El último viaje de mi vida, de Jeremy Sims

A tres mil kilómetros de la muerte

Oswaldo Osorio

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Apenas introduce a sus personajes y el lugar donde viven (un taxista, su amante y sus amigos en un pueblo australiano) y el relato ya nos está diciendo que su protagonista va a morir. Se llama Rex y tiene cáncer, pero él quiere adelantársele a las miserias de la agonía. Por eso, en principio, parece una película sobre la eutanasia y el debate en torno a ella, pero eso casi que es solo una excusa, porque su historia habla de otros asuntos más hondos y emotivos que trascienden el drama de un desahuciado.

La narración está en clave de road movie, porque Rex decide viajar tres mil kilómetros adonde una doctora que tiene una máquina para practicar eutanasias. Como toda road movie, el viaje ayuda a transformar al personaje, tanto por las cosas que le pasan como por la gente que conoce en el camino. En este caso, a un díscolo jugador de rugby y a una enfermera (lo cual fue un conveniente facilismo del guionista). Así mismo, este recurso es una oportunidad para recorrer el paisaje australiano y contar unas cuantas cosas de su cultura.

A pesar del viaje transformador, resulta mucho más poderosa otra razón para determinar los acontecimientos y la naturaleza del personaje: el amor. Porque esta película en el fondo es una historia de amor, que se presenta apenas soterradamente al principio, pero que a medida que avanza la narración va volviéndose la razón de ser del relato, un motivo que cobra una mayor fuerza emocional que la propia sombra de la muerte y es lo que define ese gran giro final que sorprende gratamente y que le cambia por completo el tono e intención a la historia de desahucio que empezamos a ver.

También de fondo, y aprovechando el viaje, la película insistentemente da cuenta de un racismo que uno, en su ignorancia a veces solo informada por las películas, creía que era cosa de la sociedad estadounidense y sudafricana de hace unas décadas. Para eso sirvió Tilly, el jugador que acompañó a Rex la mitad del camino, para ver cómo era objeto de rechazos y comentarios racistas. Incluso el mismo Tilly se marginaba a sí mismo de ciertos lugares consciente de su excusión.

A pesar de los temas serios, como la muerte, el amor y el racismo, se trata también de un relato muy entretenido y con un inteligente sentido del humor, especialmente por vía de los diálogos y de algunos pintorescos personajes. De manera que no es de esas sensibleras historias que explotan el sentimentalismo fácil ante la inminencia de la muerte, ni tampoco un drama aleccionador sobre lo bello y valioso de la vida o sobre enfrentar la muerte con dignidad.

Es una conmovedora y divertida historia de amor, con un fondo de crítica social, algunos apuntes sobre el debate acerca de la eutanasia y la constatación de que el viaje y la distancia siempre pueden poner en perspectiva las cosas de la vida, aunque a la postre no se llegue a ninguna parte.

 

Últimos días en el desierto, de Rodrigo García

Dios y el diablo tienen sed

Oswaldo Osorio

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Hay tantas formas de referirse a Jesucristo y todo lo que ha representado para la historia y la espiritualidad de la humanidad, pero la mayoría de las películas que lo han abordado se han limitado a hacer literales adaptaciones del Nuevo testamento. A algunas excepciones en esa tendencia, como La última tentación de Cristo (Scorsese, 1988),  Jesús de Montreal (Arcand, 1989) o El hombre de la tierra (Schenkman, 2007), viene a sumarse este honesto, reflexivo e inteligente relato.

Casi ninguna relación tiene este filme con todos esos otros que han convertido a Rodrigo García en uno de los más importantes cineastas de algo que se podría definir como el “Hollywood independiente”. Cosas que dije con solo mirarla, Nueve vidas o Madre e hija, son filmes protagonizados por grandes estrellas de la industria, que hablan sobre la familia o la condición femenina y lo hacen con una admirable sensibilidad y elocuencia.

García rompe aquí con ese universo suyo y se adentra en una compleja reflexión espiritual, y para hacerlo usa como excusa el momento de la vida de Cristo cuando se va al desierto durante cuarenta días. Dice la Biblia que se fue empujado por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Así que el diablo, el desierto y una familia que Yeshua encuentra allí, son los elementos con los que este director indaga acerca de asuntos como la relación padre e hijo, la fe, la familia, la espiritualidad y el destino.

Todo esto ocurre teniendo a un personaje y un espacio como ejes narrativos y del conflicto: Yeshua y el desierto. El primero enfrenta una crisis espiritual antes de afrontar ese duro destino de ser el salvador de la humanidad, por eso duda de él mismo, de si quiere hacer ese doloroso sacrificio y si tiene la fuerza, pero también duda de su padre, a quien le hace los reproches que cualquier hijo haría; mientras que el desierto es un lugar de silencio y soledad, ideal para el encuentro consigo mismo, para combatir al demonio (los propios demonios), el ambiente ideal para la desorientación pero también para la iluminación.

De manera que en Cristo está definido un personaje completo y complejo: es la representación del bien y el mal (el mismo Ewan McGregor interpreta a Dios y al diablo), es la lucha constante entre su humanidad y divinidad, es la duda por su fe y por su misión en la tierra, y es la encarnación de las fortalezas y debilidades de cualquier ser humano. Y en el desierto tenemos, además de las mencionadas implicaciones simbólicas y para el personaje, una gran fuerza visual y como paisaje, un lugar que la fotografía de Emmanuel Lubezki supo explotar dramática y estéticamente.

También son un personaje y en espacio que determinan la construcción de un relato contemplativo, el detenimiento del tiempo, la alucinación y la introspección. Un relato que le exige al espectador tanto en su cinefilia y como en su espiritualidad, porque esta es una propuesta diferente, sin los facilismos anecdóticos de tantas adaptaciones de la Biblia, sino la película de un cineasta inteligente y profundo, a quien le gusta hacer preguntas sobre asuntos esenciales y dar opciones de respuestas en sus películas.

Las inocentes, de Anne Fontaine

La fe puesta a prueba

Oswaldo Osorio

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No hay una forma delicada de abordar esta historia: en un convento polaco varias monjas están en embarazo luego de ser abusados por soldados rusos al final de la Segunda Guerra Mundial. Un horripilante hecho, como solo la guerra sabe provocarlos, que apenas es la premisa argumental redactada por la vida misma, que no por un oscuro guionista, pero que realmente tiene su fuerza es en las consecuencias físicas, sicológicas y espirituales que deben padecer sus protagonistas.

El hilo conductor es una doctora francesa que trabaja en la Cruz Roja. Ser mujer le dio acceso al convento y también le permitió a la ya reconocida directora Anne Fontaine contar la historia con la sensibilidad y desde el punto de vista que los personajes y la situación requerían. De manera que es una historia sobre mujeres en un contexto de hombres en guerra y en una sociedad patriarcal que ni siquiera les permite ser víctimas, porque de todas formas serían juzgadas.

También es una película sobre la fe, o los esfuerzos por mantenerla aun en tan aciagos tiempos: “La fe es veinticuatro horas de lucha y un minuto de esperanza”, dice una de las hermanas. La pregunta que casi todo el mundo -creyente o no- se ha hecho al menos una vez en la vida -¿Por qué Dios permitió que sucediera eso?- se la hacen algunas de estas sufridas monjas. Otras se aferran a esa fe para olvidar el ultraje y sus consecuencias, esa cruz que no saben cómo llevar.

El relato y la construcción de personajes saben poner en juego las múltiples implicaciones de la situación. Está la culpa a pesar de ser víctimas, la impotencia de afrontar no solo lo vivido sino la encrucijada en que las dejaron, la desorientación espiritual, y también las decisiones morales correctas o incorrectas al tratar de solucionar la situación. Todo esto planteado de forma sutil pero con intensidad dramática, y apoyado en la construcción de una atmósfera de permanente congoja, la cual es enfatizada por la austeridad del convento y severidad del invierno.

El relato definitivamente se ve enriquecido por el punto de vista de la doctora, una mirada desde afuera pero no ajena del todo a esa calamidad, distanciada por no ser creyente pero ligada por la afinidad de la condición femenina, y con un carácter un tanto indolente pero comprometida con la idea de salvar vidas y ayudar a la gente. Por tanto, es un personaje que permite una visión equilibrada de una historia que pudo ser un drama lloricón o un relato de la crueldad, sin embargo, lo que se puede apreciar es una película, aunque dura, bella y conmovedora, donde aflora lo peor y lo mejor de la condición humana, una hora y cincuenta de desasosiego y cinco minutos de esperanza.

 

Mi gran noche, de Álex de la Iglesia

Dos estrellas y un figurante

Oswaldo Osorio

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Una vida ordinaria, la mala suerte y el traicionero mundo de la televisión y la farándula son mezclados con fuerza en un mortero rebosante de acción, humor negro y estropicio. Nada que no se haya visto antes en una película de este trepidante director español, por lo que resulta un relato harto entretenido y en muchos momentos lleno de ingeniosas imágenes, diálogos y situaciones, pero también una baraúnda de acciones que mantienen un débil equilibrio.

Ciertamente Álex de la Iglesia no pierde su estilo ni el ácido temple con que están hechos sus personajes e historias, pero sin duda hay películas que le han quedado mejor cocidas que otras, más redondas y contundentes: El día de la bestia, La comunidad y 800 balas son tres buenos ejemplos. En esta no hay tanta fortuna, pues los -al menos- tres conflictos y subtramas que componen el relato, no le permiten la cohesión y hondura para mantener uniforme el interés y la concentración del espectador.

Es la grabación de la noche vieja en la televisión y dos de los conflictos se reparten entre las dos estrellas de la canción invitadas, el joven símbolo sexual latino y una leyenda del espectáculo llamado Alphonso (con ph, como el mismísimo Raphael que le da vida). El tercer conflicto es el de un pobre figurante que cree encontrar el amor de su vida en una bella mujer, quien en realidad le trae mala suerte a todo el que se le acerca. Pero además de estos, está la huelga de empleados, la madre loca que abraza un crucifijo, el directivo corrupto y otra serie de pequeños enredos que se suceden en torno a esa grabación y personajes centrales.

También, por otra parte, parece que a este cineasta se le dan mejor los dramas –no exentos nunca de truculento humor negro- que las comedias, y esta es una comedia, mucho más ingeniosa en sus diálogos que en las situaciones o que en la comedia física, de hecho, la escena del gran clímax, definida por la comedia física, cuando todo se vuelve un caos, resulta más bien torpe visualmente y en su montaje. No se muestra en sintonía con la precisión e ingenio que tienen muchos otros pasajes.

La historia y los personajes retratados no tienen piedad con la crítica frontal y caustica que hacen de la televisión y de quienes trabajan en ella, tanto en la producción como la farándula. Se pone en evidencia toda su superficialidad, los desvergonzados artificios de cara a las cámaras, la envidia, la competencia desleal, el arribismo y la falta de humanismo y cordialidad. Es una jungla de luces, decorados y brillantes serpentinas. Aun el más noble e inocente, como el figurante enamorado, sale mal librado, por el patetismo con que es dibujado.

Divertida en general y entretenida en todo momento. Con encantadores y graciosos guiños para quienes conozcan a Raphael y sus canciones, así como rauda en su ritmo, el cual gana en intensidad por la simultaneidad de conflictos y la multiplicidad de personajes. Una película con los excesos que debe tener una obra de Alex de la Iglesia: impetuosa, incorrecta y rutilante.

Jimmy’s Hall, de Ken Loach

Un hombre sí hace la diferencia

Oswaldo Osorio

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Otra cinta más en que este indispensable director inglés plantea un alegato contra la desigualdad social. Buena parte de su cine se ha construido sobre esta idea, pero en situaciones y lugares diferentes. Este filme está por la línea de su muy elogiada El viento que acaricia el prado (2006), pero sin lo descarnado de la confrontación entre los dos bandos. Por eso se trata de una película bella y modesta, que le da una vuelta de tuerca a un mismo tema, pero sin excesos ni alaridos.

Es la Irlanda rural de los años treinta, y luego de estar diez años en Estados Unidos, Jimmy regresa a su hogar. Quiere volver a tener una vida tranquila y sin meterse en problemas, pero sus instintos y su ideología traicionan este propósito. Y es que él no solo es un campesino, sino también un hombre formado en las ideas del comunismo y un líder de su comunidad. Cuando vuelve a abrir el centro comunitario por el que tuvo que huir al exilio una década atrás, la historia se repite y sus problemas vuelven a empezar.

La diferencia es que ahora sus antagonistas no son aquellos irlandeses que están a favor de la unión con Inglaterra, ahora son dos instituciones históricas y poderosas: la iglesia y la propiedad. La primera ve como una amenaza las ideas comunistas de Jimmy y su trabajo con jóvenes en el centro comunitario. Y en este sentido Loach no es de ningún modo contenido y desecha cualquier sutileza en el tratamiento. El malo de la película es el cura, así de simple. Como si se tratara de una película de buenos y malos de Hollywood, ese lugar donde siempre se ha negado ir a trabajar. Igual sucede con los adinerados hombres dueños de las tierras.

Suele ocurrirle mucho en sus películas de crítica social. Inequívocamente toma partido por los más débiles y desamparados, por aquellos que oprime el sistema. Por eso en sus historias es mejor concentrarse, no en el conflicto entre ricos y pobres, poderosos y oprimidos, o izquierda y derecha, sino en la forma como construye a sus héroes proletarios y la manera como estos afrontan su lucha. Hay siempre en ellos una dignidad y entereza que inspira emotivamente ideas como fraternidad, solidaridad y libertad. Por eso, a pesar de que muchas de sus películas difícilmente pueden tener un final feliz, de todas formas se sale de ellas con la esperanza renovada.

De manera que en esta película de buenos y malos, los malos lo son hasta la médula (siendo una lástima que Loach renuncie a unos matices que podrían enriquecer mucho sus historias), mientras los buenos son seres queridos y entrañables. Por eso, a pesar del agridulce final, lo que queda en la memoria del espectador es el espíritu de su protagonista y esa semilla que dejó sembrada en los jóvenes que lo vieron hacerle frente a los poderosos y sus inequidades.

 

Julieta, de Almodóvar

La pérdida y la culpa

Oswaldo Osorio

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El universo Almodóvar cada vez se hace más intrincado emocionalmente y disperso argumental y dramatúrgicamente. Lejos están ya esas historias sólidas en su relato, llamativas en su puesta en escena y contundentes en lo que tenían que decir en torno a los personajes y sus sentimientos. Volver (2006) fue la última con estas características. Ahora hay que enfrentar, con una mezcla de expectativa y aburrimiento, la posibilidad de que este querido cineasta solo esté en una de sus búsquedas o que ya haya perdido su genio.

En esta película hay todo un rodeo, un poco lánguido y desordenado, para llegar a esas emociones intrincadas. La protagonista es, naturalmente, Julieta, joven profesora o madre enajenada por la tristeza, según el momento en que se encuentre el relato. Porque este salta del pasado al presente para poder contar el origen de los pesares de todos los personajes y luego desarrollar sus hondas consecuencias. Para hacer esto, el director español apela a una voz en off disfrazada de diario, un recurso que usa habitualmente, y que es lo menos convincente de su método para construir historias, por obvio y facilista.

El caso es que hay que soportar como dos tercios del relato para llegar a ese gran giro que empieza a darle otra perspectiva al drama y a los personajes. En el ínterin, el melodrama y las situaciones y personajes “de preparación” para el final de intrincadas emociones que he llamado aquí, se van dando con soltura narrativa, pero sin mayor fuerza ni mucho interés en términos dramáticos. Es posible tal vez prever que tanta materia prima argumental y emocional luego será usada para un fin más sólido e intenso, pero no por eso deja de ser un poco tedioso y desabrido el proceso.

Cuando llega el gran giro, realmente se puede ver a la protagonista con otros ojos, pues toda esa carga dramática y la tristeza inmensa que le cae de golpe cambian el ritmo y la atmosfera del relato. Incluso cambia la actriz. Y allí es cuando aparecen las soterradas emociones para las que don Pedro nos estaba preparando, en especial la culpa y el dolor por la pérdida. Pero también aparecen insólitas relaciones y sentimientos entre los personajes que no eran posibles prever. Y hacia el final, otro gran giro, que vuelve y revuelca esa marejada de profundas y complejas emociones, que apenas luego de salir de la sala se pueden digerir y dimensionar debidamente.

Esta película de Almodóvar, entonces, produce sensaciones contradictorias, en especial por las decisiones tomadas a la hora de construir el relato. La enorme diferencia que hay entre gran parte de la historia y su último segmento, dejan el bizco juicio: denigrarla o celebrarla, soportarla o emocionarse. Tal vez esté perdiendo el genio, como ya dije, igual que ocurrió con sus últimas películas, o probablemente esta dicotomía esté en la naturaleza de los textos de Alice Munro en que se basa, los cuales ya tendré que leer para saberlo.

La última lección, de  Pascale Pouzadoux

Morir de pie

Oswaldo Osorio

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Hay muchas películas sobre la eutanasia, pero casi todas sus muertes buscadas son a causa de enfermedades terminales o limitaciones físicas insalvables. Esta película francesa propone una variante interesante: ese motivo que impele a la protagonista a desear morir es simplemente la vejez. A partir de este interesante planteamiento el relato desarrolla un drama un poco edulcorado, pero que propone distintos puntos de vista de una situación en la que todos parecen tener la razón.

Madeleine tiene 92 años y, apenas a unos minutos de iniciada la película, les dice a todos que ya es hora de partir. Se los había anunciado hace años, y en un recurso dramático y argumental apenas obvio (como buena parte del filme), sus dos hijos asumen posiciones opuestas: la hija se demora en entender pero termina aceptándolo y el hijo se niega rotundamente y se resiente con su madre y su hermana. El contrapunto entre ambas posiciones es el conflicto que mueve el relato y lo hace de forma clara y eficaz.

No obstante, la historia está cargada de otros matices que la alejan de ese esquematismo general de su argumento y su conflicto, como la relación que hay entre madre e hija, que el relato construye desde la infancia con una serie de bellos flashbacks; también el pasado combativo y militante de la madre, así como la historia de su gran amor; aspectos que definen al personaje en toda su dimensión y justifican su radical decisión; pero especialmente, la película deja muy claros los argumentos sobre por qué es completamente razonable la idea de querer morir antes de caer a la cama por vejez y yacer allí por años, y lo hace tanto con diálogos como con imágenes y acciones.

La historia empieza con una lista de cosas que ya esta anciana no puede hacer y termina con una declaración de principios acerca de vivir con dignidad o morir cuando todavía esté de pie. En medio de esto pone en evidencia esa discusión ética de prolongarle obligadamente a los ancianos esas vidas que se sostienen en cuerpos desgastados y agotados; pero más aún, evidencia la posibilidad de que ese agotamiento no solo sea físico. Por eso el gran drama que sale a la luz aquí es que ellos casi nunca son los que tienen el poder de decidir sobre sus vidas.

En consecuencia, se trata de una película con una interesante variación sobre un tema recurrente, que además está planteado de forma inteligente, en la medida en que usa unos recursos esenciales del relato cinematográfico para desarrollar con elocuencia su premisa central; pero está armada también sobre una serie de elementos obvios y predecibles, así como endulzada por momentos con un tono sensiblero que no le hace justicia a esta mujer honesta y determinada, quien le hace frente a un mundo egoísta y regido por unos discutibles supuestos morales.

 

 

 

 

Nahid, de Ida Panahandeh

Otra mujer arrinconada

Oswaldo Osorio

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Otra vez las adversidades de la mujer en el cine iraní, otra vez un sutil pero contundente alegato contra su condición en aquella sociedad, otra vez el retrato de una cultura machista y patriarcal que arrincona a las mujeres en una cotidiana marea de limitaciones y pequeñas o grandes tiranías. Son muchas películas sobre esta situación, que cada vez se hacen más y hasta nos llegan con mayor frecuencia, y sin embargo, no podría decirse que está agotado el tema.

Claro, para quien conozca buena parte de los títulos con los que, por demás, se podría hacer un largo ciclo y de gran nivel, puede que esta película de la debutante Ida Panahandeh no parezca mucha novedad, pues tiene los elementos esenciales en los que se basan casi todas las demás, desde La manzana (1998), pasando por El círculo (2002), hasta Una separación (2011): ese realismo cotidiano que caracteriza al cine iraní de las últimas dos décadas, el relato contado desde el punto de vista de una o varias mujeres, la sistemática opresión por parte de la cultura patriarcal a sus derechos, no solo como mujeres sino como ciudadanas, y su deseo de hacerle resistencia a este sistema.

Habría entonces que buscar los puntos en que este filme hace la diferencia. Uno de ellos, es que ese realismo está menos signado por los tiempos muertos y más por las acciones cotidianas de una mujer que nunca está quieta, que siempre tiene un afán físico o emocional. En ese sentido, es un relato con un ritmo más constante y un argumento más “movido”, en cual la mujer con el nombre del título, a pesar de estar divorciada, no puede reiniciar su vida con el hombre que ama, pues su ex marido le quitaría a su hijo y se ganaría el desprecio de todos quienes la rodean.

También, y sobre todo, está la naturaleza de carácter de Nahid, pues no se trata del todo de la mujer subyugada por los hombres y las tradiciones, ni tampoco la libertaria que tendría una apologética visión de la resistencia femenina, sino que es un amasijo de contradicciones y salidas en falso, una mentirosa sistemática, obligada a serlo un poco por las circunstancias, pero también por lo que podría leerse como banalidad o egoísmo. En todo caso, se trata de un personaje con muchos más matices que las habituales protagonistas de estas películas y, en esa medida, resulta más compleja y hasta atractiva en el contexto de la historia.

Puede que este filme a muchos les diga lo mismo que les han dicho otros tantos relatos sobre el tema, pero habrá también para quienes resulte reveladora y significativa en ciertos aspectos, como por ejemplo, que a fuerza de ver tantas películas así, la conclusión que se saca a la primera no es ya tanto la evidente injusticia y desigualdad en la que viven estas mujeres, sino que ahora hay una sistemática consciencia de que esto ocurre y que se puede combatir y resistir, al menos haciendo películas, inspiradas en mujeres inconformes con lo que sucede y que, a su vez, pueden servir de modelo para otras en su condición.

Lista negra de Hollywood: Trumbo, de Jay Roach

Solo contra el mundo

Oswaldo Osorio

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Esta es una de esas historias en la que un hombre está solo contra el mundo. Ese mundo en este caso es Hollywood durante la época de la llamada caza de brujas, cuando cualquiera en Estados Unidos que tuviera o hubiera tenido aun una mínima relación con el comunismo, era sospechoso de traición y excluido del sistema social y económico del país. En el mundo del espectáculo esto se dio con especial saña, y Dalton Trumbo fue la figura más visible contra la que se dio esta persecución.

Este filme es lo se conoce como un biopic, una biografía cinematográfica, un esquema para el que Hollywood tiene ya su sistema y convenciones. En tal sentido, este relato no se aleja mucho de la probada fórmula. De hecho, su director Jay Roach es conocido por comedias juveniles y de vacaciones como las sagas de Austin Powers o Los Fockers. De manera que no hay gran inventiva ni especiales virtudes en la construcción del relato ni en la representación de este personaje y su mundo viniéndosele abajo. Hace justo lo que dicta el manual.

No obstante, el personaje mismo, ese rutilante y traicionero mundillo en que le tocó vivir y las implicaciones éticas e ideológicas de la situación, ya de por sí tienen la suficiente fuerza, interés e intensidad para hacer de esta historia un relato potente y cargado de connotaciones. El talento de Roach está en saber aprovechar estos elementos, por lo que la película adquiere las características de estos componentes, logrando un certero retrato de la Meca del Cine en esa época, de aquella histeria ideológica que obnubiló la conciencia estadounidense y de un hombre inteligente y de convicciones sólidas que le dio una lección al mundo.

Porque lo que sobresale en esta historia es, por supuesto, la personalidad de Dalton Trumbo, un guionista de éxito en los años cuarenta que no hizo lo que casi todos en su país: ocultar y negar cobardemente sus convicciones ideológicas cuando  se polarizó la política luego de la Segunda Guerra. Bueno, él y otros nueve, quienes conformaron los Diez de Hollywood, personalidades de la industria que fueron incluidos en la lista negra creada por el Macarthismo, con la vergonzante complicidad de todos los grandes estudios.

Y si la médula de la historia es el personaje de Trumbo, el vehículo para que esto fuera posible fue la certera interpretación de Bryan Cranston, quien permite una permanente conexión y empatía con el protagonista, aunque también es cierto que no hay muchos matices diferentes que contradigan la versión heroica y apologética que el relato hace del célebre escritor y guionista. Pero eso pierde importancia frente al hecho de que uno siempre agradece a esos personajes de la vida, que luego el arte idealiza y que logran inspirarnos con su actitud y su posición ante el mundo.

 

Historia con sabor a haikú

Oswaldo Osorio

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Hay historias que deciden juntar a excluidos de la sociedad para hablar tanto de ellos como de la sociedad misma. Se refieren a los primeros a través de la relación que van construyendo y a la segunda, generalmente, por contraste con ellos y en fuera de campo, criticando su naturaleza y funcionamiento, denunciando soterradamente su ignorancia e intolerancia. En este filme se unen tres de esos excluidos, un pastelero, una anciana y una adolescente, en una historia sosegada y sutil con lo que quiere decir.

Ver cine oriental siempre será una experiencia refrescante y diferente, porque maneja otros ritmos, otra sensibilidad con la imagen y otra lógica en su visión del mundo y de las relaciones. Todo eso está presente en esta película, en la que estos tres personajes se encuentran en una pastelería y terminan uniendo lazos afectivos por su carácter de excluidos: él tiene un oscuro pasado, la anciana una terrible enfermedad y la joven al parecer problemas económicos y familiares.

El relato está estructurado en dos partes bien definidas, en la primera, además de establecerse la conexión entre los personajes, se hace una bella y sensible mirada al amor y carisma con que se debe cocinar, en este caso un dulce de frijoles rojos. Así mismo, aflora esa siempre atractiva dinámica que se da entre el maestro y el aprendiz de un oficio al parecer minúsculo, pero que cobra significado si se afronta como un arte, casi como una filosofía de vida.

La segunda parte, tiene que ver con los prejuicios de la sociedad frente a los tres personajes, en especial por la enfermedad de la anciana, pero también por el pasado del pastelero y por la marginalidad de la joven. Y lo que en otro tipo de película podría parecer una falla, que este conflicto no se presente con demasiada fuerza ni intensidad, aquí se agradece que pase casi en fuera de campo, solo insinuado por las consecuencias, pues el tono del relato así lo demandaba. Hacer ruido con el conflicto era restarle fuerza a esa sosegada y entrañable relación que se tejía entre los personajes, así como entre estos y las cosas sencillas que los rodeaban.

Porque esas cosas sencillas están presentes en cada momento de la película. Sobresale especialmente la referencia permanente a los cerezos, a sus flores o a cómo el viento mueve sus hojas. La conexión con la naturaleza siempre está presente en el relato, una alusión emocional, estética y minimalista, justo como un haikú. Y ese espíritu se despliega en toda la concepción visual y narrativa del filme, propiciando un ritmo, más que lento, sereno, y unas imágenes sensibles y contemplativas, tanto con la naturaleza como con la cotidianidad de sus protagonistas.