Un cura de barrio
Desde que conocí al padre Hernando Barrientos y fui su acólito en la parroquia de San Cayetano, en el barrio Aranjuez, entre los héroes de mi infancia siempre han estado los curas de los barrios.
Creo que en la historia de Medellín ellos fueron los protagonistas más importantes de su segunda fundación: la que empezó de manera callada en la década de 1950 con la llegada de miles de familias campesinas que huían de la violencia política y buscaban refugio en los arrabales más pobres.
Sin las parroquias que ellos fundaron es muy probable que los nuevos barrios nacidos de esa invasión jamás se hubieran consolidado. Ellos fueron los pastores que guiaron el rebaño, lo apacentaron y lo cuidaron, arriesgando muchas veces sus vidas.
El padre Pedro Nel Torres Giraldo fue uno de esos pastores. Lo conocí hace más de 30 años cuando llegó a mi barrio. Aunque su temperamento era arisco como las montañas de Fredonia, su pueblo, muy pronto nos hicimos amigos gracias a la amistad que lo unió a mi madre y a su devoción por el periodismo. Desde que se ordenó en 1959, dedicó varios años de su vida a trabajar como periodista en la emisora Radio Sutatenza, fundada por Monseñor José Joaquín Salcedo. Luego estudió derecho canónico en la Universidad Javeriana de Bogotá. Cuando acabó la carrera regresó a Medellín y trabajó de párroco en varios pueblos de Antioquia.
Después de la Conferencia Episcopal Latinoamericana celebrada en Medellín en 1968, se unió a un grupo de sacerdotes jóvenes que optaron por dedicar su vida a trabajar por la gente más pobre. Su labor no fue fácil. Tanto él como sus compañeros chocaron muy pronto con las jerarquías eclesiásticas de la época.
Desde entonces fue señalado por sus superiores como un cura rebelde. Así lo recordamos siempre los que lo conocimos y lo amamos. Cuando era párroco de la iglesia de San Gabriel Arcángel, en Itagüí, fue separado de su cargo por orden del cardenal Alfonso López Trujillo. Y no solo perdió su parroquia. También se quedó sin casa.
Cuando volví a tener noticias suyas, vivía en el barrio Manila en una casa que le prestaron unos paisanos de Fredonia. Allí permaneció durante varios años. Los muebles de la casa eran una cama, unas cuantas sillas y un altar donde celebraba la misa para los vecinos del barrio. Sus papeles los amontonaba en un armario viejo donde también guardaba los ornamentos litúrgicos, las hostias y el vino para consagrar.
Siempre que lo visité me preguntaba qué comía porque su cocina era tan pobre como el resto de la casa. No tenía nevera ni lavadora. El único electrodoméstico que usaba era un pequeño radio que mantenía al pie de su cama. Pienso que su alimento principal eran los confites y las galletas. Los cargaba en los bolsillos para repartirlos entre los niños que encontraba en la calle.
Hace tres meses, cuando ya había cumplido 84 años, los dueños de la casa le pidieron que la desocupara porque la habían vendido para construir un edificio. El padre salió de allí muy afligido. Se fue a vivir a una casita campesina que le regaló hace tiempos su amigo el escultor Rodrigo Arenas Betancur. Estaba situada en la vereda El Uvital, en Fredonia. Dijo a su familia que quería pasar allí sus últimos días.
Su deseo se cumplió demasiado pronto. Después de 55 años de sacerdocio, murió el pasado 11 de diciembre acompañado por los campesinos de la vereda. En una carta que me envió su primo Arturo Henao contándome su historia, me dijo: “A pesar de su tristeza, murió firme y de pie como los árboles majestuosos”