Los “dotores”
El amplio espectro de la fragilidad humana ofrece cuatro retratos casi perfectos: un bebé en una incubadora, un despojado (damnificado o desplazado), un artista antes de salir al escenario y un académico en proceso de entrega de su tesis de maestría o doctorado.
La proliferación de funcionarios que mienten sobre su formación académica coincide con el discurso, en las redes sociales y programas de opinión, de algunos panelistas que piden ser citados según su alcurnia intelectual: “Llámeme maestro/doctor”. Y como la soberbia no tiene techo, censuran a quienes tienen alguna voz pública –activistas sociales, actores, funcionarios, comerciantes– sin diplomas que los acrediten.
¿“Doctor es cualquier pendejo”?
Un país que a diario maltrata las palabras es campo abonado para los estereotipos: los títulos académicos de Ph.D. suelen ocultar historias de pensamiento y sufrimiento (intelectual, personal, económico, cuestiones de equidad social, entre otros).
Todos los “doctores” no son burócratas de segunda. Pero tampoco son dioses...
El conocimiento académico no se reivindica a fuerza de despotismo y superioridad intelectual. (Los seres más grandes que he conocido, a través de lecturas y entrevistas, evidencian que el conocimiento es para compartir, no para presumir de él; para mostrarnos lo insignificantes que somos ante la inmensidad del universo).
Un título de doctorado para ‘descrestar’ es un símbolo de ‘clase’ y ‘poder’ despojado de sentido; el conocimiento convertido en un banal objeto de exhibicionismo. Consumismo de élite.
No se trata de negar la relevancia de la educación y la academia en la sociedad: pertenezco a una comunidad académica, he padecido con vergüenza e impaciencia mi fragilidad ante el conocimiento.
Algunos llegan a la luna, otros se conforman con mirarla: cada quien escribe su historia, con factores que no siempre están bajo su control (como el acceso a la educación pública, por ejemplo). Analizar la obra de Jorge Luis Borges es necesario, pero en ningún momento le resta mérito a quien prefiere simplemente leerla frente al mar.
Armstrong y Borges necesitaron carpinteros para construir sus escritorios, campesinos que cultivaran las verduras de su plato: la ciencia está ahí, el saber ancestral también. El conocimiento no es uno solo: implica solidaridad, respeto por el trabajo y la voz del otro al margen de su pasado académico.
(Cabe evocar la célebre carta de A. Novinsky, sobreviviente de un campo de concentración: “Su esfuerzo, profesor, nunca debe producir monstruos eruditos y cultos, psicópatas y Eichmans educados. Leer y escribir son importantes solamente si están al servicio de hacer a nuestros jóvenes mejores seres humanos”).
No extraña que el contralor suspendido Sergio Zuluaga, los alcaldes Enrique Peñalosa y César Suárez, o el mismo presidente Iván Duque, hayan mentido en sus hojas de vida (algunos en el curriculum vitae oficial, en entrevistas o en sus páginas web... corregidas una vez descubierto el engaño). No lo hacen necesariamente para ser elegidos o por aspiraciones económicas: en algunos de los cargos mencionados, es irrelevante el nivel académico y la escala salarial no depende estrictamente de la formación –como sí suele suceder con nosotros, los docentes–.
No distan mucho los académicos ostentosos de los políticos mentirosos: desde su óptica, los diplomas son un instrumento de “prestigio social”, burda deshumanización del saber. Conocimiento inútil.