Sin mover los labios, de Carlos Osuna

El hombre invisible

Oswaldo Osorio

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El humor del cine colombiano poco conoce más allá de los códigos propios de Sábados felices o de las películas Dago García, es decir, un humor populista, muy básico, pocas veces físico y sí más cercano al chiste fácil o de segundo sentido que a la situación ingeniosa. Pero ese humor absurdo, elaborado desde distintos frentes y que apela al patetismo y a la comedia negra, que en suma es lo que propone este filme de osuna, tal vez nunca se ha visto en un título nacional.

Los mismos realizadores de Gordo, calvo y bajito (2012), una película que se arriesgó estéticamente con la técnica del rotoscopio, ahora proponen, no exactamente una comedia, pero sí un relato inusual en su protagonista y argumento, provisto de ese mencionado tipo de humor y que apela a otros recursos igualmente escasos en la cinematografía nacional, como las situaciones surreales, la autorreflexibilidad sobre el relato de ficción y la ausencia de realismo sicológico en algunos de sus personajes.

Se trata de la historia de Carlos, un hombre que aún vive con su madre y en sus tiempos libres es ventrílocuo. Pero a pesar del patetismo de su vida, su actitud no necesariamente es de derrota, al contrario, parece mirar al resto del mundo con una suerte de indiferencia o desprecio. Este contraste entre su apariencia y actitud le da al relato un tono, cuando no indescifrable, sí impredecible. Por eso es una película que constantemente está sorprendiendo al espectador, a veces con salidas muy ingeniosas e insólitas, pero otras desconcertantes y que rozan con la chapuza, que no siempre se sabe cuándo es premeditada o no.

Toda la historia de Carlos es en blanco y negro, pero está alternada con fragmentos de un melodrama televisivo que es recreado paródicamente apelando a los estereotipos y lugares comunes del género. De manera que el relato plantea un permanente contraste entre el discurso trillado, vacío y predecible de ese producto de ficción que se consume por millones y el otro tipo de discurso que propone esta película: absurdo e insólito, muchas veces grotesco, nada complaciente y con personajes definidos por la fealdad y su comportamiento errático.

Incluso llega un momento en que la historia y el relato se desbocan hacia un caos y  delirio que empieza con el encuentro del protagonista con estos dos misteriosos personajes que, intermitentemente, aparecen desde el principio. Carlos se transforma de una forma extrema y bizarra, mientras desaparecen los límites entre las dos ficciones. En este punto no puede haber ningún espectador reclamándole a la película cordura ni reglas de la narrativa clásica, y mucho menos realismo. Ahora la trama y su universo están definidos por otra lógica que permite hacer innumerables lecturas, ya desde el humor, lo surreal, la crítica a la alienación televisiva, el existencialismo, el absurdo o el patetismo.

Es una película que seguramente dejará desconcertados a muchos espectadores, sobre todo aquellos que esperan del cine la comodidad de una trama y un esquema legibles y de discursos  reconocibles, pero lo que hay aquí es una propuesta atrevida e ingeniosa, irreverente con las normas del cine más convencional, estimulante en sus posibles interpretaciones y con un humor inédito en el cine colombiano.

El caso Watson, de Jaime Escallón Buraglia

¿Y dóndes está el suspenso?

Íñigo Montoya

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Tal vez el thriller es el más universal de todos los géneros cinematográficos. El crimen, la corrupción, el suspenso y la intriga funcionan más o menos de la misma forma en cualquier tiempo y país o para distintas circunstancias. En Colombia se han hecho muchos thrillers, algunos de gran nivel, como Perro come perro, Saluda al diablo de mi parte o satanás.

No obstante, este thriller basado en el sonado caso del agente de la DEA asesinado por cuatro taxistas bogotanos en 2014 deja muchas dudas sobre el manejo que se hizo de los elementos del género. Específicamente se trata de un thriller policiaco, pues todo el relato está contado desde el punto de vista de los agentes que desarrollaron la investigación. En esa medida, la propuesta general del argumento y la narración están definidas con claridad, así como realizada con una factura de buen nivel, tanto en los aspectos técnicos como de puesta en escena.

Pero dicha propuesta empieza a cojear en el caminado menudo, en el paso a paso de aplicación de los recursos del thriller y de la concepción de la historia. Hay muchas salidas gratuitas y forzadas por el poder del guionista, más que por la naturalidad de los sucesos, como que el mafioso pueda congelar la imagen de un noticiero que se emite en vivo para identificar a una policía infiltrada, o que justo los criminales buscados hayan asaltado y violado a la novia de uno de los detectives, o que una policía que está en permanente comunicación con sus compañeros sea secuestrada sin que nadie se entere.

Esos y muchos más detalles hacen que todo el relato pierda su solidez y credibilidad, eso sin contar que se les olvida una de las principales condiciones de cualquier relato: que los antagonistas tengan la suficiente fuerza como para que el conflicto tenga la intensidad que requiere el espectador para engancharse a la trama e identificarse con los protagonistas. Pero aquí no sucede eso. Los criminales nunca son una amenaza y mucho menos una fuerza de oposición equivalente a  la de los policías.

El resultado, entonces, es una película con una trama simplista, en unos casos, y gratuita y forzada, en otros. A pesar del buen material que se podía desprender del hecho real, no supieron aprovecharlo y terminaron elaborando un argumento más bien obvio y sin fuerza alguna, empezando por la práctica  inexistencia del principal recurso de este género: el suspenso.

Another Forever, de Juan Zapata

El vacío de una pérdida

Oswaldo Osorio

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El duelo es una de las situaciones más críticas en la existencia de cualquier persona. Aunque están bien definidas las etapas por las que alguien pasa en estas circunstancias y el cine ha recurrido a este tema con insistente frecuencia, cada película propone su propia forma de dar cuenta de él. En el caso de esta película, dirigida por el colombiano Juan Zapata, se hace a partir del silencio, la mirada contemplativa del relato y la estructura narrativa.

Escrita por el mismo director y la actriz brasileña Daniela Escobar, quien también protagoniza el filme, esta historia apela a una economía de recursos en términos argumentales y dramatúrgicos, pues parece que lo que más le interesa es ese paisaje emocional de Alice luego de la pérdida de su esposo, un paisaje constituido mayormente por la ausencia de picos o de cualquier otro gesto que revele algún interés por algo que no sea distinto al vacío y el ensimismamiento.

La principal apuesta expresiva de esta película está en la estructura narrativa que propone, la cual está definida por un sistemático paso del pasado al presente, esto es, cuando la pareja vivía un feliz idilio, por un lado, y cuando Alice se encuentra en ese estado casi catatónico, por el otro. Es en el contraste entre uno y otro momento donde radica la mirada al duelo que proponen los realizadores, pues el dolor de ese momento es evidentemente potenciado por la comparación entre uno y otro estado.

Además, este contraste es reforzado por elementos como la luz (más viva y brillante en el primer momento), el dinamismo de la cámara cuando muestra el pasado y su estatismo registrando en el presente, y especialmente, con la forma como conecta escenas y elementos entre ese estado de felicidad y el otro de tristeza. El resultado es un contrapunto que funciona muy bien para hablar de ese dolor y esa radical forma en que puede cambiar la vida de una persona cuando sufre una pérdida. También recurre a otros recursos para dar cuenta de aquel difícil proceso, como el viaje, donde el cambio de escenario contribuye a la superación de aquella honda tristeza propia del duelo. Aunque otros resultan verdaderamente forzados o gratuitos, como el encuentro con el fotógrafo en el tren.

No obstante, no necesariamente esta bien pensada forma de presentar y contrastar las circunstancias de un duelo la hacen una película especialmente emotiva o sensible con el tema. A pesar de estos recursos narrativos y dramáticos, todo el relato en el fondo se antoja un poco distante y calculado, quitándole la intensidad emocional que podría tener un tema y un personaje como estos. El resultado, entonces, es una película inteligente y con sus elementos bien definidos, pero que no consigue por completo que se haga una plena conexión emotiva con su protagonista, que es la razón de ser de la película.

X500, de Juan Andrés Arango

Encajar, madurar y resistir

Oswaldo Osorio

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Tres historias separadas en sus argumentos, contadas de forma alternada, pero que tienen en común a unos personajes, su condición y circunstancias. El director colombiano Juan Andrés Arango ubica estas historias en Ciudad de México, Buenaventura y Montreal, tres ciudades que no podían ser más diferentes entre sí, pero que terminan siendo universos similares para estos tres jóvenes que se enfrentan cada uno a sus respectivos contextos, arrojando como resultado un relato duro y reflexivo sobre la identidad, el sentido de pertenencia y la transición de la juventud a la adultez.

La historia de David es la de un joven campesino de ascendencia indígena que viaja a Ciudad de México luego de la muerte de su padre. El choque con la gran urbe es rotundo, incluso se enfrenta a dos mundos muy distintos, el de sus amigos punkeros y el de las pandillas del barrio donde se aloja. Entretanto, Alex regresa a Buenaventura después de haberse ido como polizón a Estados Unidos, y aunque lo que quiere es ser pescador, en el camino de conseguir un motor termina trabajando como soldado para la mafia local. Mientras que en Montreal se encuentra María, quien llega de Filipinas tras la muerte de su madre, y a pesar de que su abuela le tiene un futuro planeado, ella opta por la rebeldía propia de una adolescente confundida.

Como se puede apreciar en estos planteamientos argumentales, la película bien pudo ser tres cortos contados uno tras otro, pero se decide por un relato alternado al cual ese trenzado de las historias le otorga una unidad definida por la asociación directa que se hace de las distintas circunstancias y acciones de estos jóvenes. A dos de ellos, a los hombres, la falta de oportunidades de su entorno los arrincona hacia la marginalidad y la violencia. Y aunque sus circunstancias iniciales son muy parecidas, sus historias presentan dos alternativas muy diferentes de acuerdo con sus decisiones.

En cuanto a ella, si bien no tiene los problemas de un contexto tercermundista y marginal, su marginalidad se da por vía de la edad y de su condición de inmigrante, pero sobre todo, y este es el elemento que más los une y los determina a los tres, por la ausencia de sus padres. Ese desamparo afectivo, esa falta de referentes, que no quieren reconocer como tal, pero que los amarga y los endurece, es el móvil de muchas de sus decisiones, para bien y para mal: Para buscar con una nueva identidad  a una nueva familia, como David; para sacrificarse y convertirse para su hermano en el padre que él no tuvo, como Alex; o para ocasionar una pequeña catástrofe y forzar el regreso a la tierra de su madre, como María.

Como ocurrió con La Playa D.C. (2012), este joven director colombiano demuestra aquí gran claridad y sensibilidad para dar cuenta de un universo adverso desde el punto de vista de unos jóvenes que tienen que empezar a tomar decisiones cruciales en su vida, y con ello definir de una vez por todas lo que van a ser el resto de su existencia. Esto lo hace desde un sólido trabajo con actores naturales y una soltura y espontaneidad en la puesta en escena que no por su vocación realista está exenta de muchos momentos de belleza estética.

Perros, de Harold Trompetero

Sarna y Misael

Oswaldo Osorio

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El problema es que la gente del cine no le tiene paciencia a Trompetero. Además, tienen una mirada selectiva de su obra, se olvidan de títulos suyos como Diástole y sístole, Violeta de mil colores, Riverside y Locos, pero siempre tienen presente –y le reprochan- que hizo El Man, El paseo y otra tanta de comedias de consumo. Se niegan a aceptar que un director puede hacer ambos tipos de cine, pasando por alto que, al fin y al cabo, desde su niñez el séptimo arte ha sido arte e industria, aunque casi siempre por separado.

Para quienes le tienen paciencia, esta nueva película es lo que se podría esperar de un director que conoce el medio cinematográfico y sus posibilidades expresivas, un director que no le teme a los extremos (de hecho, ¡El Man es un extremo!) en los que se puede llevar a una situación límite a un personaje e, incluso, a un espacio. Este es el caso de Misael y la cárcel en la que fue confinado luego de asesinar a un hombre, y donde es sistemáticamente sometido a violencias y vejaciones.

Tal vez el detonante del conflicto más evidente pueda parecer un poco gratuito o recurrente, esto es, la agresión inicial de Misael al jefe de guardias y la consecuente fijación de este por el nuevo preso, no obstante, es una situación dramática desarrollada con fuerza y coherencia a lo largo del relato. Es una relación en permanente tensión, ambigua, cruel y grotesca, que aísla más a su protagonista y potencia su consternación por el problema que verdaderamente lo está corroyendo: la separación de su familia y la imperativa necesidad de que su hijo conozca sus motivos.

El catalizador para que Misael sobrelleve este par de conflictos es una perra que vive en esa cárcel de pueblo, Sarna. Se trata de un particular y hábil recurso de los guionistas para acompañar la transformación del protagonista y servir de leitmotiv -que en ningún momento resulta inverosímil- para propiciar muchas de las situaciones, e incluso para hacer analogías y relaciones, tanto en torno a la situación de Misael en aquel ominoso lugar como a su abandono afectivo.

Pero hay que aclarar que lo que en su visión externa es una historia cargada de violencia y degradación, definida por el acabado y los gestos de un realismo sucio, también es el viaje trágico de un hombre común sitiado por su destino. No estaba en su naturaleza cometer aquel crimen, pero sus adversas circunstancias así lo determinaron. Tampoco dejar de ser amado por quienes creía estar defendiendo con sus acciones, pero su sino dictaba que lo uno venía con lo otro. Para ajustar, y como una suerte de justicia poética retorcida y cruel, en la cárcel sí encontró quien quisiera estar con él.

Esa cárcel sucia y escabrosa, con todo ese animalario cumpliendo su respectivo papel como en todo penal, es otro protagonista del relato, mientras la fotografía es cómplice de su ambiente amenazante y sofocante. Allí, y con su relato enfático y visceral que sigue las desventuras de su apaleado personaje, Trompetero crea una pieza fuerte y agresiva, que visita las miserias humanas en el peor de los escenarios y a través de un hombre olvidado de la fortuna.

 

 

 

La mujer del animal, de Víctor Gaviria

El mal inmutable

Oswaldo Osorio

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Nuevamente Medellín, la marginalidad, la violencia y el realismo son los insumos para la construcción de una película de Víctor Gaviria, y aun así, es una historia y un relato distintos a sus otros tres célebres largometrajes (Rodrigo D, La vendedora de Rosas, Sumas y restas) y a ese -menos difundido- puñado de buenos cortometrajes. Se reconoce su escritura, su mirada y su universo, pero refiriéndose a otros temas, personajes y época, en este caso una dura y conmovedora historia sobre el maltrato femenino ambientada en un barrio de invasión durante los años setenta.

Bien pudo haber sido la historia de El animal, un hombre violento, posesivo y de conducta criminal, pero el relato se decide por mirarla desde Amparo (que son dos en una), aquella joven que este hombre rapta y confina en medio de agresiones y humillaciones.  Pocas veces el punto de vista se separa de ella y con esto asume la posición de la víctima, que no es una sino todas las mujeres en esa situación, y lo hace como este cineasta suele tratar a sus personajes más infortunados, con respeto por su sufrimiento, ternura en su acercamiento y lucidez para crear empatía con el espectador.

En la contraparte está Libardo, cuyo apodo evidencia el hecho de que en él no hay atisbo alguno de humanidad, ni por Amparo ni por ninguna de sus víctimas, tampoco siquiera por su propia familia. Es el mal personificado, sin ninguna leve sombra de compasión o duda, y así permanece de principio a fin, casi sin matices, lo que de cierta manera uniforma el transcurso del argumento. Aunque sin duda es la figura más potente e inolvidable de toda la película y el recurso que, por contraste, carga de fuerza dramática a la protagonista y hace de su situación un contundente alegato contra la violencia de género en particular y contra la arbitraria imposición de la violencia en general. Además, a diferencia de él, Amparo sí se transforma paulatinamente, y al final se evidencia en su gesto las consecuencias del sufrimiento y de su endurecimiento ante la vida.

No menos violento y arbitrario, es ese régimen de silencio, miedo y complicidad de todos los testigos de aquel agresivo sometimiento, lo cual se suma a la casi total ausencia del estado o de cualquier referente de orden legal o hasta moral. Es un universo de precaria civilidad y de supervivencia construido veraz y minuciosamente desde el diseño de arte y la dirección de actores. Especialmente en este último apartado se evidencia el grado de madurez y eficacia que ha alcanzado Gaviria con lo que es tal vez el más significativo aporte de su método al cine nacional. Su trabajo con actores naturales es la base de sus historias y expresión, así como una herramienta de investigación y praxis del cine que ya ha hecho escuela.

En esta cuarta película amplía su mirada de la ciudad de Medellín, esta vez reconstruyendo el mundo moral sobre el que se erigieron muchos barrios de la periferia de la ciudad. Aquí Víctor Gaviria mira al pasado y al que bien pudo ser el origen de los personajes y la violencia que luego marcaron a esta sociedad, enfocándose en los seres más vulnerables en esas situaciones, la mujeres y los niños, y creando con ello, una vez más, un estudio antropológico y también histórico, una denuncia sin panfletarismos que hoy es más actual que nunca, y un afinado modelo de cómo podría ser idealmente el realismo cinematográfico.

 

Los asombrosos días de Guillermino, de Gloria Nancy Monsalve

Una fábula de espantos

Oswaldo Osorio

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La época más inusual y temeraria, al menos en el caso de los hombres, es ésa entre los doce y los trece años. Lo singular de este periodo es que se está en un umbral donde todo se vuelve indefinido, porque aún falta para llegar a la adolescencia, pero también se ha dejado de ser un niño. Y aunque en algunos aspectos resulta ser un inconveniente, en general esta particular situación se aprovecha para hacer cosas tanto de niños como de adultos, sin que se resienta mucho la lógica de pasar de un estado al otro.

El cine se ha dado cuenta de esta condición, incluso la gran mayoría de las películas que hablan de aventuras infantiles están protagonizadas por pequeños hombres que se ubican en este umbral, donde todo se puede, ya sea por la determinación de querer ser mayores o por la gran reserva de inocencia y fantasía que aún se conserva. Por eso es una edad memorable y de la que casi todos guardan buenos recuerdos.

La opera prima de Gloria Nancy Monsalve capta muy bien ese espíritu que anima esta edad. Guillermino es un niño que no parece tener nada extraordinario, y de hecho no lo tiene, pero justamente por ahí empieza el encanto de esta historia, es decir, por la naturalidad con que la directora consigue recrear sus ambientes, situaciones y personajes. Es cierto que al final hay un suceso extraordinario, pero es casi consecuencia de todo lo que se construye previamente. Y esta construcción empieza por perfilar a este niño en su cotidianidad, la del colegio, del hogar y de la relación con sus amigos y con los juegos y aventuras de barrio.

Desde las travesuras infantiles, pasando por la determinación para confrontar a otro niño mayor y además brabucón, hasta la idea que le ronda en la cabeza sobre la posibilidad de la existencia de guacas y espantos, todas esas situaciones son las que nutren esta historia entre tierna y divertida, una fábula naturalista que da cuenta del color local de una región muy específica del país, la zona del Eje Cafetero. De ahí que los personajes y las distintas situaciones en esta película son el producto de una mirada atenta a la idiosincrasia de esta región, consiguiendo un entretenido y entrañable retrato de sus personajes,  costumbres y mitos.

Con esto se comprueba una de las constantes que define el cine nacional, esto es, la búsqueda de la identidad por vía de lo regional. No es gratuito entonces que la película se promocione como una cinta realizada en el Eje Cafetero, específicamente en Pereira, Dos Quebradas y Santa Rosa de Cabal, región donde si acaso hay un lejano antecedente cinematográfico. Y es por eso que en su carácter regional está el componente diferencial con muchos de los relatos que se cuentan en el país, sin que por ello su historia deje de ser universal.

Pero sobre todo, lo que funciona muy bien en esta película es el tono que consigue la directora con su relato, un tono en el que intervienen los elementos ya mencionados, como la cercanía de la mirada, el punto de vista del niño y el cuadro de costumbres. Desde el principio de presenta como una evocadora historia, donde la inocencia infantil y el color local son las principales coordenadas por las que se mueve la narración. Por eso es una historia llena de humor, calidez y construida a partir de sencillos episodios que van dando cuenta de las aventuras de Guillermino, las cuales están enmarcadas y condicionadas por el contexto específico de esa edad y esa región, que lo conducen a un destino tendiente a las tragedias cotidianas.

Estas aventuras empiezan por una travesura callejera, luego se le pierde el dinero de un mandado, lo que lo lleva decir una pequeña mentira y ésta a embarcarse en una empresa que también le acarreará más problemas, hasta que termina exiliado, a manera de castigo, en una finca de su tío. Nada parece salirle bien a Guillermino. Su ingenuidad, su inocencia, la mala suerte y la obsesión por creer en historias  de espantos y las riquezas que éstos ocultan, son los resortes argumentales de este filme, son la lógica de cada uno de esos episodios que le conducen inexorablemente a otro aún más problemático.

Y todo por ese espíritu de aventura propio de la edad y por creer en espantos. Aunque también, valga decirlo, le interesan los espíritus  por lo que ellos pueden significar para los vivos, esto es, la riqueza repentina, la posibilidad de encontrar una guaca y obtener fortuna sin esfuerzo, es decir, el “sueño colombiano” de nuevo en el cine nacional, aun presente en esta inocente fábula.

Una de las virtudes sobre las que descansa ese buen tono y la fuerza del filme son las interpretaciones, empezando por la del pequeño actor protagónico. Para una cinta con una historia tan sencilla, con una propuesta visual sin audacias ni estridencias y un modesto presupuesto, tal condición es vital, que sean los actores y la forma como desde la dirección se planteó su trabajo, lo que sostenga el relato, que el espectador no abandone la historia por no creerle a los actores o al universo que se construye con ellos y sus circunstancias. En este sentido, Los últimos malos días de Guillermino es un una película sólida y verosímil, que es capaz de transportar al espectador a la lógica de este niño y de su entono cultural.

Para terminar, con esta película es inevitable recordar que una de las tragedias del cine colombiano es cómo hay filmes nacionales que, luego de iniciar su proceso de producción, son esperados durante muchos años, para que cuando por fin son terminados, la decepción de los malos resultados sea aumentada por la larga espera. Afortunadamente, no es el caso de esta película, que ciertamente ha sido esperada por mucho tiempo, pero es muy grato poder ver por fin su historia sencilla y evocadora, su tono sólido y entrañable, y su factura modesta pero eficaz.

 

Eso que llaman amor, de Carlos César Arbeláez

¿Cuál amor?

Oswaldo Osorio

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Ya la forma como está construido el título de esta película da indicios de que el amor será un objeto elusivo, más una búsqueda que una certeza, o incluso una serie de asuntos que, si bien pertenecen a él, no son necesariamente sus virtudes más deseadas. Con esta desalentadora premisa se echan a andar tres historias que arrastran el peso emocional de unos sentimientos y estados de ánimo marcados más por las carencias y el infortunio.

Es un relato que no se decide entre ser cine episódico o de historias convergentes, aunque esta es una cuestión sin mucha importancia cuando finalmente las tres historias, que son contadas de forma alternada, se desarrollan con coherencia y solidez, avanzando a un ritmo y con unos turnos que permiten engancharse con los tres relatos, así como ir construyendo esa idea que los conecta y que termina por darle sentido a la película como una sola obra.

Una prostituta que necesita hacer un último trabajo para viajar a España y reunirse con su hija, dos estatuas humanas que tratan de establecer una conexión más allá de su coincidencia como artistas callejeros, y una vieja pareja de esposos distanciados por el peso de los años y por una insólita osamenta que se instala en su casa. Así pues que en estas historias parece haber más desamor, o la ausencia de este, que el anhelado sentimiento. Pero en el fondo, a todos ellos los mueve su búsqueda, no importa lo distante que parezca en el momento y en su situación.

Y justo porque están en medio de esta búsqueda, necesariamente son personajes solitarios, una soledad que empieza por unos hijos ausentes y que es reforzada por una ciudad que bulle de vida por todos lados, pero donde cada quien anda en lo suyo. Incluso sin tratarse de una película sobre la violencia en Medellín, hay una hostilidad latente y unos indicios del pasado que posicionan esta violencia en la atmósfera de la ciudad. Y la noche siempre como cómplice de esta hostilidad y violencia.

También el protagonismo de la noche contribuye a crear una concepción visual atractiva y cuidada, donde el color, la luz, las sombras y los ambientes, tanto de la ciudad nocturna como de los interiores, enmarcan y complementan los estados de ánimo de los personajes (salvo por la casa de la pareja de esposos, con un enfático alto contraste que parece más producto de una artificial estilización que de la lógica de ese espacio y sus habitantes).

Con un registro muy diferente a su celebrada Los colores de la montaña (2011), el director Carlos César Arbeláez propone una obra en otro contexto y con un tema muy distinto, pero aun así, prevalece el buen pulso de un cineasta que sabe construir atmósferas, establecer relaciones entre los mundos internos de sus personajes y el contexto social, así como hablar de unas ideas y emociones de gran fuerza dramática, aunque siempre proclives a la desventura.

 

Reseña sobre La estrategia del caracol, de Sergio Cabrera

Con la casa a cuestas o sin ella

Carlos González

Escuela de Comunicación Social

Universidad del Valle

La estrategia del caracol (Colombia, 1993) es una de las películas más importantes para la historia del cine colombiano y, más aun, para la cultura colombiana. La vigencia de sus lecciones no se reduce a lo cinematográfico, pues es al tiempo una herramienta pedagógica extraordinaria. Emblemática desde su guión hasta sus interpretaciones, la huella que dejó puede leerse hoy en clave de pistas para fortalecer la ciudadanía, democracia y participación de los colombianos.

La historia empieza con un periodista que realiza un reportaje en una zona de Bogotá que está siendo desalojada. Allí encuentra al paisa, un hombre que tiempo atrás hizo parte de una maravillosa estrategia dentro de condiciones similares a las que se encuentra. El periodista le permite continuar y allí nos adentramos en la historia central: empezamos en el desalojo de La pajarera, una antigua casa en el centro de Bogotá, a cargo de un tinterillo que responde a un empresario que ha decidido recuperar lo que por escrituras otrora fue el patrimonio de su familia. El trámite deviene en una riña a muerte entre sus inquilinos y la policía, dejando un niño muerto y a varias familias en la calle. Ante la inminencia de ser los siguientes en la lista del tinterillo, los inquilinos de la casa Uribe resuelven desmontar por completo el inmueble y llevárselo lejos del centro de la ciudad. Tras debatirlo y decidirlo -sorteando trampas legales, milagros inesperados y hasta sentencias de muerte- todos y cada uno de los inquilinos participan en intensas pero coordinadas jornadas de trabajo. Cerca al final, cuando la casa no conserva más que la fachada y es entregada legalmente a la justicia, la fachada se desploma ante un estallido y aparece una imagen que perdurará en el tiempo:

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Pero ¿es un trasteo el de la casa Uribe?¿se rearmarán paredes, ventanas y habitaciones, tal cual, en la colina donde terminan todos reunidos, marcando así el final de la película? No, lo que se salva no es la estructura física de una casa, es el mensaje de una historia. Para ser más concretos: dentro de la trama es el momento en el que la dignidad, aunque etérea, aparece como el valor que motivó toda la estrategia: El periodista le pregunta al paisa que todo el esfuerzo realizado “¿para qué”, a lo que el paisa responde bastante enojado: “¿Cómo que para qué?, ¿a usted para qué le sirve la dignidad?”. Pues bien, esa pregunta se le está haciendo en realidad al público. Ahí reposa la vigencia de este film como lección de ciudadanía, legándonos más que una respuesta satisfactoria, una pregunta incómoda: ¿estamos ejerciendo nuestra dignidad? Porque si algo queda claro es que si los actos de los inquilinos de la casa Uribe constituyen un acto de dignidad, ah trabajo y osadía la que requirió. La dignidad y la participación aparecen en esta película como valores sobre los cuales se tiene que hacer un ejercicio en comunidad arduo y sin desfallecimiento, o como lo mencionaba Estanislao Zuleta (1992): “Para que el pueblo sea creador de la cultura, es necesario que tenga una vida en común. Cuando se dispersa, se atomiza, cuando cada uno vive su miseria en su propio rincón, sin colaboración, sin una empresa y un trabajo comunes, entonces pierde la posibilidad de crear cultura” (pág. 47).

El punto es entonces que esta cultura de la que habla Zuleta no corresponde, en buena medida, a los muros y ventanas en común, en el caso de la película, o en nuestro contexto político actual -que es precisamente a donde apunto- a las leyes que se nos imponen. Esta cultura excede los contratos, arreglos, referendos, etc. Implica, más bien, observar “las relaciones sociales, […] la manera como vive la gente” (pág. 46).

Desde hacía un mes largo, el debate de cara al plebiscito que refrendaría los acuerdos de paz entre el gobierno colombiano y las FARC-EP se venía dando con aparente intensidad. Pero ya hace pocos días este país demostró estar más dividido que nunca en su panorama político: la mitad de los votantes se inclinó por el SI a los acuerdos de paz con las FARC, mientras la otra mitad, aunque mayoría en este caso, lo hizo por el NO. Y en este escenario, a este estudiante de Comunicación Social se le encargó la tarea de revisar si en ciertos textos de Estanislao Zuleta habían claves para leer analíticamente la película La estrategia del caracol. Y, por supuesto, las hay. Pero siempre pensé en esta reseña como una oportunidad para cruzar los maravillosos trabajos del director de la película, Sergio Cabrera, y de Estanislao Zuleta con una situación que nos interpelara como ciudadanos que habitamos el presente de nuestro país. Hoy, para concluir, escribo con suma tristeza que encontré una lección que parece atravesar esos tres escenarios: No hay más citas que valgan, pues Zuleta señala en el texto El respeto en la comunicación (1992) lo que diferencia a una cultura de la violencia de una cultura del respeto, pero ambas se sustentan en operaciones concretas y entre ellas no aparece la que sentenció el plebiscito del pasado domingo: el silencio como muestra de indiferencia.

El 62% del electorado colombiano (porcentaje que corresponde al abstencionismo) calló y otorgó. Y no otorgó el triunfo a los del NO, por más vencedores que ahora sean. Otorgó a la cultura de la violencia una forma contundente y clara de expresarse: el silencio.

La película tiene ciertamente un final feliz, por decirlo de alguna forma; o dignificante, si se quiere: los inquilinos de la casa Uribe padecen, resisten y al final ven su dignidad intacta cuando logran zafarse de las artimañas de la ley, llevando la casa Uribe a pedazos y a cuestas hacia donde no se jodan sino entre ellos mismos. Pero a nosotros los colombianos, los que permanecemos por fuera de las imágenes de La estrategia del caracol, ya vinieron los tinterillos a tocarnos la puerta, ya nos la están tumbando y, mientras tanto, adentro, tranquilos, pasmosos, menos de la mitad se revuelcan en el silencio y la comodidad de sus camas. A este paso, los de la casa pintada seremos otros. Si no despertamos nos quedamos sin casa, si no despertamos nos quedamos sin cultura, y solo a través de ella encontraremos algo de dignidad… o es que ¿a nosotros para qué nos está sirviendo eso?

Pariente, de Iván D. Gaona

El desamor y un régimen oculto

Oswaldo Osorio

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Esta película presenta una región casi inédita en el cine colombiano. Salvo por algunos cortometrajes que se hayan podido ver en festivales (varios hechos por el mismo director) y por el reduccionismo a los arquetipos que siempre muestra la televisión, poco se sabe de Santander, su color local y su gente. De eso es lo primero que se ocupa este filme, de recrear con soltura y autenticidad un cuadro de aquella región, el cual es animado por un doble conflicto que contribuye a entender mejor la naturaleza esa cultura.

El doble conflicto es, de un lado, uno íntimo, una historia de desamor, y del otro, un conflicto de contexto, la velada presencia de la violencia y de los paramilitares en pleno proceso de desmovilización de estos. Dicho de otra forma, a Willington se le casa la mujer de su vida con su propio primo, mientras que en la zona persiste el miedo y la incertidumbre, porque todavía hay indicios de violencia y no se sabe si los paracos todavía están o no.

Pero estos dos conflictos y las tramas que los desarrollan, aunque aparecen desde el principio, no lo hacen con toda claridad en el relato, como lo dictan las reglas de la narrativa clásica, pues al director le interesa primero dar cuenta de la esencia de sus personajes, la idiosincrasia de la región y la atmósfera visual y vivencial de aquel paisaje. Eso mismo que ya había hecho con tanta sutileza y elocuencia en cortos como Los retratos, El tiple, Naranjas y Completo.

Todos estos son trabajos donde la construcción de unos personajes y sus interrelaciones sociales, así como con el ambiente rural, se imponen sobre una trama que no necesariamente está definida por giros y estructuras. Por eso en sus películas especialmente sobresale el trabajo con actores naturales, de quienes sabe sacar la naturalidad y autenticidad que acerca al espectador mucho más a ese universo campesino de Santander, así como a una poética de la cotidianidad que lleva este acercamiento mucho más allá del simple cuadro de costumbres.

De la misma forma, en su ópera prima poco a poco va construyendo ese color local y la red de relaciones entre los personajes, con unos matices que solo da una narrativa que le podría parecer dispersa a quienes se aferran a las convenciones de la escritura cinematográfica. También paulatinamente, va subiendo la intensidad de los dos conflictos. El desamor de Willington aumenta ante la inminencia del matrimonio y por las confrontaciones con el prometido de su amada; y de otro lado, cada vez se conocen más los alcances de la presencia del paramilitarismo en la región y de su régimen oculto, un régimen que se impone con su violencia, con sus obligados tributos y hasta como ley, determinando normas y castigos.

De otro lado, hay un significativo elemento que lo cruza todo en esta película: la música. Y no solo tiene que ver con los temas compuestos por Edson Velandia, los cuales contribuyen con la misma expresividad a dar cuenta de una región que este músico conoce muy bien, sino sobre todo como tema y como sentimiento. La música siempre está presente: como leitmotiv de situaciones y diálogos, como ese vínculo que refuerza el frustrado amor entre Willington y Mariana, y como el mejor distintivo del protagonista, a quien le confiere una especial aura que lo diferencia de los demás en medio de toda esa rudeza y violencia (Habría que destacar también al personaje de Completo, un secundario entrañable y bonachón que ya había hecho parte de dos de los cortos de Gaona).

Se trata realmente de una singular pieza en el contexto del cine nacional, tanto por ser el primer largometraje santandereano como por el ya reconocible estilo de un director que logró lo que pocos: tener un prestigio como cineasta con un puñado de cortometrajes. También es singular porque es de las pocas películas que cuestiona con fuerza y habla abiertamente sobre el paramilitarismo, y aun así, no solo es una historia sobre el conflicto en el país, es también un lamento al desamor y un potente fresco sobre una región.