Columnistas

Urdiendo imbecilidades

25 de octubre de 2016

Hay mucho inquietante en las sociedades actuales, pero algún rasgo es además misterioso, como la continua, siempre incansable, proliferación de imbecilidades. Es seguro que en gran parte se debe a las redes sociales, que actúan como amplificadoras de toda sandez que se le ocurra a cualquier idiota ocioso. Hace tiempo que dije que la estupidez, existente desde que el mundo es mundo, nunca había estado organizada, como ahora. Cada memo lanzaba su memez y esta se quedaba en el bar o en una conversación telefónica entre particulares. Había poco riesgo de contagio, de imitación, de epidemia. Hoy es lo contrario: cualquier majadería suele tener inmediato éxito, legiones de seguidores, al instante brotan decenas de miles de firmas que la suscriben, hacen presión y a menudo imponen sus criterios o sus censuras o sus prohibiciones. Porque otro de los signos de nuestro tiempo es ese, el afán de prohibir cosas, de regularlo todo, de no dejar un resquicio de libertad intocado. Hablé hace poco de quienes quieren que no se publiquen –así, sin más– las opiniones que no les gustan o que contrarían sus fanatismos variados. Demasiados individuos desearían dictaduras a la carta, con ellos de dictadores. Y, lo mismo que el crimen organizado es mucho más difícil de combatir que el crimen por libre, otro tanto sucede con la necedad organizada.

La última que me llega es la bautizada como “apropiación cultural”, sobre la cual, claro está, se están arrojando anatemas. Veamos de qué se trata: hay un montón de colectivos que consideran un insulto que alguien no perteneciente a ellos practique sus costumbres, interprete “su” música, baile “sus” danzas o se vista como sus miembros. Pongamos ejemplos de esta nueva ofensa inventada: si alguien que no es argentino baila tangos, está llevando a cabo una “apropiación cultural” que, según los protestones, siempre implica robo y burla, hurto y befa; si unos señores se disfrazan de mariachis y cantan rancheras, lo mismo si no son mexicanos auténticos; los blancos no pueden tocar jazz, porque es expresión del alma negra. Si la cosa se llevara a rajatabla, nos encontraríamos con que Bach estaría reservado solo a intérpretes alemanes, Schubert a austriacos y Scarlatti a italianos. Nadie que no hubiera nacido en Sevilla debería bailar sevillanas ni muñeiras quien no fuese gallego.

Más allá de lo grotesco y las bromas, cabe preguntarse qué ha pasado para que hoy sea todo objeto de protesta. Por qué todo se ve como denigración, y nada como admiración y homenaje, o incluso como sana envidia. Hubo un tiempo no lejano en el que los colectivos se sentían halagados si alguien imitaba sus cantos y sus bailes, si atravesaban fronteras demostrando así su pujanza, su bondad y su capacidad de influencia. ¿Por qué todo ha pasado a verse como negativo, como afrenta, como “apropiación indebida” y latrocinio? Da la impresión de que existan masas de imbéciles desocupados pensando: “¿Qué nueva cretinada podemos inventar? ¿De qué más podemos quejarnos? ¿Contra quiénes podemos ir ahora? ¿A quiénes culpar de algo y prohibírselo?”. Ya lo dijo Ortega y Gasset hace mucho: “El malvado descansa de vez en cuando; el tonto nunca”. O algo por el estilo.