Cine colombiano en 2015

Solo falta formación de público

Oswaldo Osorio


Un año más y el cine nacional sigue en su progresión ascendente en casi todos sus aspectos, salvo en el del respaldo del público. Los treinta y seis largometrajes estrenados en 2015 (ver lista al final) son el reflejo de una cinematografía saludable, de calidad, heterogénea y con mayor visibilidad internacional. Esta situación era impensable hace quince años, cuando apenas se estrenaba un promedio de dos películas anuales y los filmes significativos escaseaban.

Es importante resaltar que no todas estas películas fueron respaldadas por el Fondo para el Desarrollo Cinematográfico, sino que son también el resultado de un dinamismo y experiencia que ha ganado la producción nacional. No obstante, hay que reconocer que esto no se hubiera logrado sin todo lo que ha permitido en estos últimos trece años la Ley de cine, la cual ha estimulado la producción, la formación de profesionales y un ambiente propicio para el crecimiento y desarrollo del gremio.

El logro de mayor resonancia este año fue la participación de tres películas en el prestigioso Festival de Cannes: El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra), La tierra y la sombra (César Acevedo) y Alias María (José Luis Rugeles). Son tres cintas que dan cuenta de las búsquedas narrativas, expresivas y temáticas en que andan los directores colombianos. También es cierto que son un indicio del tipo de cine que esperan en el exterior –festivales y críticos específicamente- que los colombianos realicen.

Junto a estas películas se pueden mencionar otras que también reflejan esas búsquedas, como Ruido Rosa (Roberto Flores Prieto),  Gente de bien (Franco Lolli), Ella (Libia Stela Gómez), Suave el aliento (Augusto César Sandino), Antes del fuego (Laura Mora), Siempreviva (Klych López), Violencia (Jorge Forero), ¡Qué viva la música! (Carlos Moreno), Las tetas de mi madre (Carlos Zapata). Todas estas son obras que hablan de un cine vital e inquieto por explorar el lenguaje cinematográfico, un cine reflexivo y que tiene con qué trascender en el tiempo, independientemente de que en su momento estos títulos fueron vistos por menos de cincuenta mil espectadores, en la mayoría de los casos por menos de diez mil.

En contraste, el cine comercial y de consumo, en especial las comedias, se mantiene cumpliendo con su función de entretener y crear industria, porque el cine es eso, arte e industria, y tan importante es ir a Cannes como hacer taquilla con algunos filmes nacionales: Se nos armó la gorda 1 y 2 (Fernando Ayllón), Pa (Harold Trompetero), El cartel de la papa (Jaime Escallón), Güelcom tu Colombia (Ricardo Coral), Uno al año no hace daño 2 (Juan Camilo Pinzón).

Si bien una de las quejas constantes es la poca solidaridad de los exhibidores con el cine nacional, sobre todo por el poco tiempo que permanecen las películas (casi siempre una sola semana), se les tiene que reconocer esos treinta y seis títulos a los que le abrieron espacio, incluso entre los cuales hay siete documentales, un tipo de cine menos comercial todavía. Así que hay buen y bastante cine, también espacios de exhibición, lo que falta es mayor formación del público, para que los colombianos quieran ver más cine colombiano.

Se nos armó la gorda, de Fernando Ayllón

Ruido Rosa, de Roberto Flores Prieto

El elefante desaparecido, de Javier Fuentes-León

Corazón de León, de Emiliano T. Caballero

Reggechicken, de Dago García

Todos se van, de Sergio Cabrera

Shakespeare, de Dago García

La rectora, de Mateo Stivelberg

El viaje del acordeón, de Rey Sagbini & Andrew Tucker

El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra

El último aliento, de René Castellasnos

Pa, de Harold Trompetero

Gente de bien, de Franco Lolli

Ella, Libia Stela Gómez

Carta a una sombra, de Daniela Abad

El cartel de la papa, de Jaime Escallón

Mambo Cool, de Chris Gude

La tierra y la sombra, César Acevedo

Güelcom tu Colombia, de Ricardo Coral

Se nos armó la gorda al doble, de Fernando Ayllón

Antes del fuego, de Laura Mora

Un asunto de tierras, de Patricia Ayala

Monte adentro, de Nicolás Macario Alonso

Colombia magia salvaje, de Mike Slee

Vivo en el limbo, de Dago García

Suave el aliento, de Augusto César Sandino

Siempreviva, de Klych López

Alias María, de José Luis Rugeles

¡Qué viva la música!, de Carlos Moreno

Violencia, de Jorge Forero

Las tetas de mi madre, de Carlos Zapata

Porro hecho en Colombia, de Adriana Lucía

Refugiado, de Diego Lerman

Parador húngaro, de Aseneth Suárez Ruiz, Patrick Alexander

Detective marañón, de Salomón Simhon

Uno al año no hace daño 2, de Juan Camilo Pinzón

Las burbujas del cine colombiano

Oswaldo Osorio

Actualmente no se pueden hacer juicios categóricos acerca del cine colombiano, su heterogeneidad en términos de propuestas de producción y diversidad temática no lo permiten. Por esta razón,  también es muy difícil definir la cinematografía nacional como un todo o una unidad, a lo sumo es posible hablar de unas constantes y tendencias, las cuales apenas coinciden parcialmente con lo que el imaginario colectivo piensa que es el cine del país, porque solo hay una verdad categórica en este tema: el público colombiano no conoce realmente el cine nacional. Conocerlo bien, y esto solo se refiere al menos a ver la mayoría de películas estrenadas, ni siquiera alcanza a ser cosa de cinéfilos o público afín, como estudiantes de audiovisuales o universitarios en general, por ejemplo; eso parece más bien un asunto restringido a iniciados.

A mediados de la primera década de este siglo casi todo el mundo estaba convencido de que el cine colombiano estaba suturado de películas relacionadas con el conflicto y el narcotráfico. Era una impresión equivocada y que fácilmente podía ser refutada por las estadísticas, pues tenía asiento en ese desconocimiento del público y en la presencia constante, eso sí, de estas temáticas en la televisión. Esa idea se ha acomodado en todos esos espectadores analfabetas de nuestro cine y en los últimos años se ha convertido en una falacia mayor,  pues ha sido evidente el distanciamiento que de la conflictiva realidad del país ha tomado el grueso de las más de sesenta películas estrenadas en los últimos tres años.

Podría pensarse que es una timorata reacción ante ese infundado hastío del público. Por eso, ahora esas películas, si acaso, son una cuarta parte de la producción nacional. No obstante, sigue siendo el cine más interesante en sus propuestas cinematográficas, incluso todavía falta mucho para que se torne repetitivo, lo cual solo evidencia que el tema no solo no está agotado, sino que hay aspectos que no se han abordado nunca o apenas muy poco, el paramilitarismo, por ejemplo, o la vida al interior de la guerrilla, o la corrupción política, o las llamadas bacrim (bandas criminales).

Contrario a esto, resulta significativo el número de películas que se van a las antípodas, esto es, hacia la comedia populista y los temas ligeros. Si bien es un cine necesario en cualquier cinematografía, suma casi un tercio de la producción, y con el agravante de que muchas de estas películas tienen una construcción y una concepción visual más televisivas que cinematográficas. Entonces es como decir que el público a lo que está respondiendo más -porque también es el segmento con mayor taquilla- es a la posibilidad de ver televisión en las salas de cine.

Adicionalmente, son las películas que están inflando las estadísticas y, aunque la asistencia al cine colombiano sigue siendo en un porcentaje bajo en la taquilla general (alrededor de un cinco por ciento), realmente los espectadores colombianos no están viendo tanto el cine de mayor valía y el más significativo, tampoco el cine del conflicto o el premiado en festivales, sino estos productos de consumo que están más cerca de la televisión y que son de usar y tirar. Esto parece una verdad obvia, pero lo que se reclama aquí es, no tanto que el público asista más al cine comercial, lo cual es apenas natural, sino que sean tan invisibles aquellas películas que son más relevantes, una situación de la que solo se salvan algunas con galardones de cierto prestigio, lo cual no necesariamente significa un éxito en la respuesta del público.

Colombia independiente

Pero tampoco hay que caer en la falacia contraria, la de creer que el cine colombiano ahora se ha reinventado y renacido, y que está definido por los estándares del “cine independiente”. Hay que aclarar, primero, que casi todo el cine nacional es independiente, salvo aquellos directores o proyectos que Dago García o algunas otras productoras contratan para hacer un producto pensado para el gran consumo, buena parte de las producciones del  país son autogestionadas y/o apoyadas por el FDC u otros fondos internaciones, los cuales nunca intervienen en la concepción ni el resultado final de una obra. Otra cosa es que, desde el criterio de selección, prefieran cierto tipo de propuestas e incluso induzcan a la formación de unas tendencias.

El entusiasmo de la prensa por la participación de tres filmes colombianos (El abrazo de la serpiente, Ciro Guerra; La tierra y la sombra, César Acevedo; Alias María, José Luis Rugeles) en algunas de las secciones del Festival de Cine de Cannes, así como los galardones obtenidos, visibilizó un poco más la existencia de este tipo de producciones en el país, películas en las que se puede prefigurar a un autor detrás de ellas o buscan ser una manifestación con riqueza cinematográfica e interesada en asuntos como la identidad, el compromiso social, la expresión personal o la reflexión humanista. Películas en alguna de estas vías hay muchas en el país, son las que pervivirán en el tiempo, las referencias obligadas para los nuevos cineastas, pero también las más desconocidas.

El cine colombiano, entonces, oscila entre estas dos tendencias, separadas por su sistema de producción, las intenciones para con la expresión cinematográfica y la acogida del público. En medio, puede haber una serie de películas que consiguen un equilibrio entre esa expresión y el beneplácito del público, lo cual es logrado con mayor facilidad por el cine de género, especialmente el thiller, así se puede constatar en filmes como Roa (Andrés Baiz, 2013) o Amores peligrosos (Antonio Dorado, 2013).

Estas dos vertientes en general coinciden con las principales tendencias que identifica Pedro Adrian Zuluaga en el cine nacional: por un lado, la comedia que prefigura a  “ese país que ríe”; y por el otro, el cine social y realista. Unas antípodas que solo un Felipe Aljure ha sabido conciliar. Son las dos caras de la moneda de la identidad nacional vista por su cine. Porque en últimas, esa identidad parece ser uno de los pivotes sobre los que gira y observa el cine colombiano, independientemente de que el país que quieren representar sea del talante realista de Estrella del sur (Gabriel González, 2013), Los hongos (Óscar Ruiz Navia, 2014) o Ella (Libia Stela Gómez, 2015); o tal vez pasado por los reduccionismos y los distorsionados imaginarios que manejan muchas comedias, como El paseo 3 (Juan Camilo Pinzón, 2013), Uno al año no hace daño (Juan Camilo Pinzón, 2014) o El cartel de la papa (Jaime Escallón, 2015); o las esferas cotidianas e intimistas de filmes como Crónica del fin del mundo (Mauricio Cuervo, 2014) o Gente de bien (Franco Lolli, 2015); aunque también está la posibilidad de deformar o transformar esa identidad con fines poéticos o estéticos, como sucede en El faro (Pacho Bottía, 2014), Mambo Cool (Chris Gude, 2015) o Ruido Rosa (Roberto Flores, 2015).

La contraparte de esa mirada a la identidad está en las coproducciones, que son, en términos generales, películas de buen nivel, algunas de ellas realmente valiosas en lo cinematográfico, pero que de colombianas solo tienen su participación en la producción, por lo que en la mayoría de ellas el componente nacional que se ve en pantalla es apenas un actor casi siempre haciendo de secundario, así sucede en Pescador (Sebastían Cordero, 2013), Deshora (Bárbara Sarasola Day, 214) y Los climas (Enrica Pérez, 2014). Hay otras que se desarrollan en suelo nacional y con temas colombianos, pero con la mirada de un director extranjero y pensada para un público más amplio que estas fronteras, con lo que se pierde un poco de esa identidad y color local: Crimen con vista al mar (Gerardo Herrero, 2013), Ciudad delirio (Chus Gutiérrez, 2014). No obstante, lo importante de este ítem es que las coproducciones han contribuido a dinamizar la industria nacional y permiten la entrada de películas que son más de allá que de aquí, pero que de otra forma no se podrían ver en la cartelera del país.

El público como escollo

Pero retomando el tema desde la producción y la industria, se puede decir que, sin duda, el cine colombiano pasa por el mejor momento de su historia. Tras poco más de una década operando la ley de cine, es posible ver cómo se ha dinamizado la cinematografía nacional de manera progresiva y en casi todos los aspectos: la cantidad de producciones, un mayor -aunque no el ideal- respaldo del público, el nivel de las películas, su participación y triunfos en festivales de categoría, la diversidad de propuestas y una mayor -aunque limitada en el tiempo- presencia en la cartelera nacional.

El punto en que se encuentra actualmente el cine colombiano es tan bueno, que hay el riesgo de que se convierta en una burbuja que en cualquier momento va a explotar, con todo lo que esto implica. Pensando que tal vez no haya una sino varias burbujas, se puede decir que la de la exhibición, si ya no reventó, está a punto de hacerlo o simplemente evidencia señales de porosidad. Mientras al Festival de Cine de Cartagena llegan más de sesenta películas listas para iniciar su ciclo de exhibición, la cartelera apenas si puede estrenar menos de treinta, eso en una cifra histórica y dejando las películas, muchas veces aun teniendo buena asistencia, apenas una semana en la marquesina. Es improbable que aumente mucho más ese promedio de dos películas colombianas al mes en la cartelera. ¿Qué será entonces de todos esos títulos que no alcanzan las salas de cine? ¿Tendrán que buscar otros circuitos de exhibición? ¿Cuáles son esos circuitos?

Otra burbuja puede ser la de los festivales, que si bien la constante posición de los directores es decir que no conciben sus proyectos pensando en estos, es innegable que las tendencias que ellos imponen terminan filtrándose en los procesos de creación. El cine reciente ha dejado el listón muy alto en ese sentido, por eso el sueño de un director ya no es terminar su película sino llegar a Cannes. Pero además, los festivales y las convocatorias, sobre todo los festivales europeos, ya tienen definida una agenda estética y temática para los cines de América Latina y regiones similares, una agenda donde el conflicto, la marginalidad y, en menor medida, el exotismo, son los parámetros que predominan en su curaduría.

Y así, se podrían seguir enumerando las ventajas y desventajas de un momento sin igual de la cinematografía colombiana, el cual debe verse, más que como una simple bonanza, como el resultado de un esfuerzo y planificación de los distintos agentes del cine nacional. Pero este momento tiene un gran escollo que determina otros procesos: el público. A pesar de que esos esfuerzos también han ido encauzados hacia la formación de públicos, esa es una tarea más compleja y de muy lentos efectos. De todas formas, no hay que olvidar que no es solo un problema de Colombia, pues lo padecen hasta los países europeos, y más ahora en la era de la imagen digital, que ha permitido a la gran industria del cine imponerse con mayor eficacia sobre cinematografías nacionales o alternativas, como el cine colombiano, que por más que hable de identidad, los espectadores del país tienen mayor empatía con los héroes del cine de Hollywood.

Alias María, de José Luis Rugeles

La ley del monte

Oswaldo Osorio


En medio de las polarizadas opiniones que despierta el proceso de paz llevado a cabo entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC, es muy relevante entender el conflicto desde todos los puntos de vista posibles y con la mirada casi siempre lúcida del cine. Este filme aporta su visión desde un ángulo muy específico y revelador: la vida al interior de la guerrilla y el rol que desempeñan las mujeres y los menores de edad en su modus vivendi y su jerarquía.

María, su protagonista, tiene además ambas condiciones, pues se trata de una joven de trece años que ya parece tener una considerable experiencia en filas, por lo cual le es encomendada una misión, junto con otros dos guerrilleros y un niño más: trasladar al bebé del comandante a otra zona menos peligrosa, aunque cruzando territorios muy riesgosos para ellos.

Como toda película sobre la guerra, esta es un alegato contra ella. Pero aquí la crueldad del conflicto se potencia con esa doble condición de la protagonista, una mujer adolescente que la historia sugiere claramente que no está allí por su propia voluntad. ¿Qué niño dice que quiere ir a la guerra? Por eso el reclutamiento infantil parece ser el principal cuestionamiento de esta película frente al conflicto colombiano. Claro, eso hasta que conocemos mejor a María, la condición de la mujer al interior de las filas y a lo que se exponen si quedan en embarazo.

La paradoja de cuidar al hijo del comandante y tener que ocultar su embarazo porque ella no tiene los privilegios de la mujer de aquel, no solo habla de las desigualdades al interior de un movimiento que empezó siendo de línea socialista, sino que es la motivación de María para renegar de su condición y del estado de cosas al interior de la guerrilla.

Pero tal vez lo que más fuerza tiene en este personaje es esa aparente oposición entre su actitud siempre apocada y temerosa frente a su deseo libertario y todo lo que está dispuesta a hacer para conseguir librarse de aquella desventajosa situación. Esa oposición hace su apuesta por definir a una buena parte de los guerrilleros que se encuentran en filas, muchos de ellos reclutados desde niños y, por tal motivo, condicionados por el implacable sistema jerárquico y por la leyes de la guerra, pero al mismo tiempo, con el secreto deseo de tener otra vida, de haber tenido la oportunidad de elegir el tipo de existencia que hubieran querido.

El relato es un sofocante recorrido por la selva que sabe introducir al espectador, con los recursos del cine, en una atmósfera permanentemente amenazante y hostil. No solo por los enemigos que el grupo con el que anda María se encuentra en el camino, sino también por el inhóspito paisaje, el apabullante zumbido de la selva, las precarias condiciones para dormir y esa cámara siempre “encima” de María, registrando de cerca su sudor, su angustia y desesperación.

Aunque se trata de una historia con unas situaciones y giros que de por sí ya son envolventes, así como  significativos en términos de lo que el director quiere decir sobre y el tema, su mayor virtud está en la forma como construye a su protagonista y las relaciones que establece con los demás. Es por medio de este recurso que la película hace su mayor denuncia y establece la lógica de valores que rigen a estas personas atrapadas en el conflicto, unos valores que oscilan entre rangos extremos, desde la mayor crueldad y arbitrariedad, hasta los más honestos gestos de bondad y solidaridad.

¡Qué viva la música!, de Carlos Moreno

Rauda e irresponsable

Oswaldo Osorio


Una adaptación cinematográfica siempre se va a encontrar en desventaja frente a la obra original, más aún si se trata de una pieza de culto como ocurre con el texto de Andrés Caicedo y su figura misma, como uno de los escritores más queridos y mitificados del país. Es como si el filme de Carlos Moreno haya quedado debiendo desde el principio, por su atrevimiento, como si se tratara de una obra intocable.

Y  efectivamente puede que la película le quede debiendo al libro, pero de entrada, cuando sus realizadores hablan de inspiración y no adaptación, se están desprendiendo de una serie de obligaciones y responsabilidades que son casi siempre exigencia de quienes buscan que el cine calque a la literatura. Pero en este caso, la misma obra y su autor exigían libertad y hasta irresponsabilidad. Por eso la mejor forma de disfrutar esta película es estar más atento a la versión y la mirada que propone Moreno y olvidarse del libro de culto.

La película sigue siendo, por supuesto, el personaje de María del Carmen y su encuentro con la ciudad de Cali, con la música, la rumba y las experiencias vitales. El relato parece episódico y desestructurado, pero podría verse también esto como consecuencia del tipo de personaje y del tono que le quieren dar a la narración: rauda, delirante y ansiosa de comerse al mundo.

También es cierto que con esta propuesta se profundiza menos en la construcción de su protagonista, y que se puede antojar volátil y superficial, pero a la larga esa es la esencia de este personaje, siempre saltando de una cosa a otra, entregada a un hedonismo instantáneo, tan banal como lleno de intensidad. Su periplo por la ciudad y la rumba, y el encuentro con toda una serie de personajes en medio de ello, también conlleva a que el relato sea más sensorial y de estímulos visuales que reflexivo.

Lo reflexivo, con cierto facilismo -pero también cómo no aprovechar los fascinantes textos de la obra- va por cuenta de la permanente voz en off. Entonces el contrapunto entre el texto y las imágenes es la fuerza vital de esta propuesta. Es conocido el talento para concebir imágenes del director de Perro come perro y Todos tus muertos. Hay en su cine una gran capacidad para sacarle provecho a los recursos visuales del lenguaje del cine, creando atmósferas, imágenes llamativas y de impacto sensorial, poéticas y estimulantes.

Este arsenal visual, la descarga sonora por vía del protagonismo del rock y la salsa, así como el ímpetu del personaje y la fuerza de los textos, hacen de este filme una experiencia para aprovechar, no para hacerle reclamos por lo que pudo ser, por un referente de culto, incluso un poco idealizado, que, en últimas, es una obra distinta, que se debe experimentar de forma diferente. Al cine lo que es del cine, y esta película, mirada sin prejuicios, abandonados al espíritu de su protagonista, puede resultar una experiencia cargada de sensaciones e imágenes llamativas y provocadoras.

¡Qué viva la música!, de Carlos Moreno

Por: Perogrullo

¡Qué viva la música! Es pionera, descriptiva de una época de liberación de libido, escrita 17 años luego de que la mujer tuviera la opción de la anticoncepción. Las liberaciones y despertares son post represión, dolor de realismo.

En el caso de su autor describe genialmente el volver a la libido básica, sobrevivir con lo más elemental, en los placeres inmediatos, al momento, sin necesidad de conservar recuerdos o pensar en un futuro. Nos muestra una mujer sin miedos, ni prejuicios, no amoral porque busca su esencia femenina, de por sí un valor, en forma regresiva.

Rechaza a una modernidad y un sistema de valores que le son un tedio, o mejor un calvario, el vivirla con cada una de sus figuras de autoridad, empezando por sus padres burgueses, se acompaña de personajes todos desadaptados en una búsqueda no encontrada: un hermano regresivo buscando el nirvana del vientre materno flotando y sumergiéndose en una piscina, esquizofrénicos, personalidades antisociales, parricidas, resentimientos de siglos que se tornan xenófobos y agresivos.

Andrés Caicedo es pionero, junto con otros, como Stanley Kubrick con La naranja mecánica en 1971, Nagisa Oshima con El Imperio de los sentidos en 1976 y, tardíamente, Oliver Stone y Quentin Tarantino con Asesinos por naturaleza en 1994, quienes tratan el mismo tópico pero con protagonistas y visión masculina. Solo Andrés Caicedo nos muestra desnuda esta libido regresiva, desinhibida, salvaje y brutal a través del sentir femenino, únicamente cotejable con la naturaleza que así como da, lo devora todo.

En cuanto a la película, recoge con gran sensibilidad la visión de Andrés Caicedo de su heroína, la música hace los contrastes entre una burguesía adormilada, rockera, con unas negritudes, habitantes de barrios proletarios que se estremecen, viven, bailan y hasta poetizan, todo un movimiento musical en sus inicios: la salsa. Música, psicoactivos y sexo siempre irán de la mano, este sentir de las profundidades y poder de la libido anticipa una versión del fin no trágico de Andrés Caicedo, en práctica onanista bajo estrangulamiento que eterniza el orgasmo, un trayecto de fin de vida placentero e inesperado.

Gracias a Carlos Moreno y sus colaboradores por brindarnos tan magistralmente una obra con identidad propia, muestra que se coteja con las precedentes y desnuda el poder único de la libido a través del sentir de mujer.

Suave el aliento, de Augusto César Sandino

De amores cotidianos

Oswaldo Osorio


El aumento en la producción y la heterogeneidad ganada en los últimos años por el cine colombiano ha permitido que, cada vez con más frecuencia, sea posible ver historias intimistas y contadas en clave de un realismo que ya no está determinado por los acontecimientos o conflictos políticos y sociales. Esta película tiene esas características, asumiendo ese intimismo y realismo cotidiano con sencillez y tranquilidad, así como con un particular y atractivo sentido estético de sus imágenes.

Son tres historias relacionadas con el amor y el desamor. Podrían ser tres relatos distintos, pues el hecho de que sus protagonistas sean parientes entre sí no tiene relevancia alguna, en la medida en que cada historia se desarrolla sin depender de las otras. Pero además del tema, también las une el tratamiento visual: un blanco y negro sin mucho contraste, con pálidos asomos de algún color, que contribuye al apagado tono emocional del relato y al nublado estado de ánimo de los protagonistas. Igualmente, hay un cuidado tratamiento en los encuadres, con composiciones que buscan el equilibrio y belleza de la simetría, así como el juego con las líneas y superficies de la arquitectura y los espacios.

La quinceañera embarazada que lidia con el egoísmo de su novio, el apocado hombre que carga con el peso de sus fracasados matrimonios y el amor otoñal de una pareja a la que ya no le alcanza el tiempo para un último acto romántico, son las tres historias signadas por el amor y el desamor, por la inconformidad emocional producto de unas circunstancias adversas. Porque no es que no tengan amor, sino que las condiciones en que lo tienen opacan dicho sentimiento, trayendo como consecuencia una frustración existencial y afectiva que se refleja en el mencionado tono apagado del relato.

Ese tono es el que tal vez no funciona eficazmente todo el tiempo. Parece que, por momentos, el relato hace mucho esfuerzo en dar cuenta de esa muda melancolía y sombrío estado de ánimo de los tres personajes. Así mismo, la intensidad e interés que despiertan las tres historias es desigual, mientras la protagonizada por la adolescente tiende a perderse en el drama recurrente y tantas veces visto en el cine y la televisión; el del hombre resulta original y complejo, aunque el exceso de contención del actor que lo interpreta despierta poca empatía; y finalmente, la historia del par de viejos parece ser la más querida por el director y a la que más cuidado le puso, tanto en su concepción como en su elaboración, pues resulta bella, sutil y emotiva.

A pesar de esto, no parece la ópera prima de un director, porque en esta película hay sin duda una madurez visual y narrativa, así como unas búsquedas en trascender la mera anécdota y dar cuenta de unas emociones y estados de ánimo sutiles y complejos, independientemente de que se desprendan de situaciones cotidianas, de pedazos de vida y del amor, que es lo más común y lo más esquivo del mundo.

Siempreviva, de Klych López

Pobres y despojados

Oswaldo Osorio


Los grandes acontecimientos históricos narrados desde la gente del común siempre serán una veta dramática muy potente. La fusión del gran conflicto externo y los pequeños pero intensos conflictos internos, garantizan un relato con un doble interés. Eso es lo que ocurre en esta película, donde los habitantes de un inquilinato son testigos de primera mano de la toma del Palacio de justicia hace treinta años.

A pesar de la fuerza inicial de este planteamiento, hay otro elemento que se roba el protagonismo desde los primeros minutos: la propuesta de puesta en escena. Cada escena está dominada por la milimétrica y coreografiada planificación de un plano secuencia (toma sin cortes), y entre ellos se han ocultado también los empates, dando la sensación de una falsa continuidad temporal, muy bien lograda y con validez estilística, pero tal vez innecesaria dramática y narrativamente.

Junto con el plano secuencia, también se impone el único espacio donde se desarrollan todas las situaciones dramáticas, la zona común del inquilinato (solo muy eventualmente entran a alguna habitación). Entonces estos dos elementos de la puesta en escena determinan toda la dinámica del relato, dándole un acabado más como de teatro que de cine, lo cual cobra sentido si se tiene en cuenta que es una película basada en una célebre obra del dramaturgo Miguel Torres.

Si es cine o es teatro o una equilibrada combinación entre ambos, puede que solo sea una preocupación de los críticos de cine o de un público familiarizado con la leyes de la narrativa. Un espectador más atento se percatará por momentos de que el realismo del cine deja paso a los códigos dramatúrgicos del teatro, pero en últimas, en lo que se concentra la mayoría de espectadores es en cómo asumen los personajes los conflictos y qué emociones se ponen en juego, así como la conexión de esto con la toma del Palacio.

En este sentido, estamos ante un intenso drama que no da respiro y que claramente tiene dos componentes: de un lado, las situaciones del día a día, determinadas siempre por una sofocante precariedad económica, que a veces llega a unos extremos de hacerla tan forzada en beneficio del drama que por momentos cae en el “mercado de lágrimas”; y del otro, la desaparición durante la Toma de la hija de la dueña de la casa. En el primer caso, ese espacio único y la coreografía seguida con pericia por la cámara y el contrapunto dramático entre los seis personajes, mantiene un ritmo e intensidad muy bien logrados narrativa y dramáticamente, lástima que todos los problemas se reduzcan a la falta de dinero.

En el segundo componente, la Toma y desaparición de la hija, el relato adquiere una fuerza que ya se había perdido por la reiteración de las situaciones anteriores. Sin embargo, pronto solo queda la insistente alusión a la injusticia perpetrada en el histórico suceso y el lamento de la madre, dándole de nuevo paso al drama diario de la austeridad material, puesto en entredicho por dudosos y eventuales tonos de comedia, así como por los también momentáneos excesos propios del melodrama.

Cine y teatro, historia nacional y cotidianidad, son entonces las coordenadas en que se mueve este intenso relato, que es a la vez una denuncia y un estudio de personajes, preciso en su puesta en escena y muy estilizado, a veces a su pesar, pues deja muchas dudas sobre esas decisiones formales a priori que condicionaron el sentido final de la historia.

Vivo en el limbo, de Dago García

La música como destino

Oswaldo Osorio


El cineasta que está tras las películas más taquilleras de Colombia y quien tiene la filmografía más amplia del cine nacional, llega con una película con la que intenta ubicarse en un punto medio entre los dos tipos de cine que lo han caracterizado: por un lado, aquel que apela a temáticas populares para conectar con el gran público, y por otro, un cine más elaborado y serio, alejado de los facilismos de la comedia.

Si bien generalmente funge como productor y guionista (lo cual, sin duda, lo convierte en un autor, por el universo, temáticas y estilo reconocibles), solo se aventura a dirigir algunas de sus películas, sobre todo las que no son comedias. En este caso le apuntó a un drama semi biográfico del fallecido compositor y cantante de vallenatos Kaleth Morales. La película advierte que no es una historia fiel a la realidad, sino inspirada en ella, lo cual es la primera decisión que se decanta por conseguir el beneplácito del público, antes que meterse con anticlimáticas tragedias.

Se trata de la historia de Efraín Molina, un cantante que, como Kaleth Morales, creció en una familia de músicos y desde niño se inició en el vallenato, aunque terminó sus estudios de medicina a la par que cultivaba su pasión por la música. La película hace de esta tensión entre las dos vocaciones uno de los constantes conflictos del relato y, de cierta forma, dimensiona al personaje más allá del simple esquema de éxito ascendente de un artista .

Así mismo, el director se decide por concentrar más la historia en la relación del músico con su familia, sobre todo con su padre, pero también con su madre, su “tío” y su esposa. En este sentido, si bien el relato gana en complejidad en la construcción de los personajes y sus motivaciones, también es cierto que cae en ciertos esquemas del melodrama de los que se reciente por su cercanía con probables talantes televisivos. Aunque no necesariamente se puede ver esto como defecto, pues es sabido que el melodrama es un recurso muy eficaz en el contacto con el público, de manera que su uso debió ser cosciente e intencional.

Sin embargo, hay dos recursos que no son muy afortunados en la construcción de la narración y la puesta en escena, y que le pasan factura al acabado general del filme. De un lado, el personaje del Tío Mincho como narrador de la historia frente a la cámara, que funciona muy irregularmente, pues por momentos consigue el tono del narrador oral de la cultura Caribe, pero en otros, resulta forzado y retórico, cuando no facilista en función del relato; de otro lado, con el uso de actores naturales para interpretar a los personajes también consigue unos inconsistentes resultados, afectándose la dramaturgia de muchos pasajes de la película.

De todas formas, es una película consecuente con la obra de este importante cineasta nacional, quien hace un significativo aporte al necesario cine industrial colombiano. En general, se puede decir que ese punto medio funciona, pues hace un filme atractivo para el gran público, por su personaje y su temática, pero también se arriesga a probar con otros esquemas distintos a las comedias populistas.

Antes del fuego, de Laura Mora

En un oscuro país

Oswaldo Osorio


El cine nacional siempre ha estado en deuda con la historia de Colombia. Muy pocas películas hay sobre episodios, personajes y procesos históricos. En parte puede ser por las dificultades y costos de las producciones de época, pero también hay como una falta de compromiso con el pasado y su memoria, con el papel que puede desempeñar el cine cuestionando ese pasado y manteniendo presentes asuntos que nadie nunca debería olvidar.

Ni siquiera existe una película que hable directamente sobre la más significativa fecha de la historia nacional: el 9 de abril de 1948 (hay dos películas que la usan como excusa para contar otras historias: Confesión a Laura y Roa). Es por eso que hay que celebrar un filme que llega a hablar sobre otra de esas grandes fechas y acontecimientos, aunque sea treinta años después: la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19 en noviembre de 1985.

La trama empieza unos días antes de la toma, con el asesinato de un periodista que investigaba un oscuro entramado que parecía conducirlo a prefigurar el fatídico acontecimiento. La investigación es retomada por su compañero, un escéptico y tenaz periodista, y por su nueva asistente. Juntos tratarán de encontrar la verdad y las nefastas fuerzas que hay detrás de lo que parece ser un complot de grandes proporciones.

De manera que la película está contada en clave de thriller, en el que una compleja maraña de pistas, personajes y amenazas sobre los protagonistas definen su argumento. En medio de esa trama, compuesta por un buen número de secuencias de acción y otros bien logrados momentos de suspenso, aflora una relación afectivo sexual entre la pareja de periodistas, que tal vez es lo único predecible y prescindible del filme.

No es posible pensar que esta película va por fin a revelar lo que verdaderamente ocurrió en la toma, pues se trata de un acontecimiento realmente complejo y aun con muchos misterios por resolver. Pero lo que sí hace es descartar de plano la idea de que el único responsable de los hechos fue el M-19 e insiste más en la teoría de una conspiración, en la que estuvieron involucrados por igual políticos, militares, guerrilleros y el narcotráfico. También apunta sobre los posibles móviles de dicha conspiración y pone en evidencia la corrupción y los siniestros intereses que movían los hilos del poder de un oscuro país en una época todavía más oscura.

Se trata entonces de un thriller político contado con buen pulso, intensidad y verosimilitud. Una película que apunta a un momento importante de la historia nacional, y no lo hace solo para usufructuarse de sus posibilidades argumentales y dramáticas, sino que cuestiona, reflexiona y acusa. Todo con la intención de contribuir a preservar la memoria, pero una memoria no solo para no olvidar, sino también para hacer unas preguntas pertinentes sobre nuestro pasado y sus responsables, así como por lo que en el presente todavía pervive de toda esa oscuridad.

La tierra y la sombra, de César Acevedo

Las cenizas del campo

Oswaldo Osorio


En el cine colombiano del conflicto y la violencia casi no existen películas que hablen de estos temas por fuera de los actores armados. Esto a pesar de que, desde el punto de vista social y económico, el conflicto y la violencia pueden ser tan arbitrarios y devastadores como lo han sido la guerrilla, los paramilitares o la delincuencia. Esta película elabora un fresco de ese tipo de problemática social, y lo hace apelando a un relato íntimo y sugerente que propone su propia mirada, tanto visual como narrativamente.

El regreso de un viejo devela la situación de la familia que hace años dejó atrás. Una situación crítica, tanto en lo familiar como en lo socio-económico. Su hijo está enfermo y su nuera y su esposa trabajan en los campos de caña bajo difíciles condiciones contractuales. La película avanza lento en descubrir las motivaciones y la difícil situación de los protagonistas, mientras la familia se está desmoronando, al tiempo que los grandes sembrados de caña se comen el paisaje y ya no queda nada de lo que era antes.

Es un relato con un particular distanciamiento, tanto el que pueda tener el espectador hacia los personajes como entre ellos mismos. Si bien hay una suerte de cercanía y amor entre estos personajes, está planteada con una fría emotividad. Ese distanciamiento y esa suerte de frialdad le da un tono pesaroso y de pérdida que funciona muy bien con los dos conflictos que desarrolla este filme, tanto el de adentro de la casa como el de afuera de los sembrados de caña.

Ese conflicto de adentro no solo es por la grave enfermedad de quien es padre, hijo y esposo, que ya es suficiente dramático, sino que hay una consternación de más hondas raíces, que se incrustan en esa tierra que antes era de los campesinos, cuando el paisaje no estaba uniformado por la caña y luego sometido por esa ceniza que parece una plaga bíblica. Es un conflicto que trasciende la vida de un hombre y se remonta a lo que significa tener tierra y una casa para los campesinos.

De otro lado, también es una denuncia de las condiciones de trabajo en las haciendas de caña: arbitrarias, mal pagadas y sin derechos. Además de la forma como los nuevos dueños arrasaron las tierras de los campesinos, sin importarles ese paisaje y su tradición, sino la productividad. Este conflicto y su exposición son un poco más simples y obvios, pero no por eso es menos contundente y dramático.

Es una película visualmente cuidada, que sabe aprovechar la amplitud del paisaje, de esos grandes sembrados con planos amplios y bien compuestos. Solo se acerca para mirar los rostros maltratados por el trabajo o afligidos por las desventuras. Aunque en la casa hay otro paisaje visual, el de la pesadumbre de la muerte cercana, de la pérdida que se avecina y el mal vivir que resulta de su situación. Entre este paisaje interno y el otro externo se teje una historia de dolor y silenciosa violencia.