Montañas que son templos
¿Me llevas a un templo cristiano? Me detuve en el centro del andén y la miré para comprender mejor. Sus pequeños ojos negros refulgían cándidamente: la curiosidad era auténtica. Hacíamos parte de un viaje de estudio por los Estados Unidos, invitados por el gobierno de ese país. Esta mujer nepalí, líder social, diminuta en tamaño e inmensa de corazón, quería visitar una iglesia por primera vez en su vida. El día siguiente era sábado y busqué por internet el templo católico más cercano. En el desayuno, me le acerqué y le dije si aún tenía interés en la visita.
Caminamos un rato por una fría avenida. Al llegar, observé el edificio, relativamente nuevo y algo simplón. En mi imaginación, lo comparé con los antiguos templos asiáticos y sentí algo de vergüenza, pero igual la invité a entrar. Recorrió el lugar con respeto, observó cada imagen y después nos sentamos a oír la misa. Escuchó los cantos y prestó atención a cada detalle. Luego, caminamos en silencio para reincorporarnos al grupo. A punto de llegar, no aguanté la curiosidad y le pregunté si no había templos en su país. “En mi país sí, pero yo soy de una zona rural pobre, sin grandes edificios, no tenemos templos, sin embargo...”, se volteó a mirarme orgullosa, “¡tenemos las montañas!”. ¿Hacemos una tertulia sobre la naturaleza y su carácter divino? ¿Hablamos de sacralizar de nuevo la tierra, de reconocer sus santuarios?
“Los lugares más sagrados del planeta”, explica Pablo Aristizábal, arqueólogo, músico y guardián del Suroeste, “tienen a veces templos o monumentos. Stonehenge, Machu Picchu... creemos que lo más relevante son las construcciones humanas. Pero lo verdaderamente sagrado está en la tierra, el río, el lago, la cueva y la montaña”. En el Suroeste, la misteriosa civilización Cenufaná (0-800 DC) construyó caminos, preparó terrazas, honró a sus muertos, pero no tuvo necesidad de construir templos de piedra, la montaña sagrada de Cerro Tusa, su santuario, el nuestro, estaba allí desde hacía 50 millones de años.
Hace unas semanas peregriné por las inmediaciones de esta montaña inaudita, en el municipio de Venecia. Un animado y diverso grupo se reunió temprano un sábado para recorrer los caminos prehispánicos, visitar las cuevas de Santa Catalina, saludar a los vecinos de veredas y fincas, honrar los cámbulos, los búcaros y los guayacanes amarillos, rosados y blancos en plena fiesta. Conversamos como amigos de siempre. Sin conocernos, nos cuidamos los pasos y los silencios durante dos días de travesía mágica.
Al final de la jornada, en un ritual en el altar ceremonial, frente a la Cara de la Diosa, mi pensamiento volvió a mi amiga nepalí, la que sabe que las montañas son templos. Mi alma se comprometió con el Parque arqueológico, natural y cultural que tantos han soñado por décadas. En ese ombligo del mundo que es el Cerro Tusa responderemos a las preguntas de Gonzalo Arango: “¿Quién refrescará la memoria de la tribu? / ¿Quién revivirá nuestros dioses?”. Caminando aprenderemos que somos herederos de antiguas civilizaciones y no solo nietos de los españoles de la conquista, que Colombia no cumplió 200 años, que tan solo sumó dos siglos a milenios de poblamientos, rituales, comercio y poesía. Mirando hacia el horizonte amplio del Cauca, la imaginación volará al pasado y de vuelta para, a su regreso, advertirnos que nuestro planeta nos envía un mensaje urgente. Esa montaña, nuestro más antiguo y magnífico templo, se convertirá en el símbolo de un pueblo que contempla la tierra y la cuida, que sabe que tal vez nuestra única función, de tantas que inventamos, sea celebrar el universo
* Director de Comfama