La gesta olvidada de Pedro Páez
De las pocas cosas positivas a extraer de la dichosa pandemia está el descubrimiento que estamos haciendo de nuestro entorno. A fuerza de no poder salir, en mi caso y salvo causa justificada, de las fronteras de la Comunidad de Madrid, muchos residentes en la capital del Reino estamos dando vueltas como locos de un lado a otro con tal de movernos en estos días de asueto. Y es que, como seguro les pasa a ustedes, los urbanitas somos esa rara especie que en cuanto tiene un día libre huye de la maravillosa ciudad rumbo a cualquier parte, preferentemente el mar. Y como el mar de Madrid, el Mediterráneo valenciano, está a unos 450 kilómetros, unas cuatro horas en coche y la mitad en tren, no nos queda otra que andar como cobayas enjauladas.
Pero al margen del Museo del Prado, de los parques de El Retiro, El Capricho o la Casa de Campo, del monte del Pardo o Madrid Río, de La Latina y sus Austrias, de los palacios de Aranjuez, el Real o El Escorial, de la Sierra o de la ilustre Alcalá de Henares, cuna de Cervantes, hay en Madrid lugares que nunca creí imaginar. Y a uno de ellos, próximo por cierto a la ciudad cervantina, me referiré porque fue el origen de uno de los más audaces y valientes exploradores que nunca ha existido y del que, a buen seguro, no han oído hablar por culpa de la tradicional desidia española para honrar a sus héroes. Se trata de Olmeda de las Fuentes, pueblo de casas de piedra blancas colgadas de un valle, que recuerda a Andalucía, donde nació en 1564 Pedro Páez, misionero jesuita y el descubridor de las fuentes del Nilo Azul, en 1618.
La gesta de Pedro Páez merece el mismo reconocimiento que las de Cortés, Pizarro, Almagro, Núñez de Balboa, Hernando de Soto, Ponce de León, Orellana, Cabeza de Vaca y tantos otros aventureros. En 1582, Páez dejó Olmeda para estudiar, de acuerdo a su noble linaje, en la Universidad de Coimbra (Portugal). A sus 18 años ingresó en la Compañía de Jesús y expresó muy pronto su vocación misionera.
En 1588 emprendió una marcha hacia Oriente y nunca más volvería. Primero fue a India, donde pasó un año en las misiones de Goa. Luego partió con el padre Antonio de Monserrat hacia el golfo de Ormuz, rumbo al destino que les habían marcado sus superiores: Etiopía. Pero la cosa se torció. Fueron capturados por los árabes y vendidos como esclavos a los turcos, lo que les convirtió en los primeros europeos en recorrer lo que hoy es Yemen y los desiertos de Arabia. Tras seis años de cautiverio, fueron rescatados y trasladados gravemente enfermos a Goa. Allí, Monserrat murió y Páez se recuperó milagrosamente.
En 1603, inició un nuevo viaje hacia Etiopía. Y de aquí nace el interés para Colombia de la gesta de este héroe: fue el primer europeo en probar el café y en escribir de él. Se hizo amigo de los emperadores etíopes, aprendió su lengua, escribió de ellos, logró concesiones de tierras y convertir al emperador Susinios al catolicismo. Junto a él, alcanzó las fuentes del Nilo azul.
Sin embargo, la historia lo ha ignorado y la hazaña se le atribuye erróneamente al escocés James Bruce, que llegó a las mismas fuentes del Nilo nada menos que 152 años después. Páez murió en 1622. Ni un solo monumento recuerda su gesta, sirva esta columna para deshacer en parte la injusticia. Al menos yace, en una tumba ignorada, en una colina que domina las fuentes de su Nilo Azul