Oscuro animal, de Felipe Guerrero

Las mujeres, el miedo y la fuga

Oswaldo Osorio

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El conflicto y la violencia están siempre en fuera de campo en esta película. El relato se concentra solo en los feroces y dolorosos indicios que deja esa realidad, así como en tres mujeres que han tenido que padecer esa guerra, ya como víctimas o victimarias. Tres mujeres que deciden sobrevivir y tratar de recuperar su autonomía y tal vez de nuevo la dignidad, aunque esto vaya a ser difícil ante la marginalidad que les espera en los destinos del desplazamiento citadino.

La primera película de ficción de Felipe Guerrero está precedida por dos documentales, Paraíso (2006) y Corta (2012), en los cuales este cineasta da cuenta de una vocación narrativa poco convencional. Hay en su estilo una suerte de cerebralidad que en el fondo conduce a la reflexión y la emoción. Eso ocurre en este nuevo filme, donde a partir de una cuidada concepción de la fotografía y las atmósferas sonoras entrelaza estas tres historias definidas por el miedo, el dolor y el silencio.

Una mujer lo pierde todo y en su fuga termina “adoptando” a una niña en sus mismas condiciones; la otra escapa luego de que violentamente se libera de quien la tenía esclavizada como botín de guerra; mientras la tercera hacía parte de un grupo armado y también se cansa de ser victimaria, aunque seguramente lo era porque nunca tuvo opción de ser otra cosa, una situación que también la convierte en víctima.

Tres mujeres en fuga que representan el mayor despojo del conflicto, esto es, la desarticulación de los hogares, la pérdida de seres queridos, las vejaciones físicas y sicológicas, la destrucción de su entorno social y el desplazamiento forzado. Aun así, el director decide no hacer explícita la violencia y la crueldad de la guerra como suele verse en el cine nacional. La violencia y la guerra están concentradas en ellas mismas, en su onerosa huida, en su mirada expectante y vacía, en sus gestos temerosos y, sobre todo, en su silencio.

Justamente lo más polémico de la propuesta de esta película puede ser ese eterno silencio que cubre a las tres protagonistas, algo que sin duda es un artificio, el cual puede conllevar a lecturas opuestas: de un lado, puede parecer poco verosímil que este tipo de mujeres, nacidas en este país tropical y ante su situación ni siquiera musiten, lo que además hace que el ritmo del relato sea de una menor intensidad de lo que ya es; de otro lado, puede también verse como un dispositivo emocional y narrativo que decidió utilizar el director para dar cuenta tanto de ese horror que llevan por dentro como de que ante su condición y lo que les ha pasado las palabras sobran.

El caso es que no es una película fácil para el público general, porque no le interesa la discursividad convencional, ni con las imágenes ni con los casi ausentes diálogos, tampoco lo es en el tempo que decide para su relato, algo más cercano a la contemplación que a la acción. Por eso se trata de un filme que obliga a la concentración, a completar las historias con todo ese fuera de campo y a reflexionar sobre la condición de las víctimas y en especial sobre la situación de las mujeres en la guerra.

Los nadie, de Juan Sebastián Mesa

Una ciudad para irse y volver

Oswaldo Osorio

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El punk no ha muerto, se ha transformado, como la materia. En esta impetuosa y a la vez sensible película se puede ver esa transformación, la cual está reflejada en los desplazamientos que este movimiento musical ha hecho por otros espacios de la ciudad y en unas nuevas generaciones que igualmente están inconformes, pero con un espíritu libertario que cambia su actitud, especialmente ante la vida, sus congéneres y el futuro.

Con un relato rebosante de espíritu juvenil, los protagonistas viven y respiran la ciudad. No obstante, están hartos de ella, por eso quieren renovar sus horizontes y experiencias. De esta situación se desprende su argumento, por demás muy simple aunque de probada eficacia: un grupo de jóvenes preparan un viaje y en medio de esto crean y fortalecen sus relaciones sociales y personales. Es cierto que se trata de una situación recurrente en el cine generacional, pero lo que siempre hace la diferencia es la mirada y el universo propios que crea cada película, y esta definitivamente los tiene.

En este sentido, es inevitable relacionar una película de Medellín que tiene alma de punk con la emblemática Rodrigo D: No futuro, de Víctor Gaviria. Pero más que establecer innecesarias comparaciones entre ellas, porque hablan de dos ciudades diferentes y con treinta años de distancia (la de Gaviria se rodó en 1986), dicha conexión resulta más elocuente si se reflexiona acerca de sus protagonistas, la relación que tienen con la ciudad, con la música y su actitud frente a la vida.

Los jóvenes de Los nadie tienen más oportunidades y el mundo se les ha abierto. Ya las montañas circundantes y mucho menos las fronteras de un barrio son límites infranqueables. Necesariamente hay una sombra de frustración, frente al sistema del mundo adulto y a la ciudad misma, pero esto convive con un optimismo hasta empalagoso que se manifiesta principalmente en la conexión entre estos jóvenes y desde el cual hasta el propio punk ya está revestido de otras connotaciones. Porque si bien el punk continúa siendo un potente vehículo de rebeldía e inconformismo, también es un medio de camaradería y socialización.

Narrativamente la película ofrece una sólida estructura que sabe distribuir sus distintas líneas dramáticas, mediante las cuales los protagonistas preparan el viaje y construyen sus relaciones. Hay también una equilibrada eficacia narrativa entre el ritmo propio de la variedad de personajes (adosado con la música) y la naturalidad e intimismo que logra en las escenas de corte cotidiano. Y todo esto en ese gran marco de la ciudad de Medellín como protagonista, con su paisaje empinado y abigarrado, su dinamismo replicado por  la energía de estos jóvenes y hasta su look en blanco y negro, que no permite distraerse de lo importante: lo que estos muchachos sienten y buscan, así como sus  ganas de partir hacia la aventura.

Es una ciudad que, al final, solo les ofrece dos opciones: abandonarla para recargar fuerzas y volver o sucumbir a esa violencia que sigue allí, más soterrada, pero no menos amenazante. Un final y una ciudad que resultan contundentes, así como lo es toda la película, una pieza inteligente, entrañable y llena de fuerza expresiva, tanto en sus personajes como en sus imágenes.

Destinos, de Alexander Giraldo

Con el sol en la cara

Oswaldo Osorio

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Cinco personajes que no tienen relación entre sí protagonizan historias de lucha cotidiana o adversidad, historias que se cruzan en una gran ciudad y que tienen como denominador común una suerte de añoranza o nostalgia por un pasado o un futuro mejor. Sin ahondar mucho en su vida anterior, el relato se concentra en unos episodios que los define como personas que lidian con la vida y fija su mirada atenta y paciente poniendo al espectador como testigo de si lo consiguen o no.

Un hombre que recién sale de la cárcel, un boxeador sin dinero, un barrendero que empieza a formar una familia, un albañil con su madre enferma y una mujer que acaba de perder a su hija son esas cinco historias de vida que el relato desarrolla alternadamente. Hay una sexta menor, la de una joven que hace sudokus y conoce al boxeador.

Todos ellos tienen algo qué resolver en sus vidas o alguna cosa les hace falta. El único que no tiene ese apesadumbramiento que le opaca el gesto es el barrendero, quien espera un hijo y, junto a su mujer y a su madre, mira con entusiasmo su futuro. Aun así, su vida no es fácil, la diferencia es ese optimismo con que encara su existencia y la promesa de futuro que viene con su hijo.

Los demás van de la tristeza al patetismo, sin tratarse tampoco de una de esas propuestas que se ensaña en sus personajes y que solo le interesa la oscuridad de estados de ánimo y los atropellos de las adversidades. En cada historia hay siempre un contrapeso que aliviana esos amargos episodios, que deja entrever posibles salidas, o al menos esperanza. Por esa razón, terminan dimensionándose las historias y sus protagonistas, porque en ese claro oscuro de los retratos que plantea hay siempre matices.

Sorprende un poco el tipo de película definido por el caleño Alexander Giraldo, quien había debutado con 180 segundos (2012), un thiller de acción sobre un planificado robo que es contado mediante la fragmentación y la discontinuidad temporal. Entre las dos películas solo coincide la presencia de tres actores (Angélica Blandón, Manuel Sarmiento, Alejandro Aguilar) y esa fragmentación, la cual es usada por razones diferentes: en la primera, para contribuir a la tensión y el suspenso propios del thriller, mientras que en esta segunda para dar cuenta de un similar estado emocional presente en seis personajes.

En el aspecto formal sobresalen el montaje y la fotografía, el uno porque sabe manejar los ritmos, así como los cambios de escenarios y personajes en medio de tantas posibilidades; la otra porque demuestra una sensibilidad para con la imagen, en especial en la composición de los encuadres y en la concepción de la luz, que tienen la versatilidad de responder al esteticismo o al realismo de cada situación.

En una cinematografía muy afanada por contar historias y muchas veces determinada por los grandes temas del país o los personajes definidos por su protagonismo en el contexto social, resulta refrescante y grata una propuesta que quiera pensar más en los personajes que en la trama, en la cotidianidad que en los acontecimientos extraordinarios, en el intimismo de las emociones que en la sucesión de acciones para construir una historia.

 

 

Magallanes, de Salvador del Solar

La culpa, el olvido, el perdón

Oswaldo Osorio

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El posconflicto puede ser un proceso tan complejo como la guerra misma. Incluso en el conflicto todo se reduce a lo esencial, la vida y la muerte. Lo que viene después, está lleno de matices e implicaciones, los cuales dependen del papel que cada quien tuvo en el conflicto y la forma como decide afrontar la vida luego de este. En esta coproducción colombo peruana se pueden ver todas estas variables, con fuerza, contundencia y presentadas en una envolvente trama.

En su ópera prima, el actor peruano Salvador del Solar sorprende con un sólido guion, escrito por él mismo a partir de una historia de Alonso Cueto, así como con una dirección precisa y eficaz. En ella un ex soldado y una víctima de abusos del ejército se vuelven a encontrar luego de casi dos décadas. La culpa del uno y la determinación de olvidar de la otra, de nuevo los confronta y, a pesar del deseo del ex soldado de intentar reparar lo que alguna vez hizo, es muy difícil que algo bueno salga de este doloroso encuentro.

En medio de esto, hay una trama en clave de thriller, en la que un secuestro parece ser la solución para ambas partes. No obstante, lo único que empieza a esclarecerse es las verdades de lo que fue la violencia armada interna en el Perú durante dos décadas, y especialmente cómo las principales víctimas fueron de la población civil, que siempre estuvo bajo el fuego cruzado entre la guerrilla y el ejército, que para efectos de la descarnada violencia que ejercieron contra la gente no marcaron diferencia alguna.

Además del drama de los dos protagonistas, la historia también involucra a otro tipo de actores de ese conflicto y posconflicto que dimensionan las variantes y complejidad de estos procesos. Desde el oficial del ejército, que padece una conveniente -y significativa para el caso- pérdida de la memoria, pasando por el ex soldado que aún anhela los tiempos en que podía desbocar su violencia, hasta los agentes del gobierno que prefieren el olvido sobre la legalidad. “Aquí no ha pasado nada”, es una demoledora frase llena de implicaciones, tanto para el relato que cuenta este filme como para la historia reciente del país andino.

Damián Alcazar y Magali Soler interpretan ya conocidos roles en ellos, pero no por eso dejan de ser eficaces y convincentes. El relato mantiene siempre un interés creciente y una zozobra por la suerte de los dos protagonistas, con quienes el espectador se puede identificar por razones diferentes, casi opuestas; todo esto en función de dar una mirada a un proceso que no ha culminado por completo, porque tratar de perdonar, querer olvidar y soportar la culpa puede durar el resto de la vida.

 

Dos mujeres y una vaca, de Efraín Bahamón

La guerra de los hombres

Oswaldo Osorio

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Las historias sobre el conflicto en el cine colombiano coinciden mucho con los componentes esenciales que tiene esta película: son historias sobre las víctimas (generalmente mujeres y niños), están condicionadas por el fuego cruzado de los actores del conflicto y tratan de reflexionar no solo de la guerra, sino también sobre asuntos que trascienden a la esfera social y personal de los protagonistas.

En su ópera prima Efraín Bahamón se propone desarrollar estos aspectos a partir de un relato con esquema de road movie, en el que los personajes a que alude el título viajan de su finca al pueblo para que alguien les lea una carta. La situación es solo una excusa argumental para hablarnos de estas dos mujeres, una mayor y su nuera embarazada, también para enfrentarlas con el conflicto armado del país y dar cuenta de su condición como víctimas y mujeres, así como de su secreta y sorpresiva participación en él.

Se trata de un relato concebido con coherencia y solidez, así como estructurado y eficaz en su narrativa. Todo en él está definido y desarrollado como dicta el manual. Es por eso que en esos aspectos (narrativa, componentes del relato y estructura), la película empieza con una sugerente idea y dos personajes, para luego ir creciendo como relato y enriqueciéndose en sus connotaciones. Cada nuevo elemento llega en el momento preciso a robustecer y complejizar la historia, cada giro sorprende y avanza la trama hacia la necesaria intensidad en su progresión dramática.

No obstante, el relato en sus imágenes no siempre funciona con la eficacia descrita. Es decir, estamos ante un guion inteligente y bien formulado, pero ante una puesta en escena sin tanta precisión. Tal vez solo sean detalles, como algunas actuaciones que no son consistentes todo el tiempo, o unas líneas de diálogo que pertenecen más al guionista que a un par de campesinas analfabetas, o la muerte desdramatizada de un querido amigo, el caso es que estos detalles afectan la plena solidez de lo visto en pantalla, reflejándose como vacíos en la verosimilitud y fuerza dramatúrgica.

Aun así, lo que finalmente prevalece de fondo es la potencia que guarda la idea general del filme sobre las víctimas del conflicto, sobre la condición femenina y las implicaciones sociales y emocionales de esta situación. A la postre, no se trata solo de dos mujeres que necesitan saber lo que dice una carta acerca de un ser querido, sino que es un relato sobre su relación y la forma como estrechan sus lazos en medio de una guerra de hombres, sobre duras decisiones tomadas que adquieren la forma de oscuros secretos del pasado, o sobre lo que representa una vaca en un contexto donde la composición de la familia se reduce a mujeres, animales y niños.

Todo Comenzó por el fin, de Luis Ospina

Una obra final, una obra completa

Manuel Zuluaga

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Con viejas técnicas de la casa, Luis Ospina continúa su obra  documental en video, explorando y retratando la vida de artistas reconocidos. Trátese de músicos, pintores o escritores, siempre ha sido consecuente con su manera de representar, no solo la intimidad de estos, con todo lo que implica, debilidades y fracasos; sino además su vínculo con la sociedad, enmarcándolos siempre en contextos que los apabullan y que definen sus actitudes. De allí que su ejercicio como realizador necesite de tanta investigación y trabajo etnográfico, comprometiéndose siempre con los personajes de sus historias,  manteniendo una relación ética que le permita abarcar la totalidad de matices que comprenden estos artistas, y llegando a un nivel de intimidad que se hace evidente con la empatía que tiene con cada uno de ellos.

En Todo Comenzó por el fin, su última película, los métodos y formas son los mismos, división por capítulos, mucho material de archivo, entrevista  a los implicados indirectos del artista, etc. Solo que esta vez el personaje al que se le hace el retrato es un grupo de amigos que tuvieron la iniciativa y la convicción de hacer cine a toda costa, conocidos como “Caliwood” y del cual hacía parte el mismo Luis Ospina. Esta película es una autobiografía de las tres personalidades más destacadas que integraban este grupo: Andrés Caicedo, Carlos Mayolo y Luis Ospina. Sin embargo, lo más innovador en esta película, con respecto a su obra, es que Ospina se expone como nunca lo había hecho, y a pesar de que siempre aparecía como partícipe en sus películas, esta la protagoniza y se expone explotando su figura, para generar una reflexión ambigua  sobre una vida entregada al cine, y su infelicidad por haberse convertido en un anciano senil. Pues de una manera muy autocrítica y tácita, nos entrega imágenes de él desnudo, internado en un hospital, en silla de ruedas, imágenes que hacen contraste con la fuerza y vertiginosidad  de las imágenes de su juventud y de las parrandas de Mayolo y la vida intensa de Caicedo, sugiriendo así que es mejor estar muerto que enfermo terminal.

Así mismo, asume esta película como  una tarea final de representar lo que fueron para el país, comprometiéndose a hacer el retrato de su grupo y su generación, una búsqueda que ya anunciaba en Un tigre de papel (2007); y en ese intento se excede en tres horas y media, algo pretensiosas y aduladoras, que más que un buen ejercicio audiovisual, que resalte sobre las demás de sus películas, termina siendo un archivo útil para los que estudian historia del cine y les interesa la farándula. Para el bien de su obra, espero que con esta anuncie el final de su carrera y marque la conclusión de su búsqueda temática  y autoral.

Siembra, de Ángela Osorio y Santiago Lozano

Un canto triste

Oswaldo Osorio

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El desplazamiento forzado y la marginalidad como consecuencia son de nuevo el tema de una película colombiana. No es un reproche, porque es un tópico que no se ha agotado y cada relato tiene lo suyo. Lo que tiene este es una serie de elementos complementarios, como el conflicto generacional y el duelo, así como una propuesta narrativa y estética que, sin duda, le da fuerza a sus personajes, a su contexto e historia.

El Turco y su hijo viven en un barrio marginal, luego de haber vivido de la pesca en su tierra y de ser desplazados por la violencia. La idea del desarraigo cruza todo el relato y en especial a su protagonista. Pero es un desarraigo que va más allá de haberle arrebatado su hábitat, porque también lo hace con su hijo. Su gran tragedia es que este ya no quiere volver, pues se ha adaptado y adquirido los hábitos del nuevo ambiente. Entonces la ruptura generacional se hace evidente y lo ancestral convive con lo nuevo, en tensión y amalgama al mismo tiempo.

Pero todavía hay una tragedia mayor (y aquí se adelanta un dato importante del argumento), y es que ese nuevo ambiente, que también tiene su propia violencia, acaba con la vida de su hijo. Entonces el relato ahora sí se centra por completo en el Turco, en su dolor y desesperación, porque ya no tiene nada, ni tierra ni familia. Y así se despliega una puesta en escena de este doble duelo, definida por elementos como el gesto oprimido del protagonista, la música con sus lamentos, la lluvia como alegoría y alguna metáfora del sueño.

Es una película con un especial carisma, concentrado particularmente en la figura y el personaje del Turco, un hombre adusto y sensible al mismo tiempo, que lleva siempre consigo la carga de su desarraigo y el deseo por recuperar su naturaleza. No obstante, hay un momento en el relato en que este carisma y personaje pierden el rumbo. En plena velación de su hijo, el Turco comienza un deambular que tal vez se puede explicar conceptualmente, pero desde la lógica argumental y narrativa resulta un poco incomprensible, o al menos inconsistente.

Es una película hecha en un blanco y negro bello y lleno de fuerza, que funciona muy bien con la piel de estos personajes, con el realismo, la poética de algunas imágenes y lo duro de la historia (aunque también es cierto que esta decisión estética se está convirtiendo en un tic del cine actual). Así mismo, la música es un significativo componente de la narración y la cultura que retrata, con esa inevitable mezcla entre lo viejo y lo nuevo, entre la tradición del litoral Pacífico y la alienación de la ciudad (o una nueva identidad, si se quiere), representado esto en los alabaos y los sonidos urbanos.

Es una película que, a un tema que ya es recurrente (tal vez el más del cine nacional), sabe encontrarle un punto de vista que diga algo nuevo y de forma diferente. El blanco y negro, la música, el realismo cotidiano en la puesta en escena y la imponente y fotogénica figura del turco con su pesada carga, son elementos concebidos con inteligencia y encajados entre sí con naturalidad y elocuencia. Es un canto triste a la realidad del país, a las consecuencias de su violencia y a las nuevas realidades que se han dado a partir de ella.

Anna, de Jacques Toulemonde

Plena y angustiada

Oswaldo Osorio

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El cine pone a viajar a sus personajes para que se trasformen, ya sea por lo que les pasa en el camino o por la gente que conocen. El viaje de Anna, primero de Francia a Colombia y luego del interior del país a la costa, no necesariamente es de transformación, pero sin duda es un viaje que le sirve para darse cuenta de algo, inevitable y doloroso, pero que tiene que solucionar.

Los viajes en el cine también son para escapar o buscar algo. En el caso de Anna es por las dos cosas, escapa de su arruinada vida en Europa y busca recuperar a su hijo y hasta recomponer su vida. En su intento arrastra al niño y a su novio, dos franceses que tienen que sobrevivir a las condiciones del nuevo paisaje y a la inestabilidad emocional de  Anna. El relato los sigue a los tres en su recorrido lleno de momentos plenos y felices, pero también angustiosos y dramáticos.

Por eso el tono de la película está dictado por el voluble comportamiento de Anna, lo cual mantiene el argumento y la narración en un constante estado de variación entre esos dos extremos definidos por la angustia y la felicidad. Este contrapunto sostiene siempre el ritmo del relato y el interés en la historia y sus personajes, aunque también los torna un tanto predecibles, por eso cada subida o bajada en el ánimo de la protagonista es esperado por el espectador y pocas veces llega a sorprender. Aunque más importante que la sorpresa son las consecuencias emocionales de esa situación en cada uno de los tres personajes y en eso cifra su atención el relato.

Además, las fortalezas del filme son mayores a su previsible argumento, empezando por la seguridad y solidez con que está construida y dirigida. A pesar de ser su ópera prima, Jacques Toulemonde presenta una película llena de fuerza dramática y eficacia en su narración; así mismo, consigue que Juana Acosta consolide su respetabilidad como actriz completa y con talento, porque desde el inicio de su carrera se ha pensado en ella más como una cara bonita salida de las telenovelas, a lo que no le ha ayudado muchas malas elecciones que ha tomado en el cine.

De otro lado, si bien Anna inicialmente aparece como la protagonista, el punto de vista del relato muchas veces se pasa a su hijo, Nathan, y de esta manera en distintas momentos se le puede ver a ella desde la perspectiva del niño, quien, a su vez, carga su propio drama, lo cual complementa y complejiza el drama mismo de su madre y de la película.

Se trata pues de una película elaborada con toda corrección en su puesta en escena y narración, definida en su ritmo y su trama por los cambios de ánimo de su protagonista y si bien se dirige a un final que fácilmente se intuye, no por eso se pierde el interés en unos personajes que emprenden un viaje lleno de desafíos emocionales, un viaje del que unos saldrán mejor librados que otros, un viaje turbulento y doloroso, pero necesario.

Luis Ospina

Norma Desmond en Caliwood

Oswaldo Osorio

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Como un hombre del Renacimiento, pero en el contexto del cine, para Luis Ospina fue impensable dedicarse a una sola cosa. Se le conoce más como cineasta, especialmente como documentalista, pero también ha hecho ficción y experimental. Además, ha sido crítico de cine, ensayista, cineclubista, actor, montador, profesor, guionista, camarógrafo y, últimamente, organizador de un festival de cine.

En esencia, entonces, es un cinéfilo en el sentido pleno de la palabra. Esta cinefilia empezó, como muchos de su generación, cuando le regalaron una cámara de niño y cuando iba a cine todos los domingos. Y entre una y otra cosa se ha pasado la vida: haciendo cine y viendo cine, principalmente. Por eso y para eso comenzó estudiándolo, como pocos de su generación, y entre finales de los años sesenta y principios de los setenta estuvo en la Universidad del Sur de California – USC y en la Universidad de California – UCLA.

Caliwood

Ospina es una de las patas del trípode sobre el que se apuntaló el proyecto Caliwood. Las otras dos son Carlos Mayolo y Andrés Caicedo. Este ya mítico proyecto fue construido desde principios de la década del setenta a partir de la obra cinematográfica de Ospina y Mayolo, el Cine Club de Cali y la revista Ojo al Cine. El motor que movió este proyecto fue también la cinefilia, y en torno a ese amor por el cine, al talento y pasión de estos tres personajes y su decidida amistad, se dio una movida cinematográfica y cultural a la que se vincularon muchos otros artistas e intelectuales y la ciudad entera, mientras el país los siguió atento.

En Ojo al Cine Luis Ospina fue fundador, editor, crítico y reportero; mientras que en el cine club fungió como codirector por varios años. Pero sus aportes más reconocidos a este movimiento son por cuenta de su obra fílmica, la cual empezó aun antes de hacer sus estudios de cine, apenas a los quince años, con un corto titulado Vía cerrada (1964), en el que ya se vislumbra su espíritu pesimista y cuestionador del mundo que lo rodea, pues en él un joven aburrido de su ciudad va al encuentro de su propia muerte. Este espíritu no solo se puede leer en su obra, sino que el mismo director lo expresa siempre de forma manifiesta: “Soy una persona que no es muy optimista sobre el futuro y sobre la humanidad en general, sobre lo que es el proyecto humano en esta tierra.”[1]

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El soborno del cielo, de Lisandro Duque

El pueblo contra la iglesia

Oswaldo Osorio

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Hay un singular contraste entre la vocación crítica y transgresora de las historias de Lisandro Duque y su clásica estilística cinematográfica. Las suyas son películas concebidas con toda la corrección y eficacia definidas por el clasicismo del cine, pero también avocadas a cuestionar y arremeter contra la normatividad  y las sagradas instituciones. La Iglesia ha sido, especialmente, uno de esos sistemas que han motivado sus arengas y críticas.

El conflicto de entrada de esta película es la intransigencia de un cura frente a las circunstancias de un pueblo. Declara en entredicho la iglesia hasta que no trasladen a un suicida del cementerio. La imposición choca contra la necesidad de los feligreses de mantener sus creencias, en especial las que dependen de las labores eclesiásticas, como los sacramentos.

De esta manera, la película cuestiona el papel que tenía la Iglesia en los tiempos del concordato, cuando el Estado concedió a esta institución una serie de potestades que determinaban la vida civil y cotidiana de los ciudadanos. En tal sentido la historia está condicionada por una anécdota histórica, pues lo que sucede en ella, un cuarto de siglo después de la derogación del concordato, es impensable que ocurra ahora.

Pero igualmente es significativo el momento histórico en que Duque ubica su relato, pues antes de la década del sesenta (o setenta, no es muy precisa la época según los indicios de la puesta en escena) su historia no habría tenido lugar, pues simplemente el poder de la Iglesia, encarnado en la figura del cura, ni siquiera habría dado lugar a una mínima réplica. En cambio, bajo el espíritu ideologizado y militante de los años sesenta y setenta, es completamente lógica la resistencia de algunos ciudadanos y su poder de convicción sobre los demás.

En este sentido, la película tiene un valor y significación en tanto retrata ese espíritu de época, cuando el discurso y la consciencia política estaban definidos por ese contexto ideológico característico de esos años en América Latina. También por eso, y por momentos, podría antojarse un poco envejecido el discurso mismo de la película. Esas circunstancias ya no tienen validez en nuestra época y, en esa medida, esta historia solo tiene significancia haciendo el ejercicio de ubicarnos en aquel contexto histórico.

Independientemente de eso, es una película inteligente, estructurada y con planteamientos significativos, como todas las de este director. Solo molesta la forma maniquea y enfática con que concibe al cura, convirtiéndolo en un villano casi de caricatura y despojándolo de cualquier duda o matiz (si acaso unos gestos mientras lo motilan). Es evidente cómo el director toma partido por la resistencia ciudadana y simplifica al cura como el malo de la película. Aun así, sigue siendo un relato bien logrado, entretenido, ingenioso y de humor fino, además de ser la prueba de que si el cine colombiano tiene un clasicismo cinematográfico, Lisandro Duque es su principal cultor.