XV Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia

El tiempo de las distopías en Festicineantioquia

Oswaldo Osorio


El XV Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia en 2014 está dedicado a un peculiar y fascinante tema: las distopías en el cine. Si la utopía, según Tomás Moro, quien acuñó el término, está definida por el orden, el equilibrio social y la belleza, la distopía es su antítesis, esto es, una sociedad caótica, acosada por el malfuncionamiento y generalmente oprimida por un régimen totalitario.

Este es un tema que tanto a la literatura como al cine les ha permitido, a partir de la proyección en el futuro o de la alegoría fantástica, reflexionar sobre nuestras sociedades y nuestro tiempo. La distopía, indefectiblemente, es pesimista. Parece que, como van las cosas y de acuerdo con lo que se sabe de la naturaleza humana, nadie se atreve a plantear algo distinto a un futuro adverso y nada prometedor.

El cine distópico normalmente presenta mundos híbridos y caóticos, con estéticas recargadas, casi siempre por la línea del futuro retro, donde se evidencian los tiempos oscuros que pueden venir y, generalmente, planteando cuestiones éticas o políticas de fondo sobre asuntos como la intolerancia, los fundamentalismos, el individualismo, los conflictos del multiculturalismo, la mecanización del ser humano, el hombre que juega a ser dios, los excesos del poder justificados por un supuesto bien común, entre muchos otros asuntos.

El festival se inaugura con Metrópolis (Fritz Lang), y no podía ser con otra, pues esta es la película fundacional de este tipo de cine. Con ella, el ramillete de clásicos de la muestra central lo conforman otros títulos esenciales como Fahrenhet 451 (Francois Truffaut), El planeta de los simios (Franklin Schaffnet), 1984 (Michael Radford), Brazil (Terry Gilliam) y La naranja mecánica y Dr. Strangelove (Stanley Kubrick).

Sociedades donde está prohibido leer, otras gobernadas por la tiranía de la burocracia, o mundos donde se impone la perfección genética o donde son reprimidas las emociones y sentimientos. Cada película propone una situación límite sobre sus protagonistas, ya sea para plantear una crítica al posible rumbo que podrían tomar nuestras sociedades actuales de seguir así, o para establecer reflexiones éticas y humanistas sobre la capacidad del hombre para enfrentar estas situaciones a partir de actitudes y cualidades que siempre van a hacer parte de la naturaleza humana, como el deseo de justicia, la libertad y la dignidad.

El cine distópico, por definición, es futurista, aunque no necesariamente de ciencia ficción. No obstante, es posible ampliar el concepto y pensar en equivalentes distópicos en el presente. Por eso hay cuatro documentales que hacen parte de esta muestra, pues ya sea la dura situación de un pueblo minero, la devastación en Irak tras la guerra o la odisea de los inmigrantes ilegales en México, son situaciones que se presentan con las características de un mundo distópico.

De manera que este año, más que cualquier otro, este festival propone un espacio no solo para ver cine, sino también para ver unas películas (más las actividades académicas) que les permitirá a los asistentes extender sus reflexiones más allá de la pantalla, hacia cuestiones éticas, sociales y políticas.

Wes Anderson – Kinetoscopio Cuadernillo digital

Siete preguntas inéditas

Oswaldo Osorio


Acaba de salir el segundo cuadernillo digital de 2014 de la Revista Kinetoscopio, dedicado a Wes Anderson y el cual se distribuye exclusivamente entre los suscriptores de la revista. A propósito de esto, publico un cuestionario que un periodista me hizo para escribir su artículo sobre este director y del que solo extrajo un par de frases.

¿Qué hace tan particular al cine de Wes Anderson?

Que tiene, lo que llamaría el cineasta Dunav Kuzmanich, un código propio, una forma particular de concebir y articular sus películas. Desde los detalles de la puesta en escena, pasando por la construcción de personajes, hasta la visión general del relato, todo está cruzado por ese código.

¿Gran Hotel Budapest es su mejor película?

En cuanto al refinamiento de ese código personal sí lo es, pues se evidencia la progresión de su construcción a lo largo de su filmografía, por eso en su ópera prima (Bottle Rocket, 1996) solo se encuentran destellos de ese estilo, personajes  y universo. Pero luego de esta última resulta difícil pensar cómo se va a afinar más. Incluso esto despierta un temor: que la siguiente sea una repetición o una ruptura. Si es ruptura no asusta tanto, porque ya lo hizo con El fantástico señor Fox (2009) y es una de sus mejores películas.

Muchos hablan de que él ha creado un universo muy particular, como pocos directores. ¿Qué es exactamente eso?

Tiene que ver con el concepto de código que he expuesto, el cual se traduce en dos aspectos: uno tiene que ver con el sentido de sus historias y personajes y el otro con el aspecto formal. Para el primer aspecto le copio un fragmento de mi crítica a esta última película (por el segundo pregunta en el siguiente punto):

“Y la idea de fondo, de este y casi todos sus filmes, parece señalar hacia un compromiso apasionado, profesional y casi místico para con el trabajo o cualquier empresa que emprendan sus protagonistas: Actividades extracurriculares en Rushmore (1998), la venganza contra un tiburón en Vida acuática (2004) o ser el perfecto conserje de un hotel como aquí. Con esto, se desprende una ética, ante la tradición y artesanía del oficio en cuestión, ante los colegas y ante la vida misma. Desde una pequeña tarea hasta el desempeño laboral general, todo está signado tanto por una firme filosofía como por la precisión y sofisticación en su ejecución. Pero esta visión y ética del trabajo parece ocultar algo en todos esos personajes, una melancolía -no siempre por amor- y una suerte de soledad que quieren llenar con ese apasionamiento, aunque es una soledad más de tipo existencial que social.”

Además, los protagonistas de Wes Anderson son personajes que pueden pasar súbitamente de la excelencia al patetismo. Su carisma y emprendimiento ya mencionados, los convierte en concienzudos héroes de su mundo o su oficio, pero de un momento a otro, ya por el desprecio o indiferencia de los demás o porque fracasan en sus quiméricas o absurdas empresas, adquieren el carácter de hombrecitos patéticos o ingenuos y se vuelven marginales en ese mundo que al parecer dominaban con encanto y pericia, se vuelven antihéroes. Es un mérito de este autor conseguir que esta dualidad no solo sea verosímil, sino hacer de ella casi la esencia de su cine, porque eso es lo que le da hondura a sus personajes, lo que sienta la lógica de funcionamiento de los mundos que crea y lo que le otorga esa doble virtud de ser un cine entrañable y divertido.

Muchos exaltan la simetría, el color, los guiones. ¿Por qué son tan fuertes esos rasgos?

Las historias intrincadas, narradas con precisión y corales (muchos protagonistas o personajes) tienen su equivalente en la construcción misma del universo material que logra por vía de la puesta en escena (escenarios, decorados, vestuario, maquillaje, interpretación). Todos esos elementos con su simetría, cuidado en los detalles y sofisticada estilización, son consecuencia de los dos conceptos que ya propuse como esenciales de su obra: el hecho de que tiene un código, lo cual implica que cada aspecto y elemento funcione con la misma lógica y esté sintonizado con el todo y los demás; y esa mística y apasionamiento por la labor o empresa que acometen sus personajes (y el mismo director), con lo cual ninguna acción, por anodina que sea, es solo una acción, sino que es todo un rito y un compromiso que trasciende su mera ejecución operativa: empacar un ponqué, hacer el mapa de una cárcel o crear toda una película.

¿Qué no le gusta de Wes Anderson?

Más que de él, de muchos de sus seguidores, que se quedan solo en la visualidad de sus universos y lo pintoresco de sus personajes, pero se pierden de lo que quiere plantear de fondo con sus historias y de la motivación y espíritu de esos personajes, que van más allá de una delicada paleta de colores y unos decorados encantadores. Sus historias están pobladas por personajes melancólicos, absurdos y existencialistas, que casi siempre están divididos entre los que se quieren devorar el mundo, los que solo cumplen una labor mecánica e imparable -generalmente son los antagonistas- y los que solo habitan su universo con hastío y desgana; así mismo, todas esas tareas, apasionamientos, comportamientos absurdos y meticulosidades, conducen siempre a la búsqueda de un objetivo mayor, por lo general el amor, el bienestar, el altruismo o todos ellos juntos.

¿Wes Anderson es comparable a alguien?

Con muchos. Con cualquier director que tenga un código tan fuerte, definido y singular como él: Won Kar-Wai, Terry Gilliam, Peter Greenaway, los hermanos Coen (aunque no en todas sus películas), David Cronenberg (hasta hace unos años), Woody Allen, entre otros. Y en cuanto a ese universo: Jaques Tati, Buster Keaton, Jerry Lewis, Miranda July y puede seguir la lista.

¿Qué lugar ocupa el actualmente en el cine mundial?

El de un director con talento y un estilo identificable pero que está de moda. Por eso no creo que sea muy significativo en el contexto al que parece dirigirse la pregunta, pues su cine difícilmente será influyente para su generación o los nuevos directores. Incluso, y espero equivocarme, son películas que pueden envejecer muy fácil con el tiempo, es decir, que dentro de veinte años no parezcan esas ingeniosas y vistosas piezas que vemos ahora, sino unos relatos un poco cursis y hasta incoherentes con una estética edulcorada y tal vez naif.

Desvío Visual:

Elegante como el pegante

Oswaldo Osorio


Desvío Visual no es un colectivo, es una banda de salvajes de Medellín que le arranca imágenes a la vida, las somete a la trasgresión y luego se las vuelve a tirar a la cara. Los colectivos audiovisuales son una forma “honrada” y optimista de ganarse la vida y hacer carrera en un medio harto desagradecido y competido como el de la realización audiovisual. Por eso la mayoría de colectivos llevan la doble vida de hacer varios trabajos alimenticios por un proyecto propio, generalmente están afiliados a una causa social o cinéfila y padecen la endemia de querer contar historias (y participar en festivales).

Estos desviados visuales, en cambio, han tomado alguna distancia de esas características que definen a los colectivos, optando mejor por lo que parece ser un trabajo guerrilla, atacando desde los márgenes, por fuera del buen gusto, lo políticamente correcto y lo aceptado socialmente. Esto queda ilustrado con elocuencia en Decadence (2013) y Elegante como el pegante (2013), dos comerciales que promocionan el uso de la heroína y el sacol, respectivamente.

Cada uno de estos videos está concebido con la lógica de esos spots publicitarios que, en lugar de apelar a la gritería, los mensajes explícitos y el suministro vertiginoso de información, producen una pieza audiovisual sugerente, que pone en juego un estilo y unos valores estéticos, sin diálogos ni locuciones,  solo acompañada por una sutil melodía y un eslogan al final. La diferencia es que en lugar de estar promocionando una loción de Hugo Boss o una sofisticada marca de ropa, Desvío Visual lo hace con drogas, productos que representan la antítesis de lo social y legalmente aceptado, por lo que nunca podrían ser anunciadas institucionalmente.

Estos aberrados y subversivos también han realizado otros productos de difícil clasificación en relación con los discursos establecidos en el audiovisual. Cortometrajes como Perdidos en el paraíso (2013), A mí me encanta comer mierda, ¿A usted no? (2013) y Gadabout Kika (2013) juegan con los códigos del relato de ficción, el performance, el video arte y el video clip. Y no necesariamente es un juego consciente, es decir, no es tanto que a partir del conocimiento de estos discursos decidan integrarlos o combinarlos, sino que anteponen la pulsión creativa y trasgresora a las estructuras de los géneros, en este sentido están más cerca de ser artistas plásticos y poetas locos que de realizadores audiovisuales.

La producción de videos la complementan con la fotográfica, en la cual se hace más evidente la conexión que guardan con la obra del fotógrafo Juan Fernando Ospina (reconocen, por ejemplo, el homenaje o parafraseo que le hacen en el afiche de Gadabout Kika). Se puede hablar incluso de una influencia del uno hacia los otros. Coinciden en algunos elementos y los mundos en que orbitan sus imágenes, aunque claro, Desvío Visual está definido, para bien o para mal, por los imperativos de la juventud: su obra es rabiosa, caótica, provocadora, delirante y hasta inconsecuente.

A partir de este carácter construyen su trabajo audiovisual y fotográfico, orientado principalmente hacia las perversiones y los vicios, la escatología y la provocación sexual, lo aberrante y lo ilícito, el erotismo homosexual y la androginia. Son devotos de los espacios sucios o derruidos, a los que les impregnan, con los valores propios de la imagen, una atmósfera enrarecida y sofisticada al mismo tiempo.

En una ciudad que tiende a caracterizarse por su moralismo y miedo al qué dirán (una moral de la que parece excluida la violencia), la producción audiovisual, que por lo general es un reflejo de su contexto, resulta ser muy timorata y se autocensura constantemente. Es por eso que llama la atención arremetidas como la de Desvío Visual, una iniciativa tanto estética como ética, como debería ser, la cual, por lo pronto, está aprovechando la relativa libertad (porque ya les censuraron un video) que ofrecen las redes sociales para provocar y escandalizar, pero también para estimular y fascinar con una propuesta inteligente, trasgresora y sugestiva en su aspecto formal.

Wood y Harrison

El arte de dejar(se) caer

Oswaldo Osorio


El video arte siempre ha estado asociado a una experiencia estética llena de inventiva que toma por sorpresa nuestra lógica, pero también es el territorio, en lo visual y sonoro, de la exacerbación de estímulos y elementos, de la trasgresión, la distorsión y la carga de efectos técnicos. Esto a pesar de que empezó con piezas simples y relacionadas con expresiones artísticas como las acciones y el performance.

Por eso, lo primero que sorprende de la obra de los artistas ingleses John Wood y Paul Harrison es que está más cerca de ese trabajo de los pioneros que del artificio y el efectismo propios del video arte actual. Sus trabajos son un sincero abrazo al minimalismo: de la imagen, las formas, el color, la narración y -al menos en apariencia- del concepto. La base de sus videos son planos fijos de un espacio en blanco, donde aparecen en escena los artistas mismos ejecutando unas acciones simples y precisas, casi siempre con algún elemento cotidiano como detonante o mediador de la acción: una tabla, una silla, una escalera o una pelota de tenis.

Wood y Harrison se encontraron en el Bath College of Higher Education y trabajan desde 1993, convirtiéndose con el tiempo en una de las más estimulantes y activas mancuernas del arte contemporáneo. Aunque el centro de su obra son los videos monocanal (el video arte que se presenta en un televisor o se proyecta en una pantalla), de ellos se desprende, ya como parte del proceso de creación o como derivado de la obra, un amplio trabajo compuesto por dibujos, pinturas, piezas con ingeniosos y sugestivos textos, esculturas, instalaciones y video instalaciones.

Muchos elementos son característicos de su obra, pero el que en principio llama más la atención, y que la hace muy accesible al público no iniciado, es su componente cómico. La mayoría de sus obras, en especial donde interactúan los dos artistas, parecen beber de las fuentes del slapsctick (la comedia muda cinematográfica), con rutinas que recuerdan a Laurel y Hardy y sus toma y dame en pareja, pero particularmente al incombustible Buster Keaton y su deadpan humor, ese tipo de comedia donde, sin importar lo insólito o embarazoso de la situación, la expresión facial, y aun la corporal, permanecen incólumes e invariables.  

Hay que aclarar que este componente cómico de ninguna manera le otorga un carácter de ligereza a esta obra, pues si bien la conecta con mayor facilidad a un público más amplio, crear ese tipo de humor, aun desde los tiempos del slapstick, requiere de mucho ingenio, cálculo y planeación, justamente algunas de las cualidades que mejor definen el trabajo de Wood y Harrison. De todas formas, la contraparte de la accesibilidad y aparente levedad de este componente es ese doble talante entre lo científico y lo filosófico que está en la base y en el fondo, respectivamente, de cada obra.

Lo científico como base, de un lado, se puede evidenciar por muchas vías, desde su incansable vocación por experimentar con factores como el tiempo, el espacio, el movimiento y la fuerza de gravedad; hasta la meticulosidad y rigor con que realizan esas construcciones, que son al tiempo piezas de ingeniería o arquitectura, experimentos con las leyes de la física y estudios de la conducta humana. Por ejemplo, una serie de cuerdas tensadas que terminan por construir un templado y transparente taburete; una cuadrícula de manzanas que caen y levitan sobre una blanca mesa; o un hombre que, con unos peldaños pegados a sus zapatos, convierte en unas escalas la pendiente por la que sube. Esas son sus obras, que parecen ciencia, que parecen juego, que parecen relatos y que, sin duda, son arte con todo eso conjugado.

Lo filosófico en el fondo, de otro lado, también se pude identificar desde distintos aspectos, puede ser desde esas puestas en escena en apariencia absurdas, pero que sutil o irónicamente están reflexionando sobre la relación del hombre con su entorno inmediato y la cotidianidad. Igualmente, en sus obras hay un insistente cuestionamiento por el sentido que tienen las acciones y de los objetos mismos; además, siempre están tratando de develar las relaciones intrínsecas que hay entre los binomios compuestos por la causa y el efecto o el absurdo y la lógica.

Como punto de inflexión de ese doble talante entre lo científico y lo filosófico está el cuerpo humano, específicamente el de ellos dos, los eternos protagonistas de sus obras. Ya sean vistas como performance, chistes visuales inspirados en el slapstick, divertimentos con objetos o como experimentos con el tiempo, el espacio y el movimiento, la presencia de ellos siempre está signada por una sola actitud, la del deadpan, pero por distintos roles: víctimas, victimarios, bromistas, sádicos, masoquistas o marionetas del otro o de algún artefacto. Su cuerpo, por lo general, es el principio y el fin de toda pregunta y respuesta, es la estrella de sus videos y, vista su obra en perspectiva, es el testimonio de cómo han empezado a envejecer empecinados en su arte.

Y aunque este texto ha hecho un recorrido por los aspectos esenciales de la obra de John Wood y Paul Harrison, donde sobresalen expresiones como el performance, la escultura o la instalación, la manifestación que se impone es el video arte, pues todas esas expresiones están, inequívocamente, concebidas y dispuestas para su registro con la cámara y luego para ser montadas, así como la estricta construcción del espacio está determinada por los bordes del cuadro o por el punto de vista de la cámara (que generalmente es frontal).

No se puede terminar una reflexión sobre estos artistas sin resaltar una fascinante paradoja que cruza su obra, y es cómo esa rigurosa investigación que precede sus piezas, junto con su planificada y precisa ejecución, pueden dar lugar a experiencias estéticas cargadas de tal belleza, sutileza y espontaneidad. Es por eso que se trata de un arte a la vez simple y sofisticado, así como intuitivo y reflexivo.

VARTEX 2014

II Muestra de video arte y experimental

Por segundo año consecutivo se presenta en la ciudad de Medellín la muestra Vartex,  dedicada a la divulgación del video arte y experimental que a pesar de ser una forma expresiva del arte y el audiovisual y que goza de una creciente aceptación entre artistas, realizadores y el público iniciado, no existía un evento regular que sirviera de espacio para su divulgación y reflexión.

Por ello Vartex II se propone continuar con la difusión y reflexión sobre el video arte y el experimental, además pretende abrir los horizontes hacia otras prácticas y expresiones de las artes electrónicas y los nuevos medios. En esta edición contaremos con la presencia de tres  invitados con amplia trayectoria: Marta Lucía Vélez quien dirige la página www.ladiferencia.org, web que contiene la memoria del cine y el video experimental en Colombia; la artista Luciana Ponte, estudiosa de los memes y de la patafísica web; curadora e ideóloga de www.lalulula.tv y Andrés Burbano quien estudió Media Arts and Technology en Universidad de California en Santa Bárbara.

Vartex II Muestra de video arte y experimental comenzará con el laboratorio Guerrilla Ociosa: El remix revolucionario desde la comodidad de tu casa, a cargo de Luciana Ponte (Argentina) los días 12 y 13 de mayo en el Parque Explora. La artista argentina  también dictará el día 13 la conferencia “Lolwar” El arte de la memética como arma en el auditorio del mismo parque. La muestra continuará con la conferencia titulada Cine Experimental en América Latina, que estará a cargo de la  curadora Marta Lucía Vélez en el Centro Colombo Americano el día 14 de mayo, y el jueves 15 se llevará a cabo el taller Exploración al espacio cercano: Diseño de una misión, a cargo de Andrés Burbano en el Museo de Arte Moderno de Medellín.

Además, los días 12 y 14 tendrá lugar una proyección dedicada a una temática diferente en el Centro Colombo Americano, la primera será una muestra del video arte en Medellín con curaduría de Julián Bedoya ‘b2x’ y la segunda será una muestra de cine experimental colombiano y latinoamericano  curada Marta Lucía Vélez . Para terminar, el día 16 de mayo se proyectará una muestra de los proyectos de investigación y creación realizados por Andrés Burbano en el Museo de Arte Moderno de Medellín.

Toda la información se puede encontrar en www.vartexmedellin.com

Para cualquier inquietud no duden en contactarnos en e-mail:

vartex@cinefagos.net

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12 al 16 de mayo.

Museo de Arte Moderno de Medellín, Centro Colombo Americano y Parque Explora.

Las coproducciones en el cine colombiano:

La mirada Ajena

Por: Oswaldo Osorio


Las películas producidas entre dos o más países siempre han sido una opción para hacer viables proyectos que de otra forma se quedarían guardados en un cajón. Además, si un filme pertenece a más de un país, comercialmente tiene las ventajas de exhibirse, al menos, en los países a los que pertenece, con lo que esto puede implicar en términos de promoción y asuntos fiscales.

Por otra parte, los resultados cinematográficos no necesariamente se benefician de las ventajas de la sumatoria de esfuerzos. Ocurre con frecuencia que las exigencias y reglamentación de las coproducciones son realmente un obstáculo para la solidez y coherencia del proyecto. Y es que cuando algunas decisiones, en términos de equipo técnico, protagonistas, locaciones o contexto cultural, se toman en función de un contrato y no de las verdaderas necesidades de la historia o de la intención del autor, es fácil que resulte un producto inconsistente, cuando no un sancocho de acentos e idiosincrasias o llanamente un atropello de una cultura a otra.

Le ocurre mucho a los países del tercer mundo. Su necesidad por sacar adelante las producciones de una industria que ya difícilmente existe en un contexto que tiene otros imperativos mayores que el de hacer películas, hace que las coproducciones sean una oportunidad que no se puede desperdiciar. Cuando esto curre, se pueden dar dos posibilidades: que el socio del primer mundo venga e imponga su equipo artístico y, con ello, su mirada de foráneo o colonizador, o que respete la historia y acepte que la iniciativa del proyecto debe tenerla la “casa”.

Aunque uno y otro caso pueden atentar contra la mencionada consistencia de la película, el primero suele ser más arbitrario y contradictorio desde nuestro punto de vista, porque aunque se trate de una historia nacional, donde el contexto y la mayoría de los personajes sean locales, si la mirada es desde afuera, con la torpeza propia de los estereotipos y la fascinación por el exotismo, el resultado será un relato y un mundo ajenos al nuestro. Eso es justamente lo que ocurre con Ciudad delirio (Chuz Gutiérrez, 2014), la película que sirvió de excusa para esta reflexión. Igual le ha pasado, de manera muy evidente, al cine cubano de la última década (también con directores españoles), así como otras tantas películas colombianas. A continuación un rápido repaso.

En Colombia hay mucha tradición de coproducciones. Es una práctica que se ha visto con frecuencia desde los años sesenta, cuando un tercio de películas (13 de 37 largometrajes de ficción) fueron realizadas en asocio con otros países, en especial con México. Sobresalen las películas de género como Semáforo en rojo (Julián Soler, 1964) o melodramas como Un ángel de la calle (Ciro Martínez, 1967).

Lo propio ocurre durante la década siguiente, cuando aumenta la proporción a más de la mitad de las películas (18 de 35), pues se trata de la época en que el cine nacional se empeñó más en ser una industria, ya fuera por el apoyo del gobierno (por vía de la llamada Ley del Sobreprecio), por medio del cine de género o de las coproducciones, también en mayor medida con México. Pero a diferencia del decenio anterior, cuando el cine nacional, salvo por la aparición de algunos actores extranjeros, sigue viéndose como de estas tierras, en este periodo empiezan a producirse más películas “de afuera hechas aquí”, como la que se hizo de El Santo o la serie de Los Jaguares, o también la célebre Holocausto canibal (Ruggero Deodato, 1981).

Esta práctica parecía que iba a disminuir desde inicios de los años ochenta, cuando el recién creado Focine (Compañía de Fomento Cinematográfico) empieza a producir películas con el propósito, no solo de construir la tan anhelada industria, sino también de consolidar lo que debería ser un cine nacional, esto es, tanto un cine con buen nivel de calidad como un verdadero reflejo de la identidad nacional. Sin embargo, durante la existencia de esta entidad estatal casi la mitad de los títulos (29 de 67) fueron realizados en coproducción.

La diferencia en estos años es que se diversificaron las nacionalidades socias. Se realizaron muchas películas con Venezuela y Cuba, pero también empezaron a verse con más frecuencia los países europeos, sobre todo España, Italia y Francia, aunque también hubo otros, incluyendo la exótica Unión Soviética con la singular Los elegidos (Sergio Soloviev, 1984). Esa diversificación también fue en las distintas formas que se presentó la “transacción”, pues hubo tanto películas -las más- en que no se notó nunca la doble nacionalidad, como otras que si bien mantenía la identidad nacional, la presencia de actores extranjeros delataba su carácter de coproducción, y también alguna que otra súper producción: El niño y el papa (Rodrigo Castaño, 1987), Crónica de una muerte anunciada (Francesco Rossi, 1988).

La constante de coproducciones aumenta a dos tercios (18 de 29) en la lánguida década del noventa, cuando hasta las películas más “colombianas”, como La estrategia del caracol (Cabrera, 1993) o La Gente de La Universal (Aljure, 1995), tenían socios extranjeros. Por otra parte, hay un caso que es importante destacar, lo que hizo el director colombiano Ciro Durán con otros cineastas de México y Venezuela, quienes  aprovecharon los incentivos del G3, un tratado comercial entre estos tres países que ellos aplicaron al cine, pero con deficientes resultados artísticos. De hecho, de la media docena de títulos que realizaron, las dos del colombiano son las que, sin ser tampoco grandes películas, más sobresalen: La Nave de los Sueños (1994) y La toma de la embajada (2000).

Desde el inicio de la Ley de Cine (2003) el sistema de coproducción, además de posibilitar la realización de importantes obras nacionales,  nos ha permitido ver unos buenos títulos que realmente poco tienen que ver con Colombia: Contracorriente (Javier Fuentes-León, 2010), Rabia (2011) y Pescador (2013), ambas del ecuatoriano Sebastían Cordero; pero también unas mezcolanzas insufribles como Crimen con vista al mar (Gerardo Herrero, 2013) o telenovelas en cine como Amar a morir (Fernando Lebrija, 2009).

Desde ahora, con la llamada ley “Filmación Colombia”, creada para incentivar los rodajes de películas extranjeras en territorio nacional, se amplían las posibilidades para contratos de coproducción, lo cual no debería mirarse tanto como una nueva brecha para ser colonizados y comercialmente explotados (algo que pasa hace décadas sin esa ley), sino como una oportunidad para la producción nacional, que ya de todas formas tiene su ley propia que le permite sacar adelante proyectos de gran nivel.

Con esa nueva ley seguramente se harán más películas como Ciudad delirio, por lo que es imperativo saber distinguir entre una película colombiana y una hecha por extranjeros en el país, pues lo importante en la reflexión sobre este tema, no solo son las cualidades cinematográficas de estos proyectos, sino la discusión sobre si estas películas que, en términos legales e industriales, tienen el carácter de nacionales, realmente sí terminan siendo colombianas en esos asuntos que verdaderamente definen nuestro cine: cultura, idiosincrasia y realidad, así como la mirada y posición que asumen ante estos aspectos.

Los colores de la montaña, de Carlos César Arbeláez

Sin cola ni cabeza

Por: Mauricio Sarmiento


Dos universos que se enfrentan. Violencia e inocencia. De ellos se desprende una desgarradora radiografía de la situación campesina en Colombia. Logrando una delicada y contundente cosmovisión del conflicto armado colombiano.

Es por medio de una latente violencia que magistralmente ha sido capturada, siempre en un segundo plano visual o sonoro y/o activando el fuera de campo. ¡ese fuera de campo que no deja en paz a las personas envueltas en el conflicto, es decir, a todos como colombianos!.

“Usted tiene miedo que le pase lo mismo que a su papá” le dice Mirian (madre de Manuel) muy sabiamente, casi que presagiando la constante guerra que ha azotado al país, circular, sin cola ni cabeza, que no deja escapar a nadie. Pueden huir claro está, ¿pero hacia dónde? Es por ello que Ernesto (actuación excepcional de Nolberto Sánchez / ¿Bill Murray?) no se quiere ir.

A medida que discuten sobre si Ernesto debe asistir a las reuniones citadas cada ocho días por grupos guerrilleros, Manuel, la gran alma del film, solo se enfoca en dos o tres cosas. La primera, el fútbol, gran deporte que mueve todas las aspiraciones de estos niños. O una segunda, la pintura, en la cual se ve un Manuel interesado en algo más particular, de ahí sale su sensibilidad (no dejando por alto la intención de llamar Palomo a su res).

Y una tercera que está puesta bajo varias capas de narración, pero que para mí vendría a ser la más especial, saltando en el último plano. Es la de Cecilia, la amiguita que le da el color amarillo, la primera en desaparecer de la escuela y la que vuelve a “aparecer” de forma infantil cuando Manuel juega con los muñequitos que ha hecho su Mamá. “Una amiguita que me prestó un color amarillo que no le pude devolver”. ¿Será su primer amor?

Julián, muy alegremente, lo molesta por ello, pero la película no le da un segundo de esperanza a ese pequeño gran romance que pudo ser. Y es que esta película no es más que una muestra onerosa del maldito encierre de la guerra colombiana, de cómo las ilusiones se acaban. Pero vuelvo al último plano donde, por alguna magia (ya sea a lo Kiarostami en A través de los olivos), en dónde no sabemos qué va a pasar, si le depara algo bueno o malo. El plano contraplano de él y la niña, puede que los una o puede que no. No importa, es un pequeño aire a esa herida.

Solo actores naturales, fue la intención planteada por Carlos César Arbeláez. La búsqueda fue intensiva, pero el logro contundente. Y es que no hay una forma más bella y humanizante que haya esa “ilusión” de realidad jugando con la realidad. Ya Fellini lo había hecho, Vittorio de Sica y nuestro referente por excelencia Víctor Gaviria. Es verdad que hay dos que no son actores naturales, son el caso de la maestra (que en realidad me sorprendió porque su actuación parecía más la de un actor natural) y la de Ernesto.

Tres niños: Manuel, Julián y Poca luz, este último para mí tiene algo de misterio, no solo por elegir a un albino en medio de la cordillera de los Andes, sino porque es él quien siempre está expuesto a la muerte: “Me voy a morir”, “¿Muchachos, sí estoy vivo?”. Es el único de los niños que repite y reitera que se va a morir, quizás sea él, en un marco algo más metafísico, quien nos recuerde lo expuestos que están, lo fugaz y azaroso del destino.

Es la inocencia de estos tres la que nos sumerge en la mirada infantil de la guerra. Un simple balón se convierte en el detonador de una tensión escalofriante. Es el futbol, el campeonato que nunca les tocó, el que hace merodear ese conflicto.

El exceso de fundidos no lo entendí, como muchos de los travellings, pero sí encontré una visión en todo el film. Se nota una búsqueda de un tratamiento documental, pero a la vez se irrumpe todo el tiempo con los fluidos y bellos travellings que por partes me abstraían un poco. Pero, de alguna manera, forma y contenido se articulan para mantener un ritmo certero, no hay escena de más y no hay escena de menos. Es justo.

Los colores de la montaña es una muestra de inteligencia para aproximarse a un tema como el conflicto. Son muchas las películas que lo tratan pero nunca dejan de acentuar clichés y repetir las mismas enseñanzas “morales” que tratan de imponer, como por ejemplo: la guerra es mala, la guerrilla es mala, los grupos al margen de la ley son malos, los militares son malos, etc.

Son pequeñas muestras sutiles del horror, ese magno problema del que las imágenes han sido puesta en tela de juicio. Lanzmann, con su vasta obra Shoah (1985), planteaba una teoría muy clara y es que las imágenes filtran el horror, ninguna imagen puede mostrar el horror, y creo que es ahí junto con algunos postulados de Godard en su vastísima obra Historias du cinema, en dónde trata de forzar a las imágenes a mostrar lo que no se filmó.

Bueno, son los colores, esos mismos que van perdiendo su saturación a medida que va pasando la película, los que muestran y merodean ese horror. Pero para ser más preciso, quisiera recordar tan solo tres imágenes justas y necesarias. La primera y más obvia, es la del padre de Julián (“hijo guerrillero, padre guerrillero”) que con tan solo un cadáver llevado en el lomo de un caballo abre ese salvajismo. La segunda, es del orín que cae del pantalón e Manuel. ¡Ohhhh! No hay palabras. Y la tercera, que vendría a ser la más poética, es cuando Manuel está en la habitación de noche y llueve fuertemente afuera. La ventana se abre por culpa de un fuerte ventarrón y los sonidos de aquellos partidos en la cancha de futbol comienza a sonar haciendo hincapié a una alucinación auditiva, a una alucinación de vida arrasada por la miserable violencia que transgrede el curso natural de cualquier vida.

Hay muchos momentos memorables, por ejemplo, la parte en la que Julián le muestra su colección de balas de distintas armas a Manuel. También cabe resaltar la sutil e inteligentísima forma de meter a la religión. El catolicismo está ahí pero se salva de caer en el cliché. Solo con la imagen de la virgen en frente de la casa de Julián, con un simple escapulario, con un momento en la iglesia, aprovechando que ya bajó al pueblo y, por último, tomando el cuadro de Cristo y guardándolo entre el equipaje para partir. Pocas imágenes suficientes y contundentes.

La exploración y los nueve años que le llevó a Carlos César Arbeláez lograr está película se notan, y es el tiempo lo que hace que maduren las cosas. Hay veces que no son necesarios los años, pero para esta película le fueron excepcionales y es por ellos mismos que brilla. Mostrar el horror de una forma tan acertada. revelar esa conmoción que paraliza a los sujetos.

Solo mostrar cómo tratan de salir de un acontecimiento, cómo es la guerra, no es más que otro acierto de nuestra necesidad de un cine comprometido con la realidad. Con la neo-realidad. Mientras estemos en guerra, hablemos de “guerra”, ese es el compromiso del cine con la historia. Seguramente seguirá brillando por la historia del cine colombiano, como aquel metal de nuestros ríos y montañas que tanto extrajeron esos barcos…

El cine péplum

Las espadas y sandalias contraatacan

Por. Oswaldo Osorio


Ante el estreno de dos nuevas películas sobre Hércules, otro par sobre Pompeya y la segunda entrega de 300, es evidente que las llamadas “películas de romanos” han iniciado un nuevo ciclo que ya venía tomando impulso desde Gladiador, Troya y las dos entregas de Furia de Titanes. Pero, como se puede ver en los títulos citados, lo que menos hay aquí es romanos y es por eso que el término más preciso para referirse a este tipo de cine es Péplum. Aunque en algún momento también hizo carrera el rótulo de “cine de espadas y sandalias”.

El término péplum fue sacado de una prenda de vestir de aquellos tiempos (una túnica sin mangas atada en los hombros), fue acuñado por el crítico Jacques Ciclier en la edición de mayo de 1962 de la revista Cahiers Du  Cinéma y se refiere a todas las películas cuya trama se desarrolla en la antigüedad, esencialmente greco-romana, pero que en general cubre también historias bíblicas, de la época de Jesucristo, mitológicas, de Egipto, Mesopotamia y cuantos pueblos y civilizaciones existieron algunos siglos antes y después de Cristo.

Para los inicios del cine ya se habían hecho muchas de estas películas, sobre todo en Italia, con títulos que datan de 1905, aunque de corta duración (uno o dos rollos, como se medía el cine entonces). Pero paulatinamente se fueron haciendo más largas en duración y ambiciosas en producción, hasta llegar a hitos del cine mudo como Quo Vadis? (Filoteo Alberini, 1912) o Cabiria (Giovanni Pastrone, 1914). Esta última aún goza del prestigio propio de un clásico, por la monumentalidad de su producción (algunos usaron el término de “Cine mamut” para referirse a este ciclo), su larga duración (tres horas o diez rollos) y hasta la participación en el guion de Gabrielle d’Annunzio (fue promocionada incluso como la primera película de la historia en la que un gran escritor hacía parte de una producción cinematográfica).

Eventualmente en Hollywood se hicieron importantes películas de péplum, como Intolerancia (David Griffith, 1916) o Los diez mandamientos (Cecil B. Demille, 1923), pero habría que esperar unas décadas para que Hollywood encontrara, en este periodo y sus temas, una cantera ideal para crear esas colosales películas con las que quiso recuperar el público que estaba perdiendo con la reciente popularidad de la televisión, esto con la lógica de oponer el viejo e infalible cine monumental cargado de acción y aventuras a la nueva pantalla chica de tramas y espacios reducidos. A este ciclo pertenecen filmes como Sansón y Dalila (Demille, 1948), Quo Vadis? (Mervyn LeRoy, 1951), La túnica sagrada (Henry Koster, 1953), Los diez mandamientos (Demille, 1956), Ben-Hur (William Wyler, 1958), Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) y Cleopatra (Joseph L. Mankiewicz, Rouben Mamoulian, 1963).

El regreso a Italia

Estas cintas, sin embargo, fueron solo una tendencia dentro de Hollywood en aquella época, porque donde sí se convierte en una verdadera industria fue en Italia. En los últimos años cincuenta y los primeros sesenta se realizaron en aquel país más de cien películas de este tipo, algunas de las cuales podían ser grandes producciones, pero que sobre todo fueron productos de bajo presupuesto realizados en serie, pensadas más para el entretenimiento que por su rigor histórico y exportadas con la misma facilidad que la pizza y la pasta.

El ciclo inició con el héroe por antonomasia de aquellos tiempos: Hércules (Pietro Francisci, 1958), protagonizada por el célebre fisiculturista Steve Reeves, lo cual es un indicio del tipo de cine que pretendía ser este, que privilegiaba la musculatura y buen porte sobre el talento actoral (cosa que no pasaba con los villanos). Luego de una segunda entrega tras el enorme éxito de esta película, se vino una avalancha de películas péplum entre las que había de todo, desde algunas súper producciones y cintas de calidad, hasta innumerables cintas de consumo cargadas de acción, algo de erotismo, desidia por la exactitud histórica y disparates o excesos que rayaban con el kitsch. Esta etapa del cine italiano vio su fin con el advenimiento del spagetti western que, guardadas las diferencias temáticas, espaciales y temporales, en términos de producción e industria fue un ciclo muy similar.

Aunque no se puede considerar un género cinematográfico propiamente dicho, por todo el rango que cubre en términos de tiempo y espacio, así como por la gran variedad de temas e historias que este inmenso rango puede propiciar, sí se pueden identificar unas características generales: la radicalización moral entre buenos y malos, la presencia del clásico héroe que lucha con muy poco contra un tirano o un régimen, las secuencias de acción tanto de lucha cuerpo a cuerpo como de grandes batallas, las intrigas palaciegas o por el poder, un velado erotismo y, claro, la historia de amor.

El nuevo furor por este tipo de cine que estamos presenciando se puede explicar desde varias razones: la facilidad con que, gracias a la imagen digital, se pueden recrear aquellos antiguos escenarios y simular grandes masas de personas, así como los seres fantásticos propios de la mitología (¡Liberen al Kraken!); las posibilidades de crear secuencias de acción y confrontaciones que no estén mediadas por artefactos o tecnología, lo cual siempre representará una forma de representación más dramática y una emoción más vívida en el espectador; y el simple hecho de que puede contener todos esos ingredientes básicos del más puro cine de entretenimiento: los atractivos escenarios, las grandes historias, la contienda entre el bien y el mal, la historia de amor (imposible), la posibilidad de fantasía y el héroe que lucha solo con su fuerza, su bondad, carisma y temeridad.

George Clooney, director de cine

No solo soy una cara bonita

Por: Oswaldo Osorio


Cuando en Operación Monumento alguien felicita al personaje interpretado por George Clooney por un logro que obtuvo, este le responde: “No solo soy una cara bonita”. Y efectivamente, lo mismo se puede decir al considerar la carrera como director de quien  es -y esto en otros casos parecería contradictorio-  una de las principales estrellas y símbolos sexuales de Hollywood durante, al menos, las últimas dos décadas.

Son solo cinco películas, y aunque no mantiene una consistencia en las características y calidad entre todas ellas, sí ha conseguido lo suficiente como para considerarlo un director de respeto, con un par de grandes títulos, sin ningún proyecto que decepcione por completo y la promesa de que pueden venir mejores y más grandes cosas en su carrera tras la cámara.

Ciertamente esta carrera tenía que parecerse a su recorrido como actor, esto es, un trabajo definido por una saludable versatilidad que va desde comedias desenfadadas (sin ser tontas) hasta adustos y certeros dramas comprometidos políticamente. Y en todos ellos el mismo Clooney combinando su trabajo de director como actor, pero sin necesariamente verse tentado siempre por el rol protagónico.

Su ópera prima es Confesiones de una mente peligrosa (2002), un abigarrado relato en el que más o menos supo materializar las siempre elusivas realidades del sesudo guionista Charlie Kaufman. Pero es con su segunda película, Buenas noches, y buena suerte (2005), una limpia historia sobre la censura en la televisión durante los años cincuenta, con la que demuestra todo lo que se puede esperar de él: un sólido relato, sustentado en una premisa con una gran carga ideológica y, como sería de esperar, con un consistente y versátil trabajo de los actores.

Luego llega con Ella es el partido (2008), una juguetona historia sobre los inicio del fútbol americano, una cinta divertida, perspicaz y entretenida, justo como la imagen que proyecta George Clooney cuando hace de estrella de cine; para luego dejarse venir con Los idus de marzo (2011), un regio thriller político en el que se muestra implacable develando las sinuosidades de la siempre cuestionable ética de quienes están envueltos en la política, especialmente en tiempos de campaña.

De acuerdo con la lógica como ha venido construyendo esta aún corta carrera de cineasta, lo que seguiría sería otra historia más ligera en su tema y tratamiento, que son justamente las características de esta última película, Operación Monumento (2013), la cual cuenta la historia de aquel destacamento de soldados durante la Segunda Guerra Mundial que fuera encargado de recuperar las miles de obras de arte robadas sistemáticamente por los nazis en toda Europa.

Se trata más de una “película de actores” en términos del deleite que se pueda obtener de ella, pues la trama no dice nada más allá de la anécdota descrita antes y la apuesta principal fue hecha por la variedad y el colorido del grupo de soldados encargados de la misión, así como de las relaciones que establecen entre sí y su entregada pasión por el arte y lo que este representa: la historia y el más noble espíritu de la humanidad.

No se trata tampoco de un gran director que pasará a la historia, incluso como actor lo más probables es que la posteridad lo recuerde vagamente como ahora recordamos a Glenn Ford o Rock Hudson, por ejemplo, pero se agradece cuando una estrella de Hollywood hace algo más que interpretar al mismo personaje una película tras otra, como ocurre tal vez con un Tom Cruise o un Nicholas Cage; sino que, además de tratar de variar su registro en distintos proyectos, también tenga la capacidad de hacer sus propias películas y, de cuando en cuando, sacar un buen título que incluso llegue a recordarse más que su nombre.