Dos documentales colombianos:

Cicatrices en la tierra y Entre fuego y agua

Oswaldo Osorio

dosdocs

Nunca se habían estrenado tantos documentales colombianos en la cartelera como en los últimos años. Lo que antes era un imposible, pasó a eventuales excepciones, hasta ahora que puede llegar a ser un tercio de los estrenos nacionales. Es así como, con una semana de diferencia, llegaron a salas (alternas, por supuesto) Cicatrices en la tierra, de Gustavo Fernández, y Entre fuego y agua, de Viviana Gómez Echeverry y Anton Wenzel, películas que, muy concentradas en sus personajes, revelan de distinta forma una Colombia profunda, con sus conflictos y diferencias.

Cicatrices en la tierra acompaña a cuatro excombatientes de las Farc durante cuatro años luego del acuerdo de paz. Es un concienzudo trabajo que busca entender lo que ha sido una de las más importantes transiciones en la historia de nuestro país, encarnada en tres hombres y una mujer. Para ello los mira de cerca y se gana su confianza, mientras los recuerdos, las historias y las emociones van surgiendo y quedando registradas con naturalidad por la cámara. Por eso el espectador termina atrapado entre el sentir y la vivencia individual y un contexto que de alguna manera también lo afecta.

De ahí que este documental sea tanto una radiografía de emociones humanas como de un proceso lleno de esperanzas y adversidades. De los testimonios y la nueva cotidianidad de estos excombatientes, entre líneas, se puede leer una necesaria convicción de lo que hacían, la ilusión de una vida mejor y cierta frustración por un futuro incumplido. Por eso, una de las virtudes del documental es la gran diversidad de aspectos y matices que propone, porque este no es un relato de absolutos ni de claridades históricas o ideológicas, es la compleja red de razones y sin razones que se conjugan en un proceso que es lo que no debió haber sido.

Por otra parte, Entre fuego y agua tiene siempre en el centro de su narración a Camilo, un joven afro que es el hijo adoptivo de un apareja de indígenas quillasinga. En esta descripción, en la que convergen dos etnias y culturas, ya está planteado el gran conflicto de la película, que empieza, al menos en el relato, con el deseo de Camilo por encontrar a su madre biológica. Pero ese conflicto, nos damos cuenta paulatinamente, existe desde su infancia, y el trabajo del documental es darnos a conocer todas las connotaciones de esta desazón y búsqueda de identidad en que anda siempre inmerso su protagonista.

Pero además de Camilo, el documental se asegura de darle protagonismo también a la cultura y normas de esta comunidad indígena y a la laguna de La Cocha, pues tanto ese entorno humano como el geográfico son siempre el contrapunto al malestar de este joven, y ese contrapunto es el que le da vida a un relato que trasciende el mero problema de identidad de este joven y sabe explorar con sutileza otros temas, como la cosmogonía indígena, las relaciones familiares, la problemática territorial, los prejuicios o la connatural necesidad de conocer qué nos define y a dónde pertenecemos.

Clara, de Aseneth Suárez Ruiz

Dejar de morderse la lengua

Oswaldo Osorio

clara

Toda película es hija de su tiempo, tanto en su naturaleza creadora como en sus temas y posibilidades. Este filme se alinea con la actual tendencia del documental autorreferencial, con los cuestionamientos sobre la identidad de género y con el momento en la vida de la protagonista cuando ya no teme a que ciertas verdades sean reveladas. En este escenario y contexto propicios, la directora crea una obra intimista en su historia, reivindicadora en su tema de fondo y catártica para su personaje y la propia autora.

Recientemente, en el cine colombiano varias cineastas se han preguntado por sus madres, padres o abuelos y la relación con ellos: Carta a una sombra y The Smiling Lombana (Daniela Abad, 2015, 2018), Home: el país de la ilusión (Josephine Landertinger, 2015), Amazona (Clare Weiskopf, 2017), Después de Norma (Jorge Andrés Botero, 2019), Como el cielo después de llover (Mercedes Gaviria, 2020), Del otro lado (Iván Guarnizo, 2021), Las razones del lobo (Marta Hincapié Uribe, 2020).

Son tantas películas que se requirió un párrafo, pero era necesario mencionarlas para dar cuenta de esta fuerte tendencia discursiva a la que llega con su aporte Clara (2022). Coincide con las demás en esa inmersión en la historia familiar, en el carácter protagónico de la propia directora, en la revisión del pasado y la confrontación ante el lente y el micrófono de sentimientos y emociones que no se habían puesto de manifiesto o que se reviven para el relato, muchas veces con una incómoda cercanía para el espectador, que aquí hace de mirón con la anuencia de la cineasta.

Clara es la madre de Aseneth, la directora, quien, además, busca poder ser madre también. Por eso es una historia que se orienta hacia el pasado de la madre como el gran conflicto central, la relación entre ambas y la posible condición de madre de la propia autora. Son tres direcciones que se trenzan en un relato envolvente y cargado de interés, eso a pesar de ser una historia tan personal, tan privada.

A despecho del afiche, en el que se sugiere la vitalidad de una mujer mayor practicando un deporte, la de Clara parece una vida de amarga resignación a causa de la censura y casi represión a la que fue sometida por la sociedad y su propia familia, esto por una relación homosexual que sostuvo durante seis años. Por eso, lanzar jabalina a los casi setenta años y aceptar confrontar el pasado en el documental de su hija es una suerte de reinvención y saldada de cuentas con la vida para una mujer (que es muchas mujeres) que fue víctima del prejuicio moral y la cancelación social.

La directora, por su parte, está de principio a fin de la película en un protagonismo menos evidente en la imagen, pero más integral en su presencia: en la concepción del documental, la narración, la mirada, las preguntas y la subtrama de su ilusión de ser madre, la cual conecta emocionalmente con toda la historia que nos viene contando, una historia de evocación de su infancia, de reconstrucción de su madre y su familia, de reclamo por lo injusta que fue la vida con Clara y de hacer de su intimidad un relato universal al que por fin le llegó el momento de poder ser contado.

Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson

Our love is alive, and so we begin…

Cristian García

Escuela de crítica de cine de Medellín

lp

Licorice Pizza (2021) es una película atípica dentro de la filmografía de Paul Thomas Anderson. En sus anteriores películas las heridas de sus personajes los condenan a la soledad, a la súplica no escuchada, a la desazón de lo que pudo haber sido, a una puerta que se abre a la redención –y no necesariamente se cruza-; la fragilidad de sus almas los impulsa a lanzarse obstinadamente a la tragedia. Claro que hay rarezas como la alucinante Inherent Vice (2014), una película que, por ahora, resulta incomprensible para mí. Pero que aún conserva la ruina y corrupción como algunos de sus temas. En su nueva obra, el director estadounidense se decanta por un aire optimista, nostálgico y esperanzado. La jovialidad yace en el espíritu de los dos protagonistas de Licorice Pizza.

La historia ocurre en Los Angeles en los años setenta y trata sobre la relación entre Gary Valentine (Cooper Hoffman), un exitoso actor infantil y estudiante de secundaria, y Alana Kane (Alana Haim) una chica diez años mayor que él que no tiene claro qué hacer con su vida. Ahora, si bien la película anterior de Anderson también se centraba en una relación de pareja, no tardaremos mucho en reparar que la relación en Licorice Pizza difiere mucho en su naturaleza y contexto a la de Phantom Thread y, además, en la formalidad cinematográfica con que el director estadounidense la narra.

En la primera escena se da el esperado “meet cute” -propio de las películas románticas del tipo chico conoce chica- entre los protagonistas: Gary está a punto de tomarse la foto escolar y Alana trabaja para el fotógrafo. Su interacción inicial consiste en que Gary, con una confianza en sí mismo envidiable, invita a salir a Alana y la reacción incrédula de ella ante la invitación a cenar de un adolescente. Esta conversación inicial hace evidente la “química” de este par de actores debutantes, en solo unos segundos dotan a sus personajes de rebeldía, personalidad, seguridad y candidez. Son personajes llenos de vigor. La respuesta de Alana a la invitación es inicialmente una negativa que se tuerce hacia un “tal vez” sobre el final de su interacción y nosotros, al igual que Gary, sabemos que esta no es la última vez que se verán.

El filme se impulsa sobre este primer encuentro hacia la inexperiencia, la rebeldía e ingenuidad propias de la juventud, para alzarse en un tono juguetón y nostálgico que abraza el relato. Y hablando de nostalgia, dado el contexto de tiempo y lugar, resulta imposible no relacionarla con Once Upon A Time In Hollywood (Tarantino, 2019), con su espíritu de “hangout movie” que recorre una ciudad glamurosa y libertaria. Así pues, la época, lo jovial, la importancia de la música y los personajes irreverentes hacen que ambas películas se hermanen en espíritu. Aunque, a diferencia de como se hizo con Cliff Booth en Once Upon A Time In Hollywood, no se hace tanto énfasis en manejar despreocupado por la ciudad escuchando los hits de la radio, sino en el correr. Por medio de constantes travellings veremos a Gary y Alana correr. Corren juntos y a su encuentro, y más allá de ser una consecuencia de la ausencia de gasolina que padece la ciudad en ese momento, es una forma de desvelar su afecto. Puesto que cuando corren con mayor intensidad es cuando ven que el otro está en peligro o necesita ayuda.

Ahora, si bien la relación inicia con el empuje terco del vigor juvenil, también es cierto que transita las amarguras y decepciones propias del amor y, ya que estamos, de crecer, de ser más consciente del mundo. La intromisión de otros intereses románticos, los líos laborales y los encuentros con adultos pueriles suponen obstáculos que derivan en desilusiones y revelaciones. Bien sabemos que los caprichos momentáneos no son ajenos al romance juvenil; de modo que la relación también es un constante va y viene que por momentos roza la rivalidad. La finalidad de la relación es incierta, Gary y Alana no se establecen como novios, ni siquiera como amantes, pero no por ello es una relación a la que le falte el juego de sus egos, los celos y lo pasional.

Como mencionaba anteriormente, los encuentros y desencuentros de la pareja se ven entrelazados con los adultos que conocen en distintas circunstancias. Todos son delirantes. Algunos peligrosos, otros son estrellas embriagadas que no pueden olvidar sus viejos días de gloria; otros te llevan a ser la “tercera rueda” cómplice de una pareja oculta. El cúmulo de todos estos encuentros puede dar la sensación de que la trama principal se descuida, que deambulamos de situación en situación de manera arbitraria sin un hilo conductor fijo, que estos encuentros son una especie de estorbo para nuestro interés de ver interactuar a los protagonistas; pero al final, ya sumados todos los pequeños relatos de estos encuentros, podemos mirar atrás y ver que estas anécdotas definieron de una forma u otra las facetas de la relación entre Gary y Alana.

El peligroso encuentro con Jon Peters (Bradley Cooper), por ejemplo, deriva en la realización de Alana de no querer más esta senda de “aventuras de niños” y la llevan a fijarse en otro hombre buscando madurez y conciencia social y política por el mundo. O los constantes cambios de trabajo de Gary dan cuenta de inestabilidad social y personal. Es decir, son anécdotas, sí, pero subyacen deseos que no son tan claros para los protagonistas. Exponerse a lo mundano de la vida puede revelar lo que somos y lo que deseamos.

Cabe resaltar que algunas de estas anécdotas dan cuenta más del contexto de la ciudad o de una industria (como la del cine o la venta de colchones de agua) que de la relación en sí. No obstante, estos temas subyacentes no son abarcados con mucha profundidad. A lo sumo son ecos, señales de prácticas del mundo del entretenimiento, el show business, o se resumen en indicadores de tendencias y creencias de la época. Y es que no podemos dejar de considerar que algunas de estas anécdotas bien pueden responder al mero capricho del guionista. Anderson bordea otros temas, pero sabe bien que la fuerza del relato está en Alana y Gary.

Para los que nos gustan películas previas del director como Boogie Nights (1997), Magnolia (1999) y There Will Be Blood (2007), es comprensible que echemos de menos un Paul Thomas Anderson más cruel, trágico, que lleva a sus personajes a la inevitable autodestrucción o a la redención catártica y que, al hacerlo, nos estremece con relatos fascinantes. Licorice Pizza, por su parte, es más optimista, conserva el entusiasmo de la pareja sin dejar de lado los desencantos de las relaciones y del mundo. Licorice Pizza es como una primera cita de adolescentes con alguien que nos gusta: torpe, emocionante, incoherente, caprichosa, musical, imperfecta. Pero, si entras en su juego, al llegar a casa y reparar que tenemos una sonrisa socarrona, es claro que hemos vivido algo que sabemos vamos a recordar por mucho tiempo, o para toda la vida.

Hilo de retorno, de Erwin Goggel

La vigencia de un relato

Oswaldo Osorio

hilode

No es posible hablar de esta película sin referirse a Retratos en un mar de mentiras (Carlos Gaviria, 2010), pues se trata de una nueva versión que comparte un material base y propone algunos cambios, unos más sustanciales que otros. Aunque un espectador que no tenga fresco el recuerdo de la primera puede que crea estar viendo la misma película, lo cierto es que sí es evidente esa diferencia de miradas que hace más de una década llevó a la decisión entre director y productor de hacer cada uno su propia versión.

La historia de Gaviria da cuenta del viaje de dos primos desde Bogotá a un pueblo del Caribe, luego de la desmovilización de los paramilitares, para reclamar las tierras de las que su familia fue desplazada. La falacia de este proceso está en el centro de ambas versiones, pues lo más concreto de esta historia es su denuncia de esa violencia que permanece arraigada en los campos de Colombia luego de estos acuerdos, ocurrió entonces con los paramilitares y sucede ahora con las FARC.

Esta vez aparece Goggel como director, su película dice que está basada en un guion original de Carlos Gaviria y las diferencias más importantes que propone son dos: la primera, es el énfasis que hace en el punto de vista de la joven Marina (Paola Baldión) y le resta protagonismo a su primo Jairo (Julián Román). La consecuencia de esto es un significativo cambio de tono del relato, el cual resulta más serio e introspectivo, recalcado por las reflexiones en off de Marina, así como por la música, ahora de Santiago Lozano, más sosegada y evocadora.

La segunda, es un poco más espinosa, porque puede poner en cuestión el sesgo ideológico que cada director le quiso dar. En Hilo de retorno, en principio, se hace más evidente la relación de esta familia con la guerrilla, razón por la cual fueron asesinados y desplazados por los paramilitares. No obstante, en unas escenas adicionales del final, Marina, entre gritos, cuestiona esa relación. Pero, pasando por encima de matices, es posible pensar que violencia es violencia y que las víctimas siempre van a ser esas que están entre el fuego cruzado de los actores armados. Esa ha sido la historia de este país durante décadas y el cine nos lo recuerda constantemente.

Tal vez lo que le pesa más a esta versión es que, luego de once años en que el cine nacional ha incrementado el nivel en su factura, a estas imágenes se les nota el paso del tiempo. Pero de todas formas, se agradece la segunda oportunidad que tiene esta historia, la cual mantiene la fuerza y vigencia de las premisas que propone acerca de la violencia y el conflicto en Colombia, independientemente de los cambios entre la una y otra.

Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson

De amores esquivos

Oswaldo Osorio

licorice

Unir relatos de juventud con su contextualización en épocas pasadas es una certera garantía de evocadora y entrañable nostalgia… aunque sea nostalgia ajena. Uno de los mejores directores (para muchos el mejor) de las últimas décadas en Estados Unidos, Paul Thomas Anderson, crea con esos elementos su película más cálida y desenfadada, por no decir la más ligera. Para bien o para mal, hace un coctel (o una pizza) con una base sólida pero aderezada con heterogéneos componentes que pueden o no funcionar.

Corre el año de 1973 y Gary, un aventado y emprendedor quinceañero, conoce a Alana, una joven diez años mayor que él, y se crea entre ellos una conexión con los altibajos propios de la amistad, la juventud, la diferencia de edad y el amor no correspondido. La película no propone un argumento convencional, sino que la historia es más bien la aventura de esta relación, dispersa en una serie de actividades que desarrollan los protagonistas.

Para ella es una historia de amistad, mientras que para él es una historia de amor, y entre tanto concilian esta diferencia pasan el tiempo juntos, sobre todo, tratando de hacer dinero. Por eso es que este doble componente, el afectivo y el vocacional, puede definir la percepción que se tenga de ellos y de la película.

En el primer caso, su elusiva y agitada relación es, sin duda, la premisa que más le importa a su guionista y director. Su empeño para desarrollarla comienza con la elección de una pareja de actores cuyo aspecto y actitud forjan ese gran carisma que tiene su relación, la cual se manifiesta en el permanente juego de seducción oculto siempre tras un insostenible desinterés, la tensión romántica alternada con desprecio, los celos encubiertos, el gozo de pasar el tiempo uno al lado de la otra y la convicción –de él, de ella y de los mismos espectadores– de que terminar juntos parece inevitable.

Por otro lado, hay algo de repelente en esta pareja, no solo por lo odiosos que pueden ser tanto entre ellos mismos como con quienes los rodean, sino que, de fondo, lo que siempre los mueve es el interés propio y la constante búsqueda del beneficio material. Él permanentemente está buscando crear empresa, aun por medios poco éticos; mientras que ella, básicamente, es una arribista, lo dice agritos claramente en una línea de diálogo, eso a pesar de su –no muy convincente– conciencia política del final.

Por último, aunque no es necesario que una película tenga un argumento, sino que puede estar compuesta por una sucesión de situaciones, como ocurre en esta, resulta más difícil lograr una cohesión entre todo el material. Sucede en este caso, pues parece que se alarga innecesariamente y hasta le sobran secuencias enteras (como toda la de Bradley Cooper), eso sin contar los momentos o giros gratuitos y hasta inverosímiles, como el arresto de Gary o la escena del camión en reversa.

Entonces, a pesar de no ser una obra redonda y contundente como otras de su filmografía (Boogie Nights, Magnolia, Punch-Drunk Love, Petróleo sangriento) Paul Thomas Anderson nos entrega una pieza con un especial magnetismo en sus imágenes, sus personajes y en esa esquiva historia de amor que termina por definir todo el relato. Es una película juguetona, con humor inteligente, más adolescente que adulta y, en definitiva, entrañable.

 

Spencer, de Pablo Larraín

La princesa se desmorona

Oswaldo Osorio

spencer

Larraín lo hizo de nuevo, pero esta vez subió la apuesta. De nuevo hizo el biopic de una mujer que en suerte le tocó acompañar al poder y ser reflejo de él. Después de dirigir películas en su Chile natal como Tony Manero, Post morten y El club, vimos con escepticismo que se iba a Hollywood a contar la historia de Jackie Kennedy, pero el retrato que hizo, centrado en solo los días subsiguientes al asesinato de su esposo, resultó ser meticuloso, complejo y lleno de connotaciones.

Ahora se aventura con un personaje femenino aún más icónico y sobre quien recayó siempre la sombra del poder al que decidió acercarse. Pero como en Jackie (2016), Larraín con Lady Di no optó por un biopic convencional, pues de nuevo le apostó a dibujar a su personaje en el marco de unos pocos días, en este caso tres, que fueron durante los cuales se llevó a cabo un encuentro navideño de la familia real británica.

Desde el mismo título, el apellido original de la princesa Diana, la película decide la forma como va a abordar al personaje, esto es, definiéndola desde sus raíces y en su voluntad de recuperar su identidad al margen de la familia de su esposo. Y es que, efectivamente, en estos tres días Diana es un ser marginal, pues ya no pertenece a ese mundo de cuento de hadas que a millones de personas emocionó al momento de su matrimonio.

Por eso el relato se centra en ella, en su introspección, su turbulento diálogo con el pasado y el desmoronamiento del que todos son testigos. Para dar cuenta de esto, la película cuenta con tres potentes recursos, el primero, la interpretación de Kristen Stewart, cuyo gesto actoral encaja acertadamente en esa actitud que siempre se le vio a la princesa; el segundo, es la música (con efectos sonoros y todo), a veces demasiado enfática para recalcar su malestar y desestabilización, pero de todas formas eficaz con lo que se buscaba; y el tercero, aislar al personaje y desarrollarlo en ese momento crítico y coyuntural.

En este tercer aspecto está la clave del planteamiento del guion y de la puesta en escena, pues ella apenas si tiene un par de cortos diálogos con la reina y el príncipe, algunas interacciones con sus hijos y cierta conexión con tres personas del servicio. Con estos últimos es que se logra desentrañar y confrontar muchos de los conflictos y dilemas de la protagonista. Pero, en realidad, gran parte del relato (y de la apuesta) es observarla en su solitaria lucha por sobrevivir a su entorno y al angustioso proceso para desprenderse de él. Para tal propósito, el referente de Ana Bolena resultó muy elocuente y con fuerza, tanto para el personaje como para el relato, así como las escenas de delirio y ensoñación.

Entonces, este biopic no es un cronológico cuento de hadas con su final infeliz, es solo un fragmento de vida de una mujer y sus circunstancias, con el cual un director inteligente supo dar cuenta, con tanta potencia como sutileza, de las aflicciones de una princesa y el peso que cargaba, pero también de la naturaleza de esa, que no familia, sino institución milenaria de la que hizo parte.

Entre la niebla, de Augusto Sandino

Una experiencia para sentir y pensar

Oswaldo Osorio

entrela

A pesar de los grandes problemas que tiene Colombia con la vulneración de su medio ambiente y sus ecosistemas, no hay un cine de ficción que hable de ello, y aunque documentales sí, no son tantos como debería. Bueno, pero decir que esta película es sobre ecología es reducirla a uno solo de sus tópicos, pero bien sirve como punto de partida o articulador de, más que una historia o narración, una experiencia cinematográfica cargada de sugerentes y provocadoras imágenes, simbolismo, poesía y un protagonista difícil de olvidar.

Aunque, en realidad, es una película con dos protagonistas, uno es F, este singular guardián y sobreviviente de esos parajes; y el otro, es el páramo de Sumapaz, con su particular paisaje y su espesa niebla. Es este espacio el que, sin duda, define mucho de esta obra, desde su concepción visual, pasando por la forma como interactúa F con ese paisaje, hasta los conflictos de fondo que cruzan dicho territorio.

Augusto Sandino, que ya había realizado Suave el aliento (2015), un relato compuesto por tres historias que respiran un pausado realismo cotidiano, le apuesta esta vez a explorar visual y sensorialmente ese espacio que tanto significado tiene en relación con la vida y las condiciones límite. Un paisaje de agua, frailejones y niebla que le dio la posibilidad de crear un universo que muta de lo fantástico a lo surreal y a lo poético.

La película crea allí una atmósfera en permanente transformación, donde puede ser de día o de noche, luminosa u opaca, etérea o trivial, misteriosa o anodina. Y en consecuencia con eso, es como si F asumiera distintas personalidades, por lo que es tal simbiosis y el diálogo material y sensorial entre ambos protagonistas, hombre y paisaje, lo que crea ese lenguaje con el que el filme nos habla, un lenguaje que no es el del relato ficcional, mucho menos el de la narrativa clásica, sino el de la performancia, el delirio, la extravagancia, la anomalía, el extrañamiento y el lirismo.

Se trata de una experiencia (y hay e insistir en que esa es su relación con el público) que juega con los extremos, pues al tiempo que puede plantear imágenes o situaciones transgresoras y hasta desagradables, como algunos momentos de F con su padre o ese cunnilingus con las frutas; también puede haber circunstancias angustiantes, como ocurre cuando la banda sonora ataca con sonidos de guerra; o pasajes que buscan transmitir lo sublime de ese ambiente de vida o la belleza del siempre inquieto velo blanco que se mueve entre el follaje y la montaña.

Por eso es una película que habla con esas imágenes y atmósferas, pero muy poco con diálogos, aunque eventualmente llega el texto a socorrer al sentido del filme de tanta sugerencia y abstracción, textos que se refieren más concretamente a las problemáticas de violencia y amenaza al medio ambiente que ha padecido aquel páramo, y lo pueden hacer tanto poética como reflexivamente. Porque la película hace posible ambos procesos, tanto el sentir como el pensar.

Todo sobre los Ricardos, de Aaron Sorkin

Te amamos, Lucy

Oswaldo Osorio

ricardos

Hacer una biografía cinematográfica siempre trae retos, y tal vez el principal es no ser muy obvios con cronologías e ilustraciones planas. Antes que director, Sorkin es un reconocido guionista de Hollywood (Red Social, Moneyball, Steve Jobs) y como tal se aseguró de que su película contara con una forma de presentar los eventos de manera diferente, haciendo que el cómo fuera tan atractivo como el qué.

Y es que lo que debía contar ya era bien atractivo de entrada, pues se trata de la biografía de la primera pareja de famosos de la televisión: Lucille Ball y Desi Arnaz, protagonistas de la exitosa serie de los años cincuenta I Love Lucy (1951 – 1957), en la que esta actriz demostró ser una de las grandes comediantes de todos los tiempos. Todo sobre los Ricardos (Being the Ricardos, 2021) está interpretada por Nicole Kidman y Javier Bardem y se acaba de estrenar en Prime Video.

La propuesta de Aaron Sorkin, para no hacer otro soso biopic más sobre famosos del espectáculo, fue centrar toda la historia en una sola y crítica semana, esa en la que Lucille Ball fue acusada de pertenecer al Partido Comunista, esto en el contexto de la infame “cacería de brujas” que se diera por aquella época en su país. En torno a esta semana aglutinó otra serie de asuntos cruciales, como las dudas sobre las infidelidades de Desi, los absurdos tabúes morales de la sociedad estadounidense (como no poder mostrar a una mujer embarazada en televisión), las dinámicas y tensiones al interior de una producción televisiva y el genio cómico de Lucy, el cual no se limitaba al humor físico sino a toda una concepción orgánica de la comedia hecha para las cámaras.

Adicionalmente, cada situación de esa semana fue pensada para hacer alusión a un momento del pasado y, así, contar apartes esenciales de la historia de la pareja. De esta manera, el relato sabe suministrar los acontecimientos vitales más representativos de los personajes y también profundizar en sus conflictos y en la naturaleza, no solo de ellos, sino de su contexto histórico. De esto resulta un retrato lúcido y crítico de unos personajes, un medio y una sociedad.

Hay que resaltar que, como muchas películas de los últimos años, esta se perfila hacia el empoderamiento femenino como un importante subtexto, pues el éxito y personalidad de Lucy es la excusa perfecta para poner en evidencia la posición de la mujer en esa industria y en la sociedad en general. A partir de esta línea se desarrollan algunos de los mejores diálogos y situaciones de un relato que, insistentemente, está poniendo en cuestión toda una serie de valores -históricos y actuales- de la cultura estadounidense.

Hay que agregar, por último, que ese esquema de “una semana en la vida de… aderezada con flashbacks”, también sirve para concebir un paquete narrativo y visual entretenido y muy variado, pues pone en juego contrapuntos como el color con el blanco y negro, el drama con la comedia y los guiños ingeniosos con la reflexión profunda.

No miren arriba, de Adam McKay

Qué risa el fin del mundo

Oswaldo Osorio

nomiren2

El mundo no se va a acabar con una explosión sino con un sollozo, decía T.S. Elliot, pero en este filme las dos opciones son válidas y podría decirse que, justamente, su premisa es dar cuenta de ambas formas de ver la vida, o en palabras de la película, están los que miran arriba y los que no miran. Esto la hace una película de rangos amplios en sus recursos y argumentos, también de contrastes, empezando por los tonos a los que apela: drama, comedia, sátira, farsa, película de denuncia, en fin. Incluso es de esas cintas que se aman o se odian.

No miren arriba (Don’t Look Up, 2021) es la tercera película “seria” de Adam McKay, guionista y director de comedias asociado a Will Ferrell desde sus tiempos se Saturday Night Live y con otros largometrajes de acción y humor hechos en compañía de este actor. Pero con La gran apuesta (2015), Vicepresidente (2018) y esta nueva pieza, se ha decantado por abordar grandes temas de la sociedad estadounidense para exponerlos y comentarlos de una singular manera, combinando esos tonos mencionados antes. En la primera, denuncia las causas de la crisis económica del 2008; en la segunda, pone en evidencia el poder tras el poder que había en la administración de G.W. Bush; y ahora, hace lo propio con la política, las corporaciones, los medios y la sociedad del Tik Tok.

Se trata de la historia de un par de científicos que descubren que un cometa acabará con la tierra en menos de siete meses. Se lo hacen saber inmediatamente a la presidente de Estados Unidos y a los medios, pero, sorprendentemente, no les hacen caso y, luego, tanto políticos como empresarios y medios aprovechan la situación para redituarla en intereses privados. La sátira contra estas entidades, entonces, puede resultar demoledora, no obstante, igual que les ocurre a los científicos con su descubrimiento, por la forma en que la película dice sus verdades, puede también tener problemas de credibilidad y eficacia con cierta parte del público.

El primer problema es todo lo que se alarga. La premisa queda clara desde muy temprano y el desarrollo del debate sobre si se va acabar el mundo o no y cómo lidiar con ello se estira más de la cuenta. Pero bueno, ya asumiendo esas dos horas y media, la clave está en disfrutar de la cantidad de elementos, temas, tonos, recursos, personajes y matices que propone la película, pero solo hay que mencionar los principales: El oportunismo y corrupción de los políticos, el poder y la voracidad de las corporaciones (en especial las tecnológicas), la frivolidad y artificialidad de los medios, y la ignorancia rampante de la sociedad de masas y su vulnerabilidad ante las manipulaciones de los tres actores anteriores.

El de McKay es un cine (este último) que no se inhibe de ser y posar de inteligente e ingenioso. Como sea, logra su objetivo con eficacia, esto es, a partir de una excusa argumental, abordar temas serios y polémicos de la vida estadounidense, para dinamitarlos y exponerlos con gran variedad de recursos, no importa si tiene que apelar al drama, la comedia, el absurdo o el obvio discurso expositivo. El caso es que no se sale indemne de las películas de este señor, ya sea para bien o para mal.

Una película de policías, de Alonso Ruizpalacios

Las mentiras de la verdad

Oswaldo Osorio

peliculadepolicias

Aunque en la gran industria mediática y de entretenimiento el documental y la ficción se mantienen claramente diferenciados, cuando se trata del cine de autor, sus límites no solo se confunden o se borran, sino que desatenderlos se está convirtiendo en una fuerte tendencia, pues permite probar a una serie de recursos narrativos y dramáticos que terminan enriqueciendo los relatos y le dan una mayor contundencia a esa “verdad” que, en últimas, toda película busca transmitir, ya sea un documental o una ficción.

Al director mexicano Alonso Ruizpalacios ya se le conocía su talante de contar historias relacionadas con la realidad por sus dos primeras películas: Güeros (2014) y Museo (2018). Pero en esta Película de Netflix no basa su relato en contexto real, como en la primera, o apela a un conocido hecho de su país, como en la segunda, sino que directamente se sitúa en la realidad de la que quiere dar cuenta y que anuncia sin ambigüedades en su título.

Y a partir de aquí, es necesario develar un giro inesperado de la película: esa pareja de policías que sigue la narración tan concienzudamente durante una hora, al cabo de este tiempo revela que son actores… pero que, efectivamente, llegaron a ser policías, iniciando desde la academia y todo. Entonces el tono y el código del relato dan un vuelco ante la momentánea desorientación del espectador, por lo que empiezan a surgir preguntas: ¿Es documental o ficción? ¿Es un falso documental? ¿Tal vez sea periodismo Gonzo? ¿Hay que creerle a Mónica del Carmen y Raúl Briones, los actores, o a Teresa y Montoya, los policías?

Posiblemente algunos espectadores se sientan engañados, otros no sepan qué creer de lo que han visto, pero lo más probable es que, quien tenga paciencia con el resto del relato, se dé cuenta de que lo importante no es tanto la peripecia narrativa utilizada (eso solo interesa a los cinéfilos), sino ese universo que la película, a través de sus personajes, logra construir con riqueza de detalles, información verosímil y hasta momentos de gran fuerza dramática.

Y aunque este texto, que ya casi termina, se ha centrado es en esa peripecia narrativa que ingeniosamente sabe combinar documental y ficción, lo cierto es que la película de principio a fin habla de lo que es ser policía en México, desde la naturaleza misma de los oficiales, pasando por la consabida y enconada corrupción, hasta los grandes problemas estructurales que tiene la sociedad mexicana y que se reflejan y revelan en el funcionamiento de esta institución y en el día a día de estos agentes que recorren el país.

Y aunque el texto se ocupó más que de la forma que del fondo, esto debe ser porque muchas de las realidades de que da cuenta la película ya, en mayor o menor medida, son familiares para el público, pero la forma de dar cuenta de ello resulta, no solo novedosa, sino que, por contar con los recursos combinados de la ficción y el documental, es posible que resulte más contundente y elocuente.