Columnistas

Las tías solteras

16 de enero de 2017

Cuando yo era niño, había cierta conmiseración hacia las mujeres sin hijos. A las que estaban casadas y carecían de ellos se las miraba con abierta lástima, y aún se oían frases como “Dios no ha querido bendecirlas con esa alegría”, o “Pobrecilla, mira que lo ha intentado y no hay manera”. En numerosos ambientes y capas de la sociedad se creía a pie juntillas en la absurda doctrina de la Iglesia Católica imperante en España, a saber: que la función del matrimonio era la procreación; que debían recibirse con gozo o estoicismo (según el caso) cuantas criaturas llegaran; que la misión de las madres era dedicarse en exclusiva a su cuidado; que era no solo normal, sino recomendable, que cualquier mujer, una vez con descendencia, dejara de lado su carrera y su trabajo, si los tenía, y se entregara a la crianza en cuerpo y alma. Qué mayor servicio a la sociedad.

A las mujeres solteras (“solteronas” se las llamaba, desde demasiado pronto) ya no eran conmiseración ni lástima lo que se les brindaba, sino que a menudo recibían una mezcla de reproche y menosprecio. Lo deprimente es que, en esta época de tantas regresiones (de derechas y de supuestas izquierdas), algo de eso está retornando. Se vuelve a reivindicar que las mujeres se consagren a los hijos y abandonen sus demás intereses, con la agravante de que ya no es una presión externa (ni la Iglesia tiene el poder de antes ni el Estado facilita la maternidad: al contrario), sino que proviene de numerosas mujeres que, creyéndose “progresistas” (!!!), defienden “lo natural” a ultranza, ignorantes de que lo natural siempre es primitivo, cuando no meramente irracional y animalesco. Hoy proliferan las llamadas “mamás enloquecidas”, que deciden vivir esclavas de sus pequeños vástagos tiranuelos y no hablan de otra cosa que de ellos.

Y claro, adoptan un aire de superioridad –también “moral”– respecto a las desgraciadas o egoístas que no siguen su obsesivo ejemplo, como si estas fueran seres inútiles e insolidarios, casi marginales, y por supuesto “incompletos”. Las más conspicuas entre ellas son las tías solteras, pero no solo: también las amigas, compañeras y madrinas solteras, que las mamás chifladas acaban por ver como apéndices de sus vidas. Yo las vengo observando y disfrutando, a esas solteras o sin hijos, desde mi infancia, y creo, por el contrario, que son esenciales, hasta el punto de que quienes merecen lástima son los niños que no tienen ninguna cerca. La mayoría de las que he conocido y conozco son de una generosidad sin límites, y quieren a esos niños próximos de un modo absolutamente desinteresado. Como no son sus madres, no se atreven a esperar reciprocidad, ni tienen sentimiento alguno de posesión. Se muestran dispuestas a ayudar económicamente, a echar una mano en lo que se tercie, a descargar de quehaceres y responsabilidades a sus hermanas o amigas. Con frecuencia disponen de más tiempo que los padres para dedicárselo a los críos; con frecuencia de más curiosidades y estudios, que les transmiten con paciencia y gusto: en buena medida son ellas quienes los educan, quienes les cuentan las viejas historias familiares, quienes contribuyen decisivamente a que los niños se sientan amparados.

No les tengan conmiseración, no las subestimen nunca, ni las den por descontadas. Las echarán de menos.