EL SILENCIO DE BOJAYÁ

He leído con tristeza la historia que escribió Patricia Nieto sobre su último viaje a Bojayá para asistir a la exhumación de los restos de las 119 personas sepultadas en el cementerio de esa población del río Atrato donde sucedió la masacre de mayo de 2002, en un combate entre guerrilleros de las Farc y grupos paramilitares.
La periodista viajó por la región a comienzos de mayo, acompañada por la fotógrafa Natalia Botero, tratando de reconstruir el proceso judicial y sus repercusiones políticas y sociales. Su relato fue publicado en Verdad Abierta, un sitio web dedicado al conflicto armado en Colombia.
Durante su estadía, Patricia y su compañera fueron asediadas por líderes del Comité por los Derechos de las Víctimas de Bojayá, que les impidieron entrevistar a los pobladores, tomar fotografías y hasta usar una libreta de notas durante la celebración de una misa en memoria de las víctimas.
Un funcionario de la ONU también les ordenó “apagar sus equipos” e impidió a un grupo de camarógrafos grabar una escena para un documental sobre la vida del sacerdote Antún Ramos Cuesta —quien sobrevivió a la masacre y lideró el traslado de los heridos en el año 2002—. Según Patricia, “cuando el padre Ramos dijo que los camarógrafos estaban con él, el funcionario intentó apartarlo del corrillo halándolo del brazo bruscamente”.
La actuación del empleado de la ONU fue el detonante para las agresiones que se presentaron contra las periodistas el 11 y el 12 de mayo. Durante esos días, los líderes del Comité, de manera intimidante, no solo reiteraron a las periodistas su prohibición de registrar cualquier escena, sino que amenazaron a una familia indígena con hacerla castigar de sus autoridades por permitir la visita de periodistas a su casa. También acudieron a agentes de la Policía Nacional para vigilarlas e impedir que hablaran con la gente.
Al final, los miembros del Comité justificaron sus actos exhibiendo un “protocolo para el manejo de comunicaciones” según el cual no se puede grabar, tomar fotografías, ni escribir sobre el proceso de exhumación en Bojayá. El protocolo también adjudica al Comité el poder de censurar los trabajos periodísticos y decidir qué clase de información es pública o reservada.
“Nunca, ni guerrilla, ni paramilitares, ni Ejército me impidieron hacer mi trabajo como en esos seis días en Bojayá”, le dijo la fotógrafa Natalia Botero al periodista Pascual Gaviria.
Por eso Patricia y su compañera regresaron del Atrato con las manos vacías y llenas de preguntas después de ver cómo, según sus palabras, “en nombre del dolor, algunos líderes de los colectivos de víctimas se erigen en un poder de hecho para controlar la información”.
La publicación del relato de Patricia Nieto provocó un debate entre periodistas, académicos y representantes de organizaciones no gubernamentales que luchan por la defensa de los derechos de las víctimas.
Un grupo de académicos publicó una declaración en la que advierte sobre “los efectos negativos que pueden tener este tipo de denuncias donde se ubica al Comité de víctimas como censuradores de una verdad o “dueños” de la memoria. Esta acusación riñe con el reconocimiento de la autonomía y el derecho de las víctimas a construir verdades y memorias en sus propios términos”.
Los periodistas sabemos que es nuestro deber proteger la intimidad de las personas y respetar su dolor, tal como lo ha hecho Patricia Nieto en su valioso trabajo en defensa de las víctimas, que le ha merecido numerosos premios nacionales e internacionales, pero al mismo tiempo defendemos el derecho a la libertad de informar y a tener libre acceso a las fuentes de información.
Si no fuera por esas libertades que nuestros compañeros han defendido hasta con su propia vida ¿cuántas masacres como las de Bojayá habrían quedado en silencio?.