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Jorge Zapata, el pintor que desde el Bronx retrata la Medellín de los sueños rotos

Desde el Bronx, en el Centro, Jorge Zapata retrata la Medellín olvidada. Expone su obra en Eafit.

Redactor del Área Metro. Interesado en problemáticas sociales y transformaciones urbanas. Estudié derecho pero mi pasión es contar historias.

27 de noviembre de 2021

Debajo de cartones, periódicos y plásticos yace la ciudad. El gueto arde, no importa el día o la hora, mientras innombrados y descamisados deambulan con miradas que se extraviaron hace muchas vidas y que ahora solo tienen colorido en dibujos y cuadros. El que los pinta y hace arte del lumpen se abre paso entre esa sórdida caldera donde se escucha el pito del campanero, las diatribas de maleantes y drogos, las sierras de los talleres, el golpeteo de martillos y la voz de pregoneros y jíbaros.

Caminamos detrás del artista. La senda se estrecha y solo queda libre el borde de la acera porque en el resto del espacio están desperdigados los cambuches de los despreciados y cuánto chéchere se imagine. Cualquier cosa es moneda de cambio en el más allá, por eso hay que mirar bien dónde se pisa. Voltea y levanta una lona negra, saluda y le pide permiso a una pareja que asiente desde sus alucinaciones. Gira la llave de un portón y de repente aparecen cuadros de todos los colores en una galería sin fin. Un solo paso separa al cielo del infierno.

Jorge Alonso Zapata Sánchez nació en San Vicente Ferrer pero su patria es la calle. Hace veinte años tiene su taller en Barbacoas, esa zona del pecado que busca sin sonrojo su expiación en las goteras de la Catedral Metropolitana, y en la que travestis y transgéneros ofrecen su compañía con secreto de confesión.

Arrancó diseño industrial y diseño gráfico antes de trabajar como fotógrafo forense en el CTI de la Fiscalía.

En esos días de perseguir levantamientos, hacer primeros planos de orificios, prendas ensangrentadas y casquillos, apareció el rostro de esa ciudad negada que después se convirtió en materia prima de su trabajo artístico.

Criminalidad al menudeo, informalidad, bohemia, prostitución, drogas, indigencia y travestismo fueron el motivo que encontró Zapata para dejar de retratar cadáveres y pintar mejor ese mundo que siempre está a punto de desplomarse.

Solo quería una pared para comenzar. Era 2003, la guerra urbana arreciaba, la ciudad no se reponía aún de la Operación Orión y apenas se iba a desmovilizar el Cacique Nutibara. El Centro —como casi siempre, como casi nunca— era tierra de nadie. Por eso, para evitar la procesión por oficinas de la Alpujarra en busca de un sello de aprobación, Zapata se fue al encuentro de cualquier muro olvidado en Barbacoas.

—Alguien me metió a una plaza de vicio grandísima, súper asustadora que se llamaba La Perla. Me dijo que con confianza y me mostró un lugar más íntimo. Me gustaba estar ahí porque me sentía seguro, nadie me decía nada, aunque alrededor pudiera haber peligros, cuchilladas y tropeles.

No paró durante cuatro meses, abstraído del ordenado caos que se agitaba a su alrededor. Su mirada quedó fija en esa turba humeante que va y viene como olas en las calles del Centro, pero con el ojo puesto en los detalles que pasan inadvertidos.

Los protagonistas de sus obras son el carretillero con megáfono, los que se baten a puñal, el sacolero tirado en la esquina, el pordiosero amputado que se mueve en carrito de balineras, el que se inyecta en el andén, la prostituta que posa para la selfie, pero también el encorbatado que va rumbo a la oficina, el escobita que mantiene todo limpio y el carro de alta gama que demanda la compañía de los travestis. Todo pasa en el mismo espacio, en la misma pintura, como artificio de una ciudad que a nadie excluye.

—En la historia, el arte siempre se ha encargado de ricos y mercaderes, esos son los personajes de los cuadros famosos, los nobles y perfumados. Pocas veces hay espacio para los perseguidos y los discriminados, cuenta Zapata.

—¿Cómo alimenta el banco de imágenes?

—Me siento en cualquier esquina. Salgo de reportería con lápiz y papel, de cacería, y dibujo momentos que me llaman la atención, que tienen cierto grado de intensidad. Luego los llevo al taller.

Después de La Perla se abrieron posadas para su arte, como la Casa Collage de Abraxas Aguilar, donde tuvo su taller y galería por 13 años, y el bar The Gallery at Divas, que se convirtió en sitio de exposición permanente de sus cuadros y que fue una propuesta cultural y provocadora alrededor de los travestis.

Laberintos de lo marginal

Para Teresita Rivera, gestora cultural y quien documenta la obra de Zapata, en los cuadros, discos, vinilos y en cuanto objeto caiga en las manos de Jorge está la pretensión de transportarnos a la ciudad que no queremos asumir y que preferimos dejar pasar de largo.

—Es una obra cargada de detalles, una crónica etnográfica de lo que puede suceder en el Centro u otra ciudad. Es una obra que muchos consideran que se vuelve universal porque puede estar pasando en cualquier urbe del mundo, dice Rivera.

Esa pretensión va más allá de ser una lección de moralidad, por el contrario, es una mirada familiar e inocente de la misma sociedad, una obra que le da estatus e importancia a los desposeídos e innombrados.

—Lo que Jorge ha hecho con sus pinturas es valorar esas personas, porque el arte tiene esa posibilidad de permitir que se miren con decencia y respeto. Esas realidades grises se convierten en obras con mucho color, eso es intencional para llamar la atención, y para el que se acerque quede atrapado en cada detalle, añade Rivera.

Por eso reseña la curadora Sol Astrid Giraldo que la mirada de Zapata muestra la calle dura pero también la lucha por la supervivencia.

“Creo que en este momento el gran observador de la ciudad es Jorge. Hace una crónica deliciosa y detallada con ese otro Medellín que a veces no miramos”, cuenta.

Dice también Giraldo, citada en una tesis que Daniel Abad Restrepo escribió sobre la obra de Zapata, que los laberintos de su arte se entroncan con una genealogía de lo marginal que se remonta a Débora Arango, a los personajes oscurecidos de Óscar Jaramillo o a las prostitutas procaces de Lovaina de Javier Restrepo.

Busca enfatizar, añade, la rica variedad de cuerpos con piernas de menos o penes de más, las minucias de la moda callejera, la arqueología de la basura, pero lo que termina predominando es un cuerpo colectivo que transcurre en un tiempo simultáneo.

—Es muy de la cultura antioqueña, explica Jorge, mostrarse como uno no es, despreciar el pasado y esconder lo malo. Acuérdese que la costumbre era que el bobo de la familia comía en la cocina porque lo feo no se quiere mostrar. He querido visibilizar la historia no contada de personajes humildes, oscuros, que tienen que sobrevivir. Seres marginales, que con sus esfuerzos también hacen ciudad.

Su obra termina siendo un pasaje para caminar el gueto, abrirse paso entre esa sórdida caldera y esperar a que levante la lona hasta que aparezcan los colores de esa ciudad que no se marchita, aun en las calles de los sueños rotos.