X500, de Juan Andrés Arango

Encajar, madurar y resistir

Oswaldo Osorio

x500

Tres historias separadas en sus argumentos, contadas de forma alternada, pero que tienen en común a unos personajes, su condición y circunstancias. El director colombiano Juan Andrés Arango ubica estas historias en Ciudad de México, Buenaventura y Montreal, tres ciudades que no podían ser más diferentes entre sí, pero que terminan siendo universos similares para estos tres jóvenes que se enfrentan cada uno a sus respectivos contextos, arrojando como resultado un relato duro y reflexivo sobre la identidad, el sentido de pertenencia y la transición de la juventud a la adultez.

La historia de David es la de un joven campesino de ascendencia indígena que viaja a Ciudad de México luego de la muerte de su padre. El choque con la gran urbe es rotundo, incluso se enfrenta a dos mundos muy distintos, el de sus amigos punkeros y el de las pandillas del barrio donde se aloja. Entretanto, Alex regresa a Buenaventura después de haberse ido como polizón a Estados Unidos, y aunque lo que quiere es ser pescador, en el camino de conseguir un motor termina trabajando como soldado para la mafia local. Mientras que en Montreal se encuentra María, quien llega de Filipinas tras la muerte de su madre, y a pesar de que su abuela le tiene un futuro planeado, ella opta por la rebeldía propia de una adolescente confundida.

Como se puede apreciar en estos planteamientos argumentales, la película bien pudo ser tres cortos contados uno tras otro, pero se decide por un relato alternado al cual ese trenzado de las historias le otorga una unidad definida por la asociación directa que se hace de las distintas circunstancias y acciones de estos jóvenes. A dos de ellos, a los hombres, la falta de oportunidades de su entorno los arrincona hacia la marginalidad y la violencia. Y aunque sus circunstancias iniciales son muy parecidas, sus historias presentan dos alternativas muy diferentes de acuerdo con sus decisiones.

En cuanto a ella, si bien no tiene los problemas de un contexto tercermundista y marginal, su marginalidad se da por vía de la edad y de su condición de inmigrante, pero sobre todo, y este es el elemento que más los une y los determina a los tres, por la ausencia de sus padres. Ese desamparo afectivo, esa falta de referentes, que no quieren reconocer como tal, pero que los amarga y los endurece, es el móvil de muchas de sus decisiones, para bien y para mal: Para buscar con una nueva identidad  a una nueva familia, como David; para sacrificarse y convertirse para su hermano en el padre que él no tuvo, como Alex; o para ocasionar una pequeña catástrofe y forzar el regreso a la tierra de su madre, como María.

Como ocurrió con La Playa D.C. (2012), este joven director colombiano demuestra aquí gran claridad y sensibilidad para dar cuenta de un universo adverso desde el punto de vista de unos jóvenes que tienen que empezar a tomar decisiones cruciales en su vida, y con ello definir de una vez por todas lo que van a ser el resto de su existencia. Esto lo hace desde un sólido trabajo con actores naturales y una soltura y espontaneidad en la puesta en escena que no por su vocación realista está exenta de muchos momentos de belleza estética.

Nuestra hermana pequeña, de Hirokazu Koreeda

Familia y flor del cerezo

Oswaldo OsorionuestrahermanaUna historia sin conflicto aparente, sin sobresaltos, sin un único protagonista, sin un tema evidente, sin giros argumentales y, aun así, es una historia encantadora y envolvente, de una sutileza casi hipnótica, en la que se llega a aprender tanto de la cotidianidad y el espíritu de la cultura japonesa como solía hacerse con las películas de Yazujiro Ozu. Un cine donde las relaciones sociales, los lazos familiares, el disfrute por la comida y la armónica relación con el contexto inmediato no produce más que sosiego y admiración.

Hirokazu Koreeda es un director que ya habitualmente cuenta con el aval de los prestigiosos festivales en los que se ha destacado, empezando por Cannes. Por eso es posible que en estas latitudes se tenga noticia de él y hasta lleguen sus películas a nuestras carteleras. Otros títulos suyos, como Nadie sabe (2008), Milagro (2012) o De tal padre tal hijo (2013) giran en torno a los mismos temas, en especial las relaciones filiales y el miedo o las consecuencias de la desintegración de la familia.

La diferencia con Nuestra hermana pequeña (2015) es que aquí no hay toda esa serie de sucesos dramáticos y hasta rebuscados que alimentan los filmes citados (madres que desaparecen, niños que cruzan el país para buscar un hermano, cambio de bebés en un hospital). Aquí lo dramático ya está en un distante pasado (muertes, divorcios, infidelidades, abandonos) y solo quedan cuatro hermanas que tratan de convertirse en una feliz y amorosa familia, a despecho de las decisiones de sus padres.

Toda la historia, entonces, es sobre la llegada y acople de una joven de quince años a la casa de sus tres hermanas medias tras la muerte del padre de todas. Una historia que se ha visto demasiadas veces, pero que normalmente se explota dramáticamente a partir del choque de personalidades o las dificultades de la recién llegada para encajar. En esta, en cambio, la joven no solo llega a ajustarse armónicamente, sino que se convierte en motivo de alegría y satisfacción para sus hermanas.

Este planteamiento permite concentrarse en otras posibilidades, tanto de estos personajes como de la comunidad a la que pertenecen, distintas a las altisonancias del drama de las emociones. Incluso, como siempre, llama mucho la atención esa suerte de distancia emocional que siempre se evidencia en esta cultura. A pesar de los fuertes sentimientos que se van estrechando, todo contacto afectivo se soluciona con una inclinación y, si acaso, hacia el final alcanza a haber algún abrazo. No obstante, es en los detalles y en las acciones donde se demuestran estas profundas emociones entre los personajes: preparar licor de ciruelas, compartir una comida, dar un paseo por un túnel de flores de cerezos o decidirse por la familia antes que por una dudosa relación sentimental.

Se trata, entonces, de una bella y delicada película que no le hace concesiones a las convenciones de una narración convencional, a las tramas rebuscadas, a los giros sorprendentes o al furor del drama emocional, pues confía en sus personajes y en esos sutiles sentimientos que va construyendo a partir de su cotidianidad, de las pequeñas acciones y de un amor mutuo que no requiere de exaltadas manifestaciones para que cualquier espectador se identifique con su fuerza y su pureza.

T2 Trainspotting, de Danny Boyle

Veinte años y nada

Oswaldo Osorio

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La diferencia entre tener veintitantos años o cuarentitantos es que, en el primer caso, no existe el remordimiento, porque está toda la vida por delante no hay mucho qué mirar hacia atrás. Por eso Trainspotting (1996) es libertaria e irreverente, un grito de excitación por la vida en medio de la irreflexibilidad y la inconsecuencia; T2, en cambio, reúne a los mismos cuatro personajes, pero ya con más de cuarenta años cumplidos y la certeza de no tener aún nada en la vida, por eso la película es un lamento de amargura y frustración, aunque con la misma o mayor visceralidad que su antecesora.

Cuando Renton vuelve a Edimburgo, veinte años después de traicionar a sus amigos, los busca impulsado por una mezcla de culpa y nostalgia. Pareciera que nadie ha cambiado, ni siquiera él, están en la misma suciedad sin futuro que cuando jóvenes, pero justamente esa falta de cambio es lo que más pesa, y esta situación transforma por completo una historia que tiene casi los mismos ingredientes de la primera parte: amistad, drogas, violencia, delincuencia, repudio al sistema y oportunidades para la traición.

Ante tales circunstancias, el relato cubre con una sombra de patetismo a sus personajes. No obstante, por lo poco que ha cambiado su situación y naturaleza, de nuevo la trasgresión e irreflexibilidad se toma la trama. Víctor Gaviria dice que la delincuencia podría verse como el último recurso de resistencia de los marginados por la sociedad. Ya adultos, y aún sin nada que perder, estos cuatro hombres buscan tratar de salvar algo de ese desastre de vida, de quitarle a la sociedad ese pedazo que les ha negado. El problema es que nunca dejan de ser conscientes de la edad que tienen, del tiempo desperdiciado y de todas las cosas que han perdido.

Además, nunca olvidan lo que vivieron dos décadas atrás. Y tal vez lo mejor de la película es esa conexión que mantiene con la primera parte, con el pasado, el cual se remonta, incluso, a cuando eran niños. Ese vínculo es el leitmotiv de esta nueva historia, lo que la motiva y le da sentido, tanto a esa nostalgia de una vieja y salvaje a mistad, como a la frustración de ver que nada ha cambiado y, al parecer, poco queda de esa amistad.

Entonces las imágenes, las vivencias y hasta la música de la primera cinta aparecen como ese paraíso perdido: “Eres un turista en tu propia juventud”, le dice Simon a Mark. El mismo Danny Boyle resulta siendo turista en su vieja película, incluso dentro de T2 reconstruye el relato de aquella, volviendo a su origen, cuando esas vivencias de cuatro gamberros eran solo los garabatos de un adicto a la heroína en una hoja.

En T2 también están esas potentes, poéticas e ingeniosas imágenes que dan cuenta de los estados alterados de la mente por vía de la droga, como pocos directores lo han hecho. Sigue trepidante en su ritmo narrativo, pero detenido por momentos con el drama de estas cuatro vidas desperdiciadas. Por eso la amistad y las pupilas dilatadas, luego de veinte años, son ahora cambiadas por la zozobra de una vida sin futuro y el dilema de traicionar o ser traicionado.

 

El cielo esperará, de Marie-Castille Mention-Schaar

Las hermanas reclutadas

Oswaldo Osorio

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Hace apenas unos meses pasaba también por la cartelera del país una película titulada Camino a Estambul, la cual tiene el mismo tema de esta cinta de Marie-Castille Mention-Schaar, esto es, el reclutamiento del que muchos jóvenes europeos, especialmente mujeres y en Francia, están siendo víctimas por parte de activistas musulmanes para cometer actos terroristas o para viajar a Siria a unirse a la Jihad islámica.

Parece un poco inverosímil esta situación, pero tan cierta es como grave el problema que está comenzando a ser para las autoridades y las familias que no saben muy bien qué hacer. Y si Camino a Estambul se embarca con una de las madres de estas jóvenes a una peligrosa aventura para tratar de rescatarla, en El cielo esperará se centran más en la situación de las jóvenes y la relación con sus familias.

De forma inteligente, el guion toma a dos jóvenes para representar el problema en dos etapas distintas, pues mientras a Sonia ya la tienen captada y empieza en proceso de resistencia a la “desprogramación”, a Mélanie se le ve apenas cuando comienza todo el proceso de conversión al islam y a su causa. Son dos historias que prácticamente nunca se cruzan, porque suceden en tiempos distintos, pero el relato pasa de una a otra con naturalidad y buen sentido del ritmo, provocando una constante desazón por la inmanejable situación con estas jóvenes.

Hay un tercer personaje, la madre de Mélanie, en quien la mirada de la película se posa de forma silenciosa y compasiva, acompañándola en su consternación por la pérdida de su hija. Su presencia en el relato en principio es confusa, porque no es fácil ubicarla en la línea temporal de la narración, pero luego se va ajustando, como todo en esta cinta, a ese rompecabezas producto de un desconcertante problema del que todos tratan de entender cómo sucedió, cómo solucionarlo y cómo evitarlo.

La película también parece querer ser muy didáctica en cuanto a los métodos y argumentos que usan los reclutadores, poniendo en evidencia la vulnerabilidad de las jóvenes precisamente en esa etapa de su vida, cuando el mundo fácilmente puede parecer una amenaza y tienen la necesidad de encontrar su identidad y un sentido de pertenencia, en este caso a una religión, a una causa o hasta a un hombre. Esto no lo encuentran en la familia, tampoco en su “sociedad infiel y materialista”, por lo que aquel discurso idealista y extremo cala tan bien en muchas de ellas. Y todo lo hacen por el bien supremo de ganar el cielo, para ellas y para sus familias.

A causa de ese didactismo, se trata de un filme un poco expositivo, pero no por ello exento de una fuerza dramática que transmite de forma contundente ese sentimiento de impotencia, sobretodo de los padres, ante esta situación; así mismo, hace evidente las incertidumbres y vacíos sociales y existenciales a los que se enfrentan los jóvenes de este tiempo en el que, justamente, tienen solucionado todo el asunto material.

Ghost in the Shell, de Rupert Sanders

El alma en un armazón

Oswaldo Osorio

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Que la propuesta visual, argumental y ética de esta película sea de tal nivel y elaboración, es solo otra prueba de lo sorprendente que es la versión original, Ghost in the Shell, realizada en anime veintidós años antes por Mamoru Oshii y basada en el manga de Kazunori Itô. Y si bien la experiencia de esta versión de Hollywood con actores sigue siendo estimulante y llena de connotaciones, todo de lo que habla ya es un viejo cuento del cine visto muchísimas veces, de mejor o peor manera, desde Blade Runner (1982).

Es decir, lo que hace más de dos décadas era pura vanguardia en cuanto a las visionarias predicciones de la  tecnología y a los cuestionamientos éticos de su uso, ahora es un mundo posible y un tema recurrente del cine de ciencia ficción. No obstante, justamente uno de las principales aciertos de esta nueva versión es lo apegada que es al anime original, al punto de calcar muchas de las escenas y hasta de conservar cierto estilo de la época, lo cual es más evidente en la arquitectura, los ambientes, los carros y las armas.

Y esto es un acierto porque es conocida la propensión de Hollywood por alterar las historias originales con fines comerciales a partir de cambios que faciliten la comprensión y complacencia del gran público. Hay algunas variaciones y adiciones (como darle dos madres a la Mayor, que si bien le da fuerza a la historia no deja de ser una concesión al sentimentalismo), pero la historia sigue conservando su oscura y compleja visión de un mundo en el que es posible combinar el cuerpo humano con partes cibernéticas para reemplazar las dañadas o solo por hacerle mejoras.

¿Pero que pasa cuándo el “alma” (ghost en inglés) está definida por la consciencia contenida en el cerebro, pero todo el resto del cuerpo es un armazón de circuitos y material sintético? ¿Qué ocurre cuando los labios no sienten un beso o no se puede degustar una cerveza? Es una vuelta de tuerca del dilema ético acerca de la creación de la inteligencia artificial y de la posibilidad de que esta tenga consciencia de su existencia o desarrolle emociones. En este caso hay alma y emociones, pero no un cuerpo que las disfrute, ni tampoco una conexión y equilibrio entre el cuerpo y el espíritu.

A estos cuestionamientos éticos, que repercuten intrínsecamente en la sicología de la protagonista y, con ello, la dimensiona más allá del arma de matar para lo que fue creada, se le suma una trama policiaca y de corrupción que mueve la historia argumentalmente, pero que, además, complementa esos cuestionamientos con una crítica al poder y a la falta de escrúpulos que las corporaciones  de tecnología pueden llegar a tener en un futuro no muy distante, especialmente por su capacidad de producir inteligencia artificial, de poder ser dioses de alguna forma.

Una megalópolis de impetuosos rascacielos, con deslumbrantes imágenes y avisos luminosos (¡Oh, Blade Runner, cuánto te debe el futuro!) donde serpentean estos héroes y sus antagonistas (terroristas, por supuesto) en medio de construcciones desvencijadas, antros y sucios callejones. Un conjunto que visualmente resulta fascinante y cargado de fuerza y estilización estética, un universo de personas con unos pedazos de tecnología incrustados en sus cuerpos que cuestionan la identidad de todos, una vida de máquinas que son personas y de personas que, tal vez, sueñan con ovejas eléctricas.

Perros, de Harold Trompetero

Sarna y Misael

Oswaldo Osorio

perros

El problema es que la gente del cine no le tiene paciencia a Trompetero. Además, tienen una mirada selectiva de su obra, se olvidan de títulos suyos como Diástole y sístole, Violeta de mil colores, Riverside y Locos, pero siempre tienen presente –y le reprochan- que hizo El Man, El paseo y otra tanta de comedias de consumo. Se niegan a aceptar que un director puede hacer ambos tipos de cine, pasando por alto que, al fin y al cabo, desde su niñez el séptimo arte ha sido arte e industria, aunque casi siempre por separado.

Para quienes le tienen paciencia, esta nueva película es lo que se podría esperar de un director que conoce el medio cinematográfico y sus posibilidades expresivas, un director que no le teme a los extremos (de hecho, ¡El Man es un extremo!) en los que se puede llevar a una situación límite a un personaje e, incluso, a un espacio. Este es el caso de Misael y la cárcel en la que fue confinado luego de asesinar a un hombre, y donde es sistemáticamente sometido a violencias y vejaciones.

Tal vez el detonante del conflicto más evidente pueda parecer un poco gratuito o recurrente, esto es, la agresión inicial de Misael al jefe de guardias y la consecuente fijación de este por el nuevo preso, no obstante, es una situación dramática desarrollada con fuerza y coherencia a lo largo del relato. Es una relación en permanente tensión, ambigua, cruel y grotesca, que aísla más a su protagonista y potencia su consternación por el problema que verdaderamente lo está corroyendo: la separación de su familia y la imperativa necesidad de que su hijo conozca sus motivos.

El catalizador para que Misael sobrelleve este par de conflictos es una perra que vive en esa cárcel de pueblo, Sarna. Se trata de un particular y hábil recurso de los guionistas para acompañar la transformación del protagonista y servir de leitmotiv -que en ningún momento resulta inverosímil- para propiciar muchas de las situaciones, e incluso para hacer analogías y relaciones, tanto en torno a la situación de Misael en aquel ominoso lugar como a su abandono afectivo.

Pero hay que aclarar que lo que en su visión externa es una historia cargada de violencia y degradación, definida por el acabado y los gestos de un realismo sucio, también es el viaje trágico de un hombre común sitiado por su destino. No estaba en su naturaleza cometer aquel crimen, pero sus adversas circunstancias así lo determinaron. Tampoco dejar de ser amado por quienes creía estar defendiendo con sus acciones, pero su sino dictaba que lo uno venía con lo otro. Para ajustar, y como una suerte de justicia poética retorcida y cruel, en la cárcel sí encontró quien quisiera estar con él.

Esa cárcel sucia y escabrosa, con todo ese animalario cumpliendo su respectivo papel como en todo penal, es otro protagonista del relato, mientras la fotografía es cómplice de su ambiente amenazante y sofocante. Allí, y con su relato enfático y visceral que sigue las desventuras de su apaleado personaje, Trompetero crea una pieza fuerte y agresiva, que visita las miserias humanas en el peor de los escenarios y a través de un hombre olvidado de la fortuna.

 

 

 

Desierto, de Jonás Cuarón

La cacería en Sonora

Oswaldo Osorio

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Como ocurre con el principio de la navaja de Ockham, tal vez la mejor forma de contar una historia y dar cuenta de un complejo contexto socio político sea hacerlo de la manera más simple. El director mexicano Jonás Cuarón se decide por esta ecuación de simpleza y contundencia a la hora de escribir y poner en escena el relato de unos indocumentados que, mientras son perseguidos por un hombre y su perro, tratan de cruzar la frontera con Estados Unidos.

Eso es todo, un grupo de personas desplazándose de un punto A a un punto B y sorteando obstáculos, entre ellos este sanguinario cazador de indocumentados. Incluso no hay muchos diálogos y, los que hay, están en función de unas situaciones muy puntuales. De manera que no presenta grandes discursos ni hondas reflexiones sobre esa crítica situación que se vive a diario en la frontera, incluso tampoco profundiza mucho en la construcción de sus personajes.

No obstante, esto que podría parecer carencias y defectos en la concepción de la película, en realidad termina siendo su principal virtud. Porque es ese imperativo de la supervivencia, que cruza como único conflicto de principio a fin la historia, lo que realmente lleva a identificarse con estas personas, especialmente con su protagonista, Moisés (Gael García Bernal), de quien con unas pocas líneas nos dicen que es un hombre humilde y justo, pero también pragmático. Es un héroe discreto que bien podría representar a muchos de los latinos que tratan de cruzar el desierto de Sonora hacia la frontera con la tierra de las oportunidades.

El cazador es Sam. Un personaje construido bruscamente para representar toda la acumulación de prejuicios y odios del WASP estadounidense. Si el imperativo de Moisés es sobrevivir hasta que cruce una meta, el de Sam es cazar con saña y cruel precisión todo lo que en aquel desierto se mueva y trate de entrar a su casa, ese país sobre el que cuelga el lema de “América para los americanos”. De nuevo, lo que parece un maniqueísmo, el burdo trazo de un villano de película de consumo, en el contexto de esta historia se puede ver como un contundente recurso para representar los fundamentalismos de una sociedad cegada por la ignorancia y educada por esos lemas reduccionistas y discriminatorios.

Esta película, con esa categórica simpleza en su planteamiento, pero que está cargado de connotaciones sociopolíticas y humanistas, ahora en la era Trump cobra mayores dimensiones, tan alarmantes como significativas. Y eso para quien le interese el cine comprometido y cuestionador de la realidad, pero para aquellos que solo buscan la emoción y el entretenimiento de un buen relato, entonces tienen en este filme una historia enternecedora, directa y potente. Pero como el cine ideal debe contar y ser visto con y desde esos dos componentes, pues en este caso se puede tener una experiencia completa.

La mujer del animal, de Víctor Gaviria

El mal inmutable

Oswaldo Osorio

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Nuevamente Medellín, la marginalidad, la violencia y el realismo son los insumos para la construcción de una película de Víctor Gaviria, y aun así, es una historia y un relato distintos a sus otros tres célebres largometrajes (Rodrigo D, La vendedora de Rosas, Sumas y restas) y a ese -menos difundido- puñado de buenos cortometrajes. Se reconoce su escritura, su mirada y su universo, pero refiriéndose a otros temas, personajes y época, en este caso una dura y conmovedora historia sobre el maltrato femenino ambientada en un barrio de invasión durante los años setenta.

Bien pudo haber sido la historia de El animal, un hombre violento, posesivo y de conducta criminal, pero el relato se decide por mirarla desde Amparo (que son dos en una), aquella joven que este hombre rapta y confina en medio de agresiones y humillaciones.  Pocas veces el punto de vista se separa de ella y con esto asume la posición de la víctima, que no es una sino todas las mujeres en esa situación, y lo hace como este cineasta suele tratar a sus personajes más infortunados, con respeto por su sufrimiento, ternura en su acercamiento y lucidez para crear empatía con el espectador.

En la contraparte está Libardo, cuyo apodo evidencia el hecho de que en él no hay atisbo alguno de humanidad, ni por Amparo ni por ninguna de sus víctimas, tampoco siquiera por su propia familia. Es el mal personificado, sin ninguna leve sombra de compasión o duda, y así permanece de principio a fin, casi sin matices, lo que de cierta manera uniforma el transcurso del argumento. Aunque sin duda es la figura más potente e inolvidable de toda la película y el recurso que, por contraste, carga de fuerza dramática a la protagonista y hace de su situación un contundente alegato contra la violencia de género en particular y contra la arbitraria imposición de la violencia en general. Además, a diferencia de él, Amparo sí se transforma paulatinamente, y al final se evidencia en su gesto las consecuencias del sufrimiento y de su endurecimiento ante la vida.

No menos violento y arbitrario, es ese régimen de silencio, miedo y complicidad de todos los testigos de aquel agresivo sometimiento, lo cual se suma a la casi total ausencia del estado o de cualquier referente de orden legal o hasta moral. Es un universo de precaria civilidad y de supervivencia construido veraz y minuciosamente desde el diseño de arte y la dirección de actores. Especialmente en este último apartado se evidencia el grado de madurez y eficacia que ha alcanzado Gaviria con lo que es tal vez el más significativo aporte de su método al cine nacional. Su trabajo con actores naturales es la base de sus historias y expresión, así como una herramienta de investigación y praxis del cine que ya ha hecho escuela.

En esta cuarta película amplía su mirada de la ciudad de Medellín, esta vez reconstruyendo el mundo moral sobre el que se erigieron muchos barrios de la periferia de la ciudad. Aquí Víctor Gaviria mira al pasado y al que bien pudo ser el origen de los personajes y la violencia que luego marcaron a esta sociedad, enfocándose en los seres más vulnerables en esas situaciones, la mujeres y los niños, y creando con ello, una vez más, un estudio antropológico y también histórico, una denuncia sin panfletarismos que hoy es más actual que nunca, y un afinado modelo de cómo podría ser idealmente el realismo cinematográfico.

 

La chica desconocida, de Los hermanos Dardenne

¿Quién tuvo la culpa?

Oswaldo Osorio

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Cuando la muerte irrumpe en una tranquila población francesa, toca de distintas maneras a algunos de sus habitantes y sacude sus vidas con emociones y culpas desconocidas para todos ellos. Como si de un tímido relato de misterio se tratara, resolver la suerte e identidad de la chica desconocida se convierte en una excusa para hablar sobre la conciencia de una comunidad y su contexto social.

Aunque no alcanza la intensidad y complejidad de otras de sus películas (El hijo, Rosetta, El niño de la bicicleta), de nuevo los hermanos Dardenne apelan a una suerte de realismo cotidiano para hablar de la naturaleza humana y reflexionar sobre asuntos sociales que parecen solo estar de fondo, pero que siempre condicionan de manera determinante a sus personajes. Muchas de sus historias están definidas por la tensión entre la marginalidad y los dilemas éticos o morales de las personas, por lo que casi siempre resultan reveladoras en un doble sentido: uno social y el otro emocional.

La diferencia con esta película es que parte de un acontecimiento menos cotidiano que el de sus demás relatos, pues la misteriosa muerte de una joven inmigrante se convierte en la causa del accionar y las relaciones entre los personajes, especialmente de una joven doctora, quien se obsesiona por descubrir la identidad de la chica y su búsqueda es el hilo conductor de la narración y lo que define una trama que propone más giros en las emociones de sus personajes que en el argumento mismo.

El sentimiento que lo cruza todo y los conecta a todos es la culpa. Varios personajes, que de alguna forma tuvieron que ver o se vieron tocados por esa muerte, lidian de distintas formas con ese sentimiento, ya sea buscando una forma de resarcirse, confesándole a alguien su culpa, soportando el remordimiento o simplemente tratando de hacer lo correcto, aunque ya fuera muy tarde.

Y todo esto contado como en clave de thriller, uno muy singular, porque no está condicionado por los tics y recursos que este género usa enfáticamente, pero sí contiene sus principales elementos, como el personaje que investiga un crimen, la serie de sospechosos, el misterio por el culpable y el progresivo descubrimiento de pistas que van arrojando luz sobre los acontecimientos. Es un drama realista al que el esquema del thriller le sirve de recurso para contar una historia y confrontar la ética, sentimientos y emociones de todos sus personajes.

Como trasfondo, hay un comentario acusador sobre el asunto de los inmigrantes en Europa, un problema siempre ligado a la marginalidad y la delincuencia, una situación que los define como ciudadanos de segunda, mientras que los de primera, y no todos, por supuesto, solo se ven afectados cuando los ven caer a su lado. Este relato mira de cerca uno de esos episodios, y se propone evidenciar qué tanto y de qué manera esos privilegiados son afectados por aquellos que no son del todo gente y que llegan por miles al viejo continente.

Luz de luna, de Barry Jenkins

Little, Chiron y Black

Oswaldo Osorio

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Es común ver la marginalidad social tratada por el cine, pero en esta película se le suma la que es producto de la discriminación por lo que parecen ser las preferencias sexuales del protagonista, así como una suerte de auto marginación debido a su comportamiento. Con esta triada de desventuras, se acerca en cierta forma a ese exceso de calamidades con que el filme Precious (Lee Daniels, 2009) reblandeció al público en su momento, no obstante, en esta cinta hay una mesura y sutileza que finalmente consigue crear una fábula triste y conmovedora.

Dividida en tres momentos de la vida de este héroe marginal, el relato lo sigue de cerca en su adversa existencia: pobre, sin padre, sin amigos, con una madre drogadicta y un ensimismamiento, casi un pavor ante el mundo, que hace de él un ser en extremo vulnerable, fácil de compadecer y arrancar emociones de compasión. Es mucha calamidad concentrada en un pobre muchacho y en una sola vida. El problema es que cuando una historia apela a esta acumulación de desventuras, corre el riesgo de parecer forzada en su drama, artificial en su trama y facilista en sus capacidades para tocar los sentimientos del espectador.

Luz de luna (Moonlight, 2016) se tarda mucho en demostrar que no está hecha del todo así (aunque ciertamente algo de eso hay). Su trama se mueve con parsimonia y sin sobresaltos, porque se concentra, sobre todo, en ese tempo que dicta la personalidad de su protagonista, su eterno silencio, su sempiterna actitud dubitativa, ese temor permanente que hace que parezca más un animalito asustado que un saludable niño, adolescente u hombre. Casi todo lo que hay fuera de su mundo de silencio y recelo representa una amenaza.

Es la intimidad que, a la larga, logra sentirse con este personaje lo que le da hondura a una historia que parece hecha de lugares comunes sobre la marginalidad y la intolerancia: pobreza, drogas, bullyng, discriminación y desamparo. Pero el relato consigue que, luego de la persistencia en su acercamiento y la mirada compasiva sobre este personaje, esas desgracias solo sirvan de excusa para entender su universo interno e identificarse con él. Sin trampas emocionales muy evidentes ni siendo obvios con su angustia y sufrimiento.

Y así, con una mezcla entre un tratamiento realista de la puesta en escena y algunas imágenes bellas fotográficamente o potentes en su concepción expresiva o poética, la película arma un sólido arco dramático y existencial que toma un rumbo que, aunque inesperado, en definitiva no sorprende, porque ese segmento final, el del niño hombre, termina siendo consecuente con toda esa vida de vicisitudes y temores que el argumento ha expuesto, pero también con una callada y obstinada firmeza de carácter que lo define tanto como sus miedos.

Tal vez pueda verse como una película que hace un doble juego, el primero, más dudoso, es el de buscar una empatía y emotividad fácil a fuerza de esa acumulación de desventuras; pero el segundo, más honesto y difícil de conseguir, es el de construir un personaje con un paisaje emocional profundo y complejo, pero definido con sutileza y economía de recursos. Y es este segundo componente el que hace la diferencia con tantas otras películas sobre las mismas temáticas y personajes.