (pues no cuaja como drama ni como comedia) termina por desconcertar y hacer perder el interés en lo uno o lo otro.

Igual ocurre con otro componente importante del relato: el escudero que consigue el viejo para llevar a cabo su misión. Un personaje muy llamativo y emotivo, pero igual de ambiguo que la trama y el protagonista, pues al tiempo que está cargado de una jocosidad y un carácter casi caricaturesco que le quita peso, también arrastra un fuerte conflicto por su condición de fracasado y abandonado por su familia.

Habría que cuestionar, entonces, si el éxito que ha tenido esta película en su país y en parte de Latinoamérica, sea a causa de, justamente, ese término medio en que se ubica su propuesta entre, por una parte, la comedia ligera y un poco absurda y, por otra parte, un drama que reflexiona sobre la vejez, las relaciones familiares y las expectativas en la vida. El caso es que, al menos en la lógica de la construcción argumental, narrativa y de género, esa combinación solo puede ser asumida como errática e inconsistente, cuando no como complaciente con la amplitud de un público que puede pescar de un lado y del otro.

Chappie, de Neill Blomkamp

El niño gangsta robot

Oswaldo Osorio


Lo que nos hace humanos es la conciencia. Ese conocimiento de lo que somos y de las transformaciones que experimentamos. También es lo que nos da la individualidad y con ello la identidad. Es por eso que en los relatos sobre no humanos este tema es la cuestión esencial, en especial cuando se trata de la inteligencia artificial. Este filme es sobre un robot que adquiere conciencia, con todo lo que esto implica. Aunque también es una película de acción, con elementos de comedia y por eso muy entretenida.

El director sudafricano Neill Blomkamp, quien sorprendió en su debut con la originalidad de Sector 9 (2009) y luego dirigió un sólido relato de acción y ciencia ficción en Elysium (2013), ahora llega con una película que, aunque apela a un tópico bien recurrente en el cine, sabe darle la vuelta de tuerca para que no parezca que estamos viendo una historia repetida, como tan frecuentemente ocurre en el cine de género.

Sin duda hay un homenaje a la saga de Robocop, pues se trata de una historia donde la policía es asistida por androides que ayudan a mantener el orden y minimizan las bajas humanas (el homenaje se hace evidente con el robot antagonista, que es exactamente igual al de la serie de Hollywood). Pero en este tipo de historias siempre aparece los conflictos de, por un lado, la necesidad y confiabilidad del componente humano cuando se trata de máquinas que hacen la labor de los hombres, y por otro, los cuestionamientos éticos cuando se le otorga conciencia a esas máquinas.

Podría decirse, entonces, que se trata de un Robocop sudafricano, pero en tono juguetón y hasta fabulesco. Pero la gran virtud del director fue encontrar el acercamiento exacto a la historia de manera que no cruzara la línea de lo cursi o lo inverosímil. Por eso no es una película a la que hay que pedirle el grave realismo de la ciencia ficción convencional, sino conectarse con su trama entretenida y el divertimento que implica la idea de un robot niño que empieza a aprender desde cero, con todas las dudas, miedos y tropiezos propios de esa etapa.

Pero aún en ese tono juguetón y de cine de entretenimiento, el relato no está exento de los dilemas éticos que se desprenden del hecho de crear vida. La responsabilidad del creador por el destino de su creación, tanto en el sentido que le da a su existencia (lo que es correcto o incorrecto y su función en el mundo), como en la conciencia de la muerte, que es, como bien claro quedó desde Blade Runner, lo que diferencia lo humano de lo no humano.

La película cuenta con la participación de la pareja que conforma la banda sudafricana Die Antwoord, Ninja y Yo-Landi Vi$$er, muy conocidos por sus vistosos e impactantes video clips, y que prestan su estética para ambientar buena parte del filme, al cual, en definitiva, se le agradece que siendo cine comercial (fue la película más taquillera en fin de semana de su estreno en Estados Unidos), aun pueda contener elementos originales y estimulantes para los espectadores más atentos.