Pequeñas historias (5)
Como suelo hacerlo apenas empiezan las vacaciones, comparto un par de historias que surgen Desde el cuarto:
El bicho: ambas se quedaron dormidas sobre los libros y cuadernos un poco antes de las 2 a. m. Era martes de verano y las ventanas del cuarto permanecían abiertas. De repente, una de ellas saltó y emitió un grito alarmante para la hora y para el silencio. La otra se despertó más asustada todavía y articuló algo así como: ¿Qué pasó? ¿Por qué gritas?, encogió su cuerpo (específicamente brazos y hombros) mientras su compañera dejó ver asco y fastidio en el rostro (puntualmente ojos y boca).
Durante diez minutos, las mujeres del tercer piso movieron cuadernos, libros y cojines, almohadas, esferos y calculadoras que utilizaban antes de dormir para hacer anotaciones de estudio en sus respectivos cuadernos; corrieron la silla del escritorio, abrieron el clóset para evitar una nueva sorpresa y, un poco antes de hacer a un lado la sobrecama, la una miró la espalda de quien emitió el grito para identificar posibles hinchazones o consecuencias de su espanto. Por lo visto no encontraron nada. Se rieron y ya más tranquilas, llegaron a la conclusión de que era una pesadilla eso de dormir de cualquier forma con hipotéticas preguntas dando vueltas al amanecer. La luz se apagó casi al instante mientras un bicho verde padeció un terrible insomnio en el jardín.
El sueño: cuando se abrió la puerta del ascensor en el cuarto piso supe que la vecina del octavo me esperaba. Sara vivía sola y era una mujer de 38 años que coleccionaba pañoletas y botellas de vino vacías que ponía minuciosamente en las esquinas, al lado de los muebles, en una repisa alta donde dormía Pandolfo, su pez beta más mimado. Un par de veces habíamos hablado en ese sofá grande de terciopelo alegre que yo mismo le ayudé a subir. Esa mañana, al saludarla, presentí lo impresionante. Anoche soñé con él, me dijo. Lo vi en un bar y me acerqué. Estaba solo con esa barba erizada, canosa en sus mejillas. Hablamos de sus libros, de una idea onírica que no tenía pies y de algunas experiencias de ambos. Entramos fácil, sabes. Al despedirme, en una hoja, me escribió el teléfono y dibujó un sol, no de esos que queman sino de esos que cantan. 3867899, lo recuerdo bajo esa luz de noche así se hubiera ido de repente. Al despertarme repetí el teléfono en voz alta para separar los sueños 3867899, para no olvidarlo. Cogí el teléfono, marqué sin calcular si eso era bueno o malo, sin recurrir a una serie de preguntas previamente estructuradas o a un discurso ante el espejo, me salté el lugar común, los fundamentos sociales. El teléfono timbró tres veces. Al otro lado contestó una dama. Pregunté por él con algo de vergüenza al hacer consciente la madrugada. “No hay problema, me dijo, igual se fue antes de descollar el alba”.