Columnistas

Exasperación inducida

20 de junio de 2018

Cierto que la situación del mundo no invita al optimismo ni a la tranquilidad. Con individuos ególatras como el lunático Trump, el artero Putin y el ya vitalicio Xi como máximos acumuladores de poder. Pero todavía no hay nada demasiado trágico ni absolutamente irremediable. No existen guerras de entidad, y eso ya es mucho teniendo en cuenta cuál es la empecinada historia de la humanidad. Numerosas familias viven en la pobreza o están a punto de caer en ella, pero tampoco hay una hambruna generalizada (hablo sólo de nuestros países occidentales).

Y sin embargo, desde hace por lo menos un lustro percibo en la gente un estado de exasperación al que personalmente no veo mucha justificación. Lo percibo a nivel colectivo y a nivel individual. He hablado aquí de esos sujetos que no pasan una; que, si cometen una infracción y alguien se atreve a afeársela, son capaces de agredir a ese alguien o de pegarle un tiro. Hay demasiados sulfurosos que saltan por cualquier cosa, y a la primera. Lo mismo sucede con las masas: en seguida se encolerizan, no vacilan en echarse a la calle para protestar o maldecir, unas veces con razón y otras con exageración. Están de moda —extraña y desagradable moda— la ira, la indignación, el furor. Todo es “intolerable” e “histórico” y “cataclísmico”, cualquier abuso es tildado de “genocidio”, las multitudes deciden qué es punible, y lo que opinen jurados o jueces les trae sin cuidado.

El asunto más baladí se convierte en cuestión de Estado o por lo menos de referéndum. Yo supongo que parte de la culpa de la exasperación continua y en el fondo inmotivada la tienen las redes sociales, que por suerte no he frecuentado jamás. Muchos ingenuos se informan sólo a través de ellas, y así tienen una visión permanentemente distorsionada, falseada y melodramática de la realidad. Pero no son sólo ellas, o bien es que ellas han contagiado e infectado a los periódicos y a los telediarios.

Estos últimos no sólo disparan sus decibelios para tratar cualquier tontada, sino que exprimen la tontada en cuestión hasta convertir sus informativos en extenuantes monográficos. Si hay nevadas, se anuncian catástrofes varias durante veinte minutos; si se cae un árbol que mata o no mata, logran que la población entera mire todos los árboles con pavor y no ose entrar en un parque.

Los sucesos, que hasta hace unos años eran noticias secundarias, se han adueñado de los informativos, trasladándole al espectador una sensación de que se delinque sin parar, de que estamos amenazados por mafias internacionales sin cuento, de que millares de ciudadanos son asaltados o violados, de que vivimos acogotados: cuando lo cierto es que España es, por fortuna, uno de los países con más bajos índices de criminalidad del planeta. No quiero ni pensar que nuestra situación fuera la de Venezuela, México, Honduras o Estados Unidos, con sus demenciales matanzas en las escuelas y por doquier.

La gente vive en vilo e innecesariamente sobresaltada, va de susto en susto y de irritación en irritación. Se ha conseguido no sólo que muchas personas estén exasperadas, sino que busquen más motivos de exasperación, que se nutran de ella y se regodeen en ella; y que, si no los hallan, se los inventen. Hace demasiado tiempo que nada se vive con sosiego, que la existencia cotidiana está contaminada de desquiciamiento, que casi todo es objeto de desmesura y exageración. Francamente, no creo que sea la mejor manera de pasar de un día a otro, y eso, nos guste o no, es lo que nos toca a los vivos, pasar serena y modestamente de un día a otro y atravesar las noches sin angustias extremas. Inclementes políticos, periodistas y tuiteros: déjennos intentarlo, por favor.