Souvenir, de Andrés Cuevas

Una tarde de domingo

Por: Oswaldo Osorio


Un hombre que tiene un encuentro con cinco mujeres diferentes, pero viviendo la misma situación y -puede decirse- el mismo día, podría ser una propuesta original, incluso audaz, y tal vez daría lugar a interesantes reflexiones sobre las relaciones sociales y afectivas, entre muchas otras cosas. Esta película parte de esa premisa, sin embargo, en general apenas se salvan las buenas intenciones, porque el que parece un ingenioso esquema, se vuelve inconsistente y poco interesante a causa de solo dos pero esenciales elementos: la construcción de personajes y los diálogos.

El relato también está ligado, prometedora o pretensiosamente,  al esquema propuesto por Richard Linklater en su trilogía de Antes del amanecer/atardecer/media noche, esto es, una pareja conversando de ellos y de las cosas de la vida de principio a fin de la película. No importa que por un recurso narrativo o de la ficción ella sea, al mismo tiempo, cinco mujeres diferentes y también una sola, pero se trata del mismo esquema, el cual implica, por supuesto, que a partir de diálogos exclusivamente vamos a conocer a los personajes.

No obstante, lo que se puede ver de ellos resulta poco atractivo, ya para ser personajes de cine o para encontrárselos en la calle. Resultan personalidades más complicadas que complejas, un poco superficiales y, casi todos, harto sensibleros. Él está confundido, es inseguro, fracasado profesionalmente y nada original ni espontáneo para tratar y conquistar a las mujeres; mientras ellas son lugares comunes de tipologías femeninas. el espíritu libre, la arpía, la “bacana”, etc.

La mayoría de películas son sobre cosas extraordinarias que le pasa a gente ordinaria, también viceversa, igualmente ambos factores extraordinarios, pero para contar una historia de gente ordinaria haciendo cosas ordinarias, el esfuerzo tiene que ser mayor, o de alguna manera lo que se cuente debe ser significativo, pero no es el caso de esta cinta, donde el paseo en una tarde de domingo no dice mucho más que los temas de conversación.

En cuanto a los diálogos de esa conversación, que son lo que soportan todo el relato, hay de todo un poco, eso como consecuencia de la variedad de personalidades en las mujeres, pero en últimas tienen el mismo talante, eso a causa de la sosa personalidad del protagonista. El amor, la familia, las relaciones afectivas, la vocación profesional, los planes a futuro, en fin, todos esos tópicos que conversaría una pareja que se está tandeando y conociendo en clave de flirteo (extrañamente falta el sexo, que dada la ocasión podría ser más recurrente, lo cual resulta muy aséptico y hasta ingenuo).

El problema es que estos dos elementos, que son interdependientes, no funcionan muy bien porque los personajes no son muy interesantes y tienden al lugar común, mientras que los diálogos no dicen nada nuevo ni de forma diferente, pues están en un punto medio entre dos extremos más atractivos que ya le hemos visto a este esquema: la simpleza de lo cotidiano o la complejidad de lo intelectualoide. Aquí no hay lo uno ni lo otro, solo cháchara de enamorados.

Después de poner en entredicho sus dos componentes esenciales, no sé qué tan pertinente sea mencionar que, por lo demás, en aspectos visuales, narrativos y de puesta en escena, es una película sólida y bien concebida, hecha con cuidado y profesionalismo. Pero ese es un problema del cine nacional actual, que mientras está muy afinada ya la forma de decir las cosas, lo que se tiene por decir todavía le falta bastante.

De la comedia populista en Colombia

Sábados felices va al cine

Por: Oswaldo Osorio


Es un lugar común decir que el buen humor es un arte difícil de hacer, pero esto es para afirmar que en Colombia, salvo algunas excepciones, no hay tradición de buen humor, esto es, un humor elaborado, inteligente y que trascienda el chiste ligero y verbal, de doble sentido o circunstancial. Lo que ha funcionado siempre muy bien es la comedia populista, es por eso que en la televisión colombiana ha pervivido durante 42 años un programa como Sábados felices o en el cine los más exitosos realizadores han sido Gustavo Nieto Roa y Dago García.

Aunque es un tipo de cine necesario para la industria y que se puede hacer dignamente, la historiografía y la crítica del país siempre lo han tratado despectivamente. Es así como a la serie de películas realizadas por Gustavo Nieto Roa y el Gordo Benjumea -juntos o por separado- a finales de los años setenta y principios de los ochenta (El taxista millonario, El inmigrante latino, Padre por Accidente, etc.), se les ha designado como el nietorroísmo o benujumeísmo, términos utilizados la más de las veces de forma despectiva para usarlo como sinónimo de humor ligero y para el consumo masivo, lo cual en realidad es más un descripción, la misma que se puede hacer sin necesariamente hacer juicios de valor sobre estas características.

Incluso recientemente se ha tratado de aplicar la misma lógica para usar, un poco injustamente, el término trompeterismo, para referirse al cine de Harold Trompetero, desconociendo que la mitad de sus películas no se ajustan a las características del humor populista. Incluso, sería más consecuente crear un término similar para el cine del escritor, director y productor Dago García, quien lleva poco más de una década aplicando la fórmula que tan bien les funcionó a Nieto Roa y al Gordo Benjumea en su momento.

Esa fórmula está ligada a los conceptos de lo popular y lo populista, dos términos que tienen relación pero que son muy distintos a la hora de ser incorporados en un relato cinematográfico. Mientras lo primero tiene que ver con la cultura popular, que se refiere a todo aquello que crean o consumen las clases populares (La estrategia del caracol o La pena máxima son dos ejemplos que en general se ajustan a esto); lo populista se refiere más a un tipo de discurso, el cual puede valerse de la cultura popular, pero que lo define es su énfasis en el tratamiento de los temas, lo cual hace apelando al chiste fácil, el melodrama y el sentimentalismo, los estereotipos y un humor accesible, más verbal que físico o visual.

La recién estrenada película Nos vamos pal mundial (Fernando Ayllón, Andrés Orjuela Bustillo, 2014) es un buen ejemplo de este cine, el cual seguramente tendrá una considerable asistencia en la taquilla, que no tiene más pretensiones que las de hacer reír a un público no muy exigente y que entra a la sala con disposición para hacerlo, pero que en últimas es una comedia de usar y tirar, que perderá rápidamente su vigencia y se olvidará.

Una cuarta parte de las películas realizadas en Colombia en los últimos veinte años son comedidas y muy pocas las que no están por esta vena del humor populista: La gente de La Universal y El Colombian Dream (Aljure, 1993, 2006), con su humor negro, pero solo como componente de una propuesta más compleja; Diástole y Sístole (Harold Trompetero, 200), una comedia romántica con interesantes variaciones; Bluff (Felipe Martínez, 2007), que mezcló comedia de enredos con thriller; Te amo, Ana Elisa (Robinson Díaz y Antonio Dorado, 2008), que con sus excesos se acerca mucho al humor de aquel género llamado esperpento; Nochebuena (Camila Loboguerrero, 2009), que propuso una “comedia seria” sobre un tema que trascendía la anécdota; Sofía y el terco (Andrés Burgos, 2012), que propuso un humor inteligente y sutil que no se había visto antes en el cine nacional.

No se trata de juzgar si es mala o buena la comedia populista, sino de describir y categorizar un tipo de cine que existe y que su producción frecuente es sana para la industria. El verdadero problema es que sea -salvo las excepciones del anterior párrafo y algunas otras cosas que aquí no se mencionaron- prácticamente la única forma de humor en la televisión y el cine colombianos.

Crónica del fin del mundo, de Mauricio Cuervo

Cine posible y significativo

Por. Oswaldo Osorio


El fin del mundo no necesariamente es el fin de la tierra. Porque no solo haciendo que un planeta colisione contra este se puede crear una situación dramática y construir unos personajes que den cuenta de unos sentimientos adversos o de una pesarosa y desencantada visión del mundo. Y eso es lo que hace esta película, pues con una admirable economía de recursos logra crear un drama intimista y reflexivo, no solo sobre la condición humana, sino también sobre el país en que vivimos.

Es la ópera prima de Mauricio Cuervo, dueño también del sólido y certero guion de Silencio en el Paraíso (Colbert García, 2011), y si para esa película escribió una historia llena de personajes, en la que suceden cantidad de cosas distintas y hay una exaltación de las emociones, en esta otra, que escribió y dirigió, ocurre todo lo contrario: son solo cuatro personajes, dos de ellos centrales, unos cuantos espacios en que se desarrolla la historia y los mismos pocos y cotidianos sucesos componen su trama.

En esta película el supuesto fin del mundo en el 2012 solo es una excusa para sacar tema de conversación y una idea que traspasa al universo individual de los personajes. El fin del mundo está en la vida y la cotidianidad de cada quien y todos somos vulnerables a él. Aquí la adversidad aparece en todas las etapas de la vida, ya cuando apenas se inicia una familia o en los últimos años de la vida, cuando se lidia con las pérdidas de la existencia. Por eso, mientras el hijo no tiene trabajo y su futuro es incierto, el padre se resiente con la gente y la violencia que marginaron su pasado.

Si bien el relato se centra en los dramas intimistas de estos dos personajes, de fondo y como condicionante de su vida presente está el rumor de violencia que siempre ha afectado al país. El conflicto colombiano y sus violencia aparecen en esta película fuera de campo y en un pasado lejano, pero está aún vivo y victimizando a estos dos hombres en el presente. En este sentido la historia está construida de forma sutil y sugerente, siendo muy elocuente sin tener que mostrar lo evidente.

Pero a pesar de esta descripción de lo que parece solo una historia sobre la adversidad, en realidad la película está cruzada por un sentimiento ambiguo, pues todo el tiempo está contada sobre ese peso del malestar y desazón por el “fin del mundo personal”, pero al mismo tiempo hay una suerte de calidez y humanismo, una fe en las personas (en las cercanas) por vía de sentimientos como el amor conyugal, la amistad y el amor filial. Incluso al director le alcanza el buen pulso para desarrollar momentos de humor y desenfado en medio de un relato de sentimientos hondos y temas graves.

Se trata entonces de un filme con una historia sencilla, tremendamente contenida al referirse a las emociones y sentimientos y, aún así, llena de fuerza y sentido en las lúcidas cosas que expresa acerca de la vida, la cotidianidad y la relación entre las personas, eso sin dejar de vincularlo todo y comentar el contexto de la realidad nacional.  Es un cine hecho con pocos recursos, un cine posible, tanto en lo cinematográfico como en los financiero, y de todas formas consiguió decir cosas importantes de manera inteligente.

10 personajes inolvidables del cine colombiano

Por: Oswaldo Osorio

1. Leovigildo Galarza / Jesús Carvajal (El Drama del 15 de octubre, Vicente y Francisco Di Doménico, 1915)

No se puede separar al uno del otro, porque juntos mataron a hachazos al general Rafael Uribe Uribe, líder liberal y uno de los promotores de la Guerra de los mil días (así lo citan los libros de historia, como si fuera proeza). También juntos, y estando en la cárcel, fueron contratados por los pioneros del cine colombiano, los hermanos Di Doménico, para protagonizar el primer largometraje del cine nacional. De manera que fueron personajes pero también actores, de lo cual se desprenden varios aspectos muy significativos: el interés desde sus inicios del cine colombiano por la realidad violenta del país, el comienzo de esa larga tradición de utilizar actores naturales, el oportunismo del cine al realizar una película sobre un gran suceso apenas un año después de ocurrido y, lo más comentado siempre de este episodio, el escándalo e indignación causado por la contratación de los asesinos y el pago de cincuenta dólares para que accedieran. Así que Galarza y Carvajal asesinaron dos veces al general, como personajes y luego como actores. Lo más probable es que haya sido por este escándalo, y sus espinosas implicaciones políticas, que la película no pudo sobrevivir en el tiempo y ni siquiera un fotograma se conserva de ella.

2. Augusto, el ascensorista (Pasado el meridiano, José María Arzuaga, 1967)

El personaje más patético del cine colombiano es interpretado aquí por Henry Martínez. La violación de la “gordita” por cuatro hombres y la cobarde huída de Augusto, luego de haberla cortejado en una larga secuencia, es uno de los momentos más duros y conmovedores del cine nacional. También lo es la indolencia y menosprecio de la gente de la agencia de publicidad donde trabaja cuando se desentienden de sus ruegos para que lo dejen ir al sepelio de su madre. La poquedad de Augusto va por doble vía, de un lado, por lo insignificante que es considerada su existencia en medio de ese crítico cuadro de diferencias sociales que plantea de fondo con su historia el siempre lúcido Arzuaga, y de otro lado, la pusilanimidad de un hombre marginal y sin autoestima que habla quedo y siempre con miedo. El personaje de Augusto aparece en una época en que el cine nacional, por primera vez en cuatro décadas, asume una posición ante los temas sociopolíticos del país y que tiene como protagonista al colombiano de verdad y sacado de la realidad, al obrero, al campesino o al empleado. Y al final, solo desolación: sin novia, sin madre, sin dinero, engañado por unos jóvenes burgueses y caminando en medio de la nada.

3. León María Lozano, el “Cóndor” (Cóndores no entierran todos los días, Francisco Norden, 1983)

Todo para él era cuestión de principios: ordenar una masacre, no dejar que su mujer andara desnuda por la habitación o ser un perro fiel del partido conservador. Empezó como un asmático y desempleado que agachaba la cabeza cuando un liberal denigraba de él o su partido. Pero tenían que matar a Gaitán, un trágico suceso con el que este país estalló (llevaba conteniéndose medio siglo) y con él también estalló la naturaleza aparentemente tranquila y humilde de León María. Los pájaros, milicia del Partido Conservador, comenzaron a aterrorizar a la gente en el campo, y el líder de ellos fue llamado el “Cóndor”, ahora un hombre frío y sanguinario. Pero hay que aclarar que esta transformación del personaje no es, como se podría suponer, consecuencia de la corrupción del poder. Las que se transformaron fueron las circunstancias, porque León María, en realidad, nunca cambió éticamente, pues mantuvo siempre sus férreos principios, el problema es que su principio rector era serle fiel a su partido (léase los políticos en Bogotá) y este era el que ordenaba ese régimen de terror en los campos y ciudades de provincia. Pero ese es el problema de esta película, que descarga toda la culpa de la Violencia en este hombre y no en los verdaderos responsables: la dirigencia de los dos partidos. Frank Ramírez, en un trabajo sobresaliente, le dio vida a este hombrecito insignificante que devino en asesino y pequeño tirano.

4. Juan Sáyago (Tiempo de morir, Jorge Alí Triana, 1985)

Un personaje garciamarquiano era lo menos que podía haber en esta lista, eso a despecho de la leyenda negra que hay sobre esa mala relación del nobel con el cine. Nadie mejor que Gustavo Angarita para personificar a un hombre definido por su aplomo y por una amarga sabiduría. Luego de dieciocho años de purgar por la muerte de un hombre, Sáyago vuelve a su pueblo, donde lo esperan los hijos del muerto para cobrar venganza, pero él está convencido de que ya pagó por su crimen y, además, ya no está para violencias, prefiere tejer plácida y sosegadamente como una ancianita, en compañía de su viejo amor. Pero su paciencia y temple también son puestos a prueba con el acoso de los Moscote. Está viejo y cansado, pero aún puede responder como es obligación de todo hombre en esas tierras, que son el equivalente al Lejano Oeste del cine colombiano, y así queda refrendado en el duelo final: Juan Sáyago se planta frente a su adversario, se pone las gafas y dispara, igual que en los westerns, salvo por el vallenato que suena de fondo.

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El cine de horror en Colombia

El miedo en el trópico

Por: Oswaldo Osorio


A propósito del paso por la cartelera de la película colombiana Secretos (Fernando Ayllón, 2013) y del ciclo de Jairo Pinilla que acaba de emitir Señal Colombia, hacer un repaso por el cine de horror en el país es un ejercicio interesante, aunque puede dejar algunos sinsabores y la duda sobre aquel supuesto que dice que el cine de género no se le da bien a la cinematografía nacional.

Lo primero que hay que señalar es que la lista si acaso sobrepasa la quincena de títulos, de los cuales casi la mitad son de un solo director, Jairo Pinilla, y algunos otros están más cerca del thriller que del horror o solo tienen un tono o unos componentes de tipo fantástico que son más parte de un estilo que un deseo de producir miedo en el espectador a la manera clásica.

Todo empezó con Funeral Siniestro (Pinilla, 1977). El cine de horror le estaba dando grandes dividendos a Hollywood (El Exorcista, La profecía, Carrie) y en Colombia había una seria intención de hacer de su cinematografía una industria, ya fuera por vía del apoyo gubernamental (a través de la llamada Ley del Sobreprecio) o apelando al cine de género, como el horror, el thriller y la comedia, que eran entonces los preferidos por el gran público.

Pinilla era un autodidacta, pero esto, que podría parecer una virtud, en realidad se reflejó en un cine de muy precaria calidad en términos técnicos y narrativos, no obstante, eso impidió que sus películas conservaran un singular encanto,  tal vez debido a la devoción que le rendían al género y esa especie de ingenuidad con que lo afrontaban. Así se puede constatar, principalmente, en sus tres filmes siguientes: Área Maldita (1980), 27 Horas con la Muerte (1981) y Triángulo de Oro (1984). No es gratuito, entonces, que estas últimas características, en la actualidad, se hayan impuesto a la mencionada precariedad y sea posible ver su filmografía emitida por el canal cultural nacional y que tenga una serie de seguidores, sobre todo jóvenes y cinéfilos, que ahora han llevado su obra al nivel de cine de culto, donde la calidad, la originalidad y la buena factura no necesariamente son los  criterios para valorar una película, pues hay otros muchos igualmente válidos.

También en Cali se origina el Gótico tropical, el único género cinematográfico propiamente colombiano. Se lo inventó la gente de Caliwood, con Carlos Mayolo y Luis Ospina como sus principales cultores a partir de películas como Pura sangre (Ospina, 1982) y Carne de tu carne (Mayolo, 1983). No es estrictamente horror, sino más bien un estilo que incorpora atmósferas y elementos del horror (vampirismo, espectros, zombis) al contexto y la realidad del país. Una rara pero bien acoplada combinación entre unos elementos fantásticos y la realidad, en donde los primeros generalmente funcionan como una simbología que puede ser aplicada a la segunda. Otras películas, como La mansión de Araucaima (Mayolo, 1986), Yo soy otro (Óscar Campo, 2008) y el cortometraje Alguien mató algo (Jorge Navas, 1999), también tienen ese espíritu propio de este género criollo.

Fuera de Pinilla y del Gótico tropical, quedan unas cuantas películas: Holocausto caníbal (Ruggero Deodato, 1981), una impactante y provocadora película que está más cerca del gore que del horror y es más italiana que colombiana; La noche infernal (Rittner Bedoya, 1982), una mezcla de thriller con el esquema de casa embrujada; Contaminación, peligro mortal (Lewis Coates, 1982), criaturas mutantes que protagonizan “una horrenda conspiración de asesinatos, monstruos del espacio y café”; Al final del espectro (Felipe Orozco, 2006), sin duda la mejor lograda de todas en relación con los parámetros del género, porque es una cinta que conocía bien las leyes de este tipo de cine y las supo aplicar de forma eficaz y convincente.

Finalmente, están El páramo (Jaime Osorio Márquez, 2011) y Secretos. Aunque hay que aclarar que ambas son lo que se podría llamar, sin buscar ser peyorativos, “falsas películas de horror”, porque si bien empiezan sugiriendo toda la atmósfera propia del horror, donde el conflicto depende de fuerzas sobrenaturales, finalmente -y aquí se devela parte del secreto para quienes no las hayan visto-  terminan siendo explicadas por el thriller, por lo criminal, y no por lo fantástico, lo cual no les quita méritos en lo que logran con su objetivo principal: conectar con el público y causarle un fuerte efecto emocional. La diferencia es que El páramo lo consigue con la creación de atmósferas y la construcción sicológica de los personajes y las relaciones entre ellos, mientras Secretos apela más a los inesperados giros de la trama y al efectismo en la banda sonora.

La historia del cine de horror en Colombia es una historia muy corta, lo cual es paradójico si se tiene en cuenta que la mayoría de estas películas tuvieron buenos o aceptables resultados en la taquilla, incluyendo algunas de Pinilla. Y en un país como Colombia, donde hay que hacer catarsis de tantos miedos y amenazas, este cine, que cumpliría bien esta función y que, además, suele ser bien recibido por el público, debería ser mucho más frecuente.

Amores peligrosos, de Antonio Dorado

La historia de una “dura”

Por: Oswaldo Osorio


La historia del narcotráfico en Colombia está lejos de ser contada por completo. No importa los usos y abusos y futilidades de la televisión con el tema, es el cine el llamado a contar esta historia y hacerlo de forma consecuente y reflexiva (hasta que la otra historia tome su distancia y lo haga). A eso apuntan películas como las dos primeras partes de esa Trilogía de Cali que está haciendo Antonio Dorado, a pensar el tema con el cine, a hacerse preguntas y tratar de responderlas o dejárselas enunciadas al espectador.

Ya lo había hecho con El Rey (2004), cuando nos contó, en clave de cine de gánsters, los orígenes de este fenómeno en aquella ciudad a través de la figura del primer narcotraficante. El cine de género le funcionó muy bien para recrear esa dinámica de ascenso y caída con todos esos crímenes de por medio. En Amores peligrosos (2013) tal vez habría sido muy fácil repetir el esquema, porque el cine de género siempre conecta fácil con el público, pero se decidió por un camino más sinuoso, para bien y para mal.

De todas formas, el personaje no daba tanto para un thriller como en el anterior filme, pues el rol de la protagonista en el mundo de la mafia cambia sustancialmente. Ya no es quien toma las decisiones sino que deciden por ella y, por eso mismo, muy pocas veces es quien motiva las acciones y el avance de la historia. Eso es lo que más complicado resulta en esta película, que el espectador no se pueda identificar fácilmente con la protagonista, porque su actitud siempre es muy neutra, cuando no errática.

De manera que con una protagonista que no es muy activa y con un relato que, si bien tiene elementos del thriller, se decanta muchas veces por el melodrama, entonces estamos ante un filme que se arriesga a perder el gran público que tenía su antecesor. No obstante, sin duda fueron decisiones consecuentes con la historia que se quería contar y con el retrato que se pretendía hacer. Porque esta película genera un malestar y una incomodidad al verla, lo cual sin duda tiene que ver con las características del personaje, pero que no son tanto problemas del relato, sino que son inherentes a este tipo de mujer -que todavía no lo es del todo- y a su interacción, entre placentera y culposa, con ese mundo podrido en que está metida.

Pero otro lado, la película conserva muchos elementos que mantienen la necesaria relación con El Rey, además de adentrarse y tratar de explicar las dinámicas sociales y hasta sicológicas de ese fenómeno que permeó a la sociedad caleña, está el uso de la música (salsa, por supuesto) como contrapunto sonoro de la acción y una concepción fotográfica que, además de cuidada, es consecuente con el tono de thriller y las atmósferas de esa ciudad que quiere retratar y comentar.

Seguramente no es la película que muchos esperábamos, porque después de la fuerza y contundencia de El Rey, estábamos predispuestos para una historia y personaje definidos por un esquema más directo, pero lo que nos entrega Dorado es un estudio diferente, condicionado por un tratamiento más melodramático, el cual a su vez estaba determinado por la condición femenina de la protagonista y su rol dentro del mundo de la mafia.

Del thriller al melodrama y del temerario capo a la adolescente veleidosa hay grandes diferencias, las cuales se reflejan en un relato menos cohesionado y en unos personajes aparentemente menos sólidos, pero esas eran las condiciones de esta segunda entrega, que tiene como principal mérito no querer repetirse y explorar otras posibilidades.

11 Festival de cine Colombiano de Medellín

Un cine en busca de su público

Por: Oswaldo Osorio


El gran enemigo del cine colombiano es su propio público. Luego de haber superado la mala factura, con películas que no se oían y poco se veían, y la escasa producción (ahora se realizan más de veinte películas al año), el gran problema a resolver es acercar al público a estas producciones, desmontarle sus necios prejuicios y darle a conocer toda esa variedad y calidad que hay en un cine que hoy por hoy se ha enriquecido y dinamizado.

Esa es una difícil tarea que requiere de paciencia y constancia, así como de una serie de medidas e iniciativas que contribuyan a eso que ahora se llama formación de públicos, una labor que desde hace décadas han hecho los cineclubes, pero que actualmente la llevan a cabo las muestras y festivales de cine con una mayor cobertura y visibilidad.

Por eso fue creado el Festival de cine Colombiano, dirigido por Víctor Gaviria y organizado por la Corporación Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia, para contribuir a esta formación de públicos, pero específicamente en beneficio del cine colombiano que tanto lo necesita, y también para realizar esa fiesta de cine que es todo festival, en la que, además de las películas, se promueven espacios de encuentro tanto social y académicos como industrial y cinéfilos.

El plato fuerte de este festival es su muestra central, constituida por películas nacionales estrenadas durante el último año, algunas que tuvieron cierto eco entre el público y los medios (Sofía y el terco, Roa, La lectora, La sirga) y otras que pasaron prácticamente desapercibidas o que ni siquiera se estrenaron en Medellín (Estrella del sur, La Playa D.C, Pescador, Pequeños Vagos). Esta muestra será complementada con una actividad académica que girará en torno al tema de la edición y el montaje, así como a una retrospectiva de cortometrajes conocidos como del “sobreprecio” y conformada por cincuenta de estos trabajos realizados durante la década del setenta.

Así mismo, como a un festival también lo hacen sus invitados, además de los directores y editores de casi todas las películas, este evento tendrá a dos personalidades como objeto central de sus atenciones: al director estadounidense Alexander Payne, uno de los más prestigiosos y estimulantes realizadores que tiene Hollywood en la actualidad, autor de cintas como Entre copas, A propósito de Schmidt y Los descendientes; y al cineasta colombiano Lisandro Duque, un sensible contador de historias a quien se le rinde homenaje por su obra, compuesta por una serie de cortometrajes y cinco largometrajes, entre los que se encuentran Visa USA, Milagro en Roma y Los niños Invisibles.

Son cinco días (26 al 30 de agosto) de películas y reflexión sobre el cine colombiano y la edición y el montaje, con eventos diseminados por toda la ciudad y siempre de forma gratuita. Es la oportunidad para acercarse al cine nacional y para darse cuenta de que hay valiosas obras en esta cinematografía, y tal vez así, muchos de los asistentes a este festival, la próxima vez que vayan a cine, se decidan con mayor facilidad a entrar a ver una película colombiana.

10 años de la Ley de Cine:

Las cifras y sus matices

Por: Oswaldo Osorio


El cine colombiano está en el mejor momento de su historia, y eso es gracias a la Ley de Cine. Nadie puede contradecir esta afirmación, no obstante, tampoco es suficiente como para dar un parte de victoria, porque hay variables y matices en torno a esta ley y a la situación del cine nacional que aun se deben discutir.

Como siempre, desde la institucionalidad el balance es muy positivo, las cifras del cine colombiano en estos diez años han ido en una progresión muy alentadora. La cifra más significativa es que se pasó de tres películas producidas al año en promedio, antes de la Ley, a veintitrés estrenadas en 2012. Consecuentemente, la participación de nuestro cine en la taquilla aumentó considerablemente, superando los tres millones de espectadores.

Sin embargo, los informes oficiales no tienen en cuenta otros números y especificidades que empiezan a transformar ese panorama, como por ejemplo, que más de la mitad de esos tres millones de espectadores fueron a ver El paseo (Harold Trompetero), o que varias de esas películas no alcanzaron siquiera los diez mil espectadores, o que lo exhibidores no les permitieron permanecer más de una semana en cartelera, o que por falta de recursos para su promoción más de la mitad de esas películas son desconocidas por el público, o que incluso muchas de ellas no se estrenaron en algunas ciudades.

Es necesario resaltar la importancia y beneficios de la Ley, sin la cual sería imposible tener el cine que hoy tenemos y, sobre todo, que ha sido manejada con la eficacia y transparencia que Focine (la anterior entidad de fomento al cine) nunca tuvo. Pero es indispensable cerrar la brecha que hay entre la mayoría de estas películas con el público, así como en ampliar y mejorar las estrategias de promoción y distribución.

Y aquí aparece el mayor problema de la industria del cine del país: el cuello de botella de la exhibición. En las reflexiones que se hacen sobre la Ley de Cine nadie le reclama a los exhibidores su ventajoso e indolente comportamiento ante las producciones nacionales: películas que esperan meses para ser proyectadas, que son sacadas de cartelera al primer fin de semana o a las que simplemente les cierran las puertas de sus salas. Y por el contrario, cuando Cine Colombia se refiere al asunto, hace alarde de todo el apoyo que le ha dado al cine nacional, solo con cifras miradas desde su perspectiva, por supuesto, sin las variables ni los matices.

En los balances que se están haciendo por estos días sobre los 10 años de la Ley de Cine hay más preguntas que respuestas, y eso es bueno, que la gente del cine piense la industria nacional y la cuestione. Hay voluntad para mejorar las cosas y ahí está esa Ley que lo puede permitir. Ahora lo que hace falta es más acciones que balances y diagnósticos, hace falta aprovechar el buen momento y afinar las tuercas para que el cine nacional funcione mejor.

Estrella del sur, de Gabriel González Rodríguez

El callejón de la marginalidad

Por: Oswaldo Osorio


Las historias sobre la marginalidad en el cine colombiano tienen que ver con la violencia, o al menos es así desde Rodrigo D. La película de Víctor Gaviria revelaría esos universos de barriada que se escapan a la autoridad e institucionalidad, más en la actualidad con toda esa violencia que ha sido inoculada en la sociedad luego de décadas de conflicto.

Estrella del sur es un filme que se enmarca en este contexto, y aunque tiene una historia que parece que ya hemos visto varias veces, incluso en la televisión, lo importante es la forma en que su director consigue recrear ese universo a partir de una convincente puesta en escena, la construcción de los personajes y el trabajo con los actores.

Aunque el relato tiene un claro protagonista, hay otros cuatro personajes secundarios con gran fuerza dramática y con sus propios conflictos, que incluso compiten en intensidad con el del rol principal, y a todos ellos los une un problema mayor, definido por la hostilidad de ese contexto social, donde las fronteras invisibles, la violencia entre grupos de jóvenes y la intimidación a la comunidad por parte de grupos armados, hacen parte de la vida cotidiana del barrio.

Lo que más estremece y desorienta de esta realidad que dibuja la película, es que no parece haber una razón clara para toda esta violencia, es decir, no es un asunto ideológico o de manifiestos intereses económicos y menos de confrontación entre facciones políticas, sino que parece que, simplemente, la violencia es una imposición de ese universo marginal, ya sea por elección, como ocurre con el antagonista; por sentido de supervivencia, como se puede ver en el personaje del Enano; o por imposición, que es el caso del protagonista, quien es obligado a ser un piñón más en esa máquina de coacción y muerte.

Ante este panorama, el optimismo no parece una opción. Lo veíamos hace poco en la descorazonadora Silencio en el Paraíso (Colbert García, 2012), y ahora aquí, donde se enfatiza más la idea de falta de oportunidades, incluso del prejuicio, cuando se trata de estos jóvenes que provienen de esos sectores marginales. Por eso los anhelos del protagonista de ser piloto, se truecan sin piedad por el papel de soplón de los violentos. Aunque al final (y aquí advierto que lo cuento para quienes no la hayan visto), conviven necesariamente la derrota y la esperanza, por un lado se ve la eterna consecuencia del desplazamiento, y por otro, el sueño de que la vida debe continuar, y nada mejor para hacerlo que un paseo a la costa.

Así que estamos ante una cinta colombiana que parece que nos cuenta una historia conocida, pero la verdad es que por la fuerza y contundencia que este joven director consigue con el drama que construye y con esos duros y sólidos personajes, lo relevante aquí es que nos obliga a comprender ese universo, porque para eso es el cine, para que conozcamos las emociones y los sentimientos casi de primera mano, como si viviéramos esa realidad sin vivirla, y eso ya es bastante para un país tan injusto e indolente.

Roa, de Andrés Baiz

Las deudas con la historia

Por: Oswaldo Osorio


Si el cine colombiano tiene una gran deuda, esa es con la historia, tanto con la de los acontecimientos menudos que le dan contexto a una época como con la historia con mayúscula, la de los grandes sucesos. Las películas sobre tantas guerras y conflictos del siglo XIX, por ejemplo, que explicarían mucho de este país, están por hacerse, también la película sobre el principal acontecimiento del siglo pasado: el bogotazo.

Porque si bien esta cinta de Andrés Baiz es de época, poco habla de historia. Termina, precisamente, cuando empieza el bogotazo, pero nada dice acerca de la situación social o política del país que pueda explicar –como es obligación de la historia, incluso del cine histórico- la hecatombe de aquel 9 de abril de 1948 y la oscura época que le sucedió. Lo que hace este filme es tomar una vida individual, la del asesino de Gaitán,  y desarrollarla, igual con documentación que con especulación.

Es cierto que su intención no era ser un retrato o reflexión histórica, por eso no se le puede juzgar a partir de este parámetro, pero lo comento porque con esta decisión se pierde la posibilidad de saldar la deuda, al menos, de este significativo momento histórico. En otras palabras, se hizo una película en relación con el 9 de abril, con buen presupuesto y un director con talento, pero no fue sobre el 9 de abril(!).

Basada en la novela El crimen del siglo, de Miguel Torres, y bajo es eslogan “los perdedores también escriben la historia”, el relato se pierde en una sucesión de episodios que pretenden dar su versión sobre este personaje, sus motivaciones y los posibles agentes externos que intervinieron en el significativo hecho. Y es en esta retahíla de episodios, con su dudosa verosimilitud y falta de unidad en los distintos tonos en que se presentan, donde más flaquea esta historia y menos podemos conectarnos con ella. Además, ese eslogan no tiene en cuenta que la historia -con mayúscula- no es el asesinato de un hombre, sino las causas, consecuencias y contexto de ese hecho.

Las dudas comienzan por las decisiones en el casting y la dirección artística. Que la pulida belleza de una Catalina Sandino no cuadra con la esposa de un albañil o las muecas de un cómico de televisión no parecen apropiadas para encarnar al célebre líder popular, son el indicio de lo que luego se verá como una pulcra y casi preciosista reconstrucción de una Bogotá y un entorno cotidiano de Roa que repelen el realismo y la verosimilitud que el peso de la historia le exigiría a este personaje y a los momentos que protagonizó. Si la intención del director era concentrarse en este oscuro personaje, su inadecuado acicalamiento y el de su entorno familiar poco convencen de esta oscuridad, incluso de su procedencia social y su oficio.

Así mismo, en su comportamiento, vemos a un Roa ni frió ni caliente, definido por una ambigüedad que no tanto parece ser de su personalidad, sino más bien de la construcción del personaje. El relato nunca define con argumentos y solidez si es un loco, un fanático o un pobre mequetrefe, por eso casi nunca hay empatía alguna con él. Y esa misma ambigüedad está en el tono del relato, que puede pasar, sin aviso ni rubor, de la comedia bufa, al cuadro de costumbres y al ambiente de thriller. Así que el relato no le permite al espectador mantener una coherencia emocional frente a la historia.

No es tampoco una película desastrosa o indignante, porque la habilidad de este director con la puesta en escena y el relato cinematográfico la mantienen a flote, el problema es tal vez que el personaje, la época y el contexto histórico la hacían más exigente, pero las decisiones que se tomaron no fueron las más afortunadas para las expectativas que estos tópicos, y la misma carrera de Andrés Baiz, suscitaban en el público.