El mal maestro
Una de las relaciones más complejas que se da entre seres humanos es la que hay entre los padres y los maestros de sus hijos. Sobre nuestros hijos tenemos un sentido de posesión que no tenemos sobre otros seres humanos. Es algo instintivo, difícil de definir, que tiene una complejidad emocional que puede ser incluso peligrosa. Puede uno llegar a creer que sus vidas nos pertenecen, que somos la guía sino el dueño y negar una realidad que cuando nos cae es como un choque de frente: a los hijos hay que dejarlos ir.
Dejar ir a los hijos es una aproximación a la vida. Es algo que nos expone a un desgarro constante y es quizás una de las claves para lograr aquello que la mayoría de los padres ansiamos: que ellos crezcan bien y que no nos perdamos como individuos en el intento.
El caso de los maestros es difícil de manejar porque una vez que los niños llegan a la edad de escolarización hacemos una transferencia de nuestra autoridad. Lo que ven. Lo que escuchan. La forma de aprender el mundo, de descubrirlo ya no depende solo de nosotros. Ya no somos los únicos garantes de la maravilla.
Como padres es lógico que nos dé miedo aceptar que aparecerán otros oráculos, que alguien más aportará a la cosmovisión a la que los fuimos acercando durante sus primeros años de vida. Aunque no estemos conscientes de ello lo cierto es que cuando alguien más les enseña nosotros perdemos algo de protagonismo en sus vidas. Duele. Pero así debe ser. Ningún ser humano debe crecer expuesto, amarrado, mucho menos venerando una sola visión de la vida. El maestro, al final, es un estratega más que viene a exponer otros mecanismos para explorar el mundo.
En el pasado la relación entre padres y maestros era menos aprensiva. Quizás porque la profesión de maestro tenía mayor prestigio social o porque lo que se valoraba era el conocimiento, la cantidad de información que tenía el que salía de la escuela. El maestro era una autoridad que abarcaba a los padres y no se ponía en duda la complejidad la profesión.
Hoy en día el papel del maestro se ha devaluado. Muchos padres los ven desde la superioridad, pensando que la patria potestad no es un concepto jurídico sino un título de propiedad, un permiso de control, una llave mágica para instalarse. En las escuelas se ven padres que opinan, dictan cátedra, incluso pretenden juzgar y evaluar el trabajo de los maestros como si fuese algo que puede hacer cualquiera, como si no requiriera estudio y conocimiento. Porque son los dueños y porque no van a dejar ir.
Me pregunto si esta gente evaluará de igual forma a su médico, corrigiéndolo, juzgándolo, indicándole cómo y qué tiene que hacer cuando les indica un tratamiento.
Es duro cuando a nuestros hijos les toca un maestro que les hace la vida más difícil, o porque les pone una barrera académica o porque más bien hay un tema de química. Es normal. Es humano. También es algo con lo que hay que lidiar. Es la forma en que la escuela les enseña a dar sus batallas. A veces sí hay que oponerse al maestro, sí hay que sostenerse en un principio, defender un ideal o aprender la firmeza que da la convicción. Pero eso no puede venir jamás de la falta de respeto y de la superioridad, y cuando el padre menosprecia al maestro le enseña a ver por encima a los demás, a que nadie está a su nivel, y que la única forma de resolver un conflicto es borrando a quien le molesta o tratándolo como inferior.
Es cierto también que como padres nuestro deber es defender a nuestros hijos, que nuestro trabajo e incluso nuestra paz está en ayudarles a crecer en las mejores circunstancias, pero no debemos confundir esto con vivir blandiendo una espada cada vez que una situación nos incomoda o no cubre nuestras expectativas. Al final del día el equilibrio en la vida está en aprender a escoger las batallas que vamos a pelear. Las relaciones humanas positivas, sanas, estables, requieren tolerancia, paciencia, capacidad de adaptación, resiliencia. A veces un mal maestro no transmite toda la lección como debería, pero siempre enseña cosas que a lo largo de la vida también prueban ser lecciones invaluables.