Criaturas en la aurora
El amanecer, una bella liturgia para solitarios. Alivio de caminantes. Tal vez un mendrugo de felicidad que el cosmos, amoroso, nos entrega.
Me gusta el amanecer. Aunque ya de viejo me cuesta madrugar, a pesar de haberlo hecho a las cinco de la mañana durante los primeros cuarenta años de mi vida, suelo de vez en cuando despertarme “en par de los levantes de la aurora” para embriagarme en la silenciosa liturgia de un nuevo día.
Creo que un sobreviviente de estas y en estas primeras décadas del tercer milenio, puede exorcizar los demonios de la desesperanza y el desconsuelo, con solo respirar los aires de un nuevo día. Y mejor si lo hace en un día cualquiera de este primer mes del año.
Todo parece invitarnos al pesimismo. Acorralados por la violencia, acribillados por las falsedades de una sociedad mentirosa, desolados entre los fragores de una cotidianidad que es derrumbamiento y catástrofe, nuestros fantasmas de cada día, de cada noche, pueden conjurarse, fugaz y hondamente al mismo tiempo, con solo respirar los aromas del alba y abrir los ojos y el alma a las luces y sonidos del amanecer.
Estar metido ahí, con el cuerpo y el espíritu, piel a piel con la aurora, es volver a nacer, que, sea dicho de paso, es la única forma que tiene uno para comprobar que no está muerto. Bella la naturaleza que al despuntar el día revive los temblores de la creación primigenia. Casi se sienten, tiernas y tibias todavía, las manos del creador. De Dios, sea dicho por más señas.
Recuerdo, entonces, echando mano de ese otro recurso contra la desesperanza y el desencanto que es la poesía, un poema del poeta español Vicente Aleixandre, Premio Nobel de literatura en 1977. Criaturas en la aurora, se titula. Un largo poema que empieza: “Vosotras conocisteis la generosa luz de la inocencia./ Entre las flores silvestres recogisteis cada mañana/ el último, el pálido eco de la postrer estrella./ Recibisteis ese cristalino fulgor,/ que como una mano purísima/ dice adiós a los hombres detrás de la fantástica presencia montañosa./ Bajo el azul naciente,/ entre las luces nuevas, entre los puros céfiros primeros,/ que vencían a fuerza de candor a la noche,/ amanecisteis cada día, porque cada día la túnica húmeda/ se desgarraba virginalmente para amaros,/ desnuda, pura, inviolada”.
Es tonificante para el cuerpo y para el alma este silencioso rito del amanecer. Se recupera gozosamente el resto de vida que quedó del día anterior y que, a falta de otros consuelos, desgonzó su fatiga sobre la almohada y refugió entre las cobijas su deshilachada soledad. Reconforta la presencia de esas criaturas de la aurora, limpias e inocentes. Se reconcilia uno con la vida.
Vuelve Aleixandre: “Aparecisteis entre la suavidad de las laderas,/ donde la hierba apacible ha recibido eternamente el beso instantáneo de la luna./ Ojo dulce, mirada repentina para un mundo estremecido/ que se tiende inefablemente más allá de su misma apariencia”.
Porque el amanecer es el descubrimiento del paisaje de siempre. Renacimiento, resurrección de ese paisaje vibrante de la naturaleza que uno se empecina en asesinar a diario con la turbia mirada de la tristeza y el rencor.
El amanecer, la aurora, la luz que despunta “en par de los levantes de la aurora”, que susurraba san Juan de la Cruz. Apenas un instante. (”El instante es la eternidad”, decía Goethe). Una bella liturgia para solitarios. Alivio de caminantes. Tal vez un mendrugo de felicidad que el cosmos, amoroso, nos entrega. Y allí, en el fondo de los trinos, de los olores, de los aires delgados y los resplandores nacientes, un Dios presentido. O un Dios encontrado.
Remata Aleixandre: “Por eso os amo, inocentes, amorosos seres mortales/ de un mundo virginal que diariamente se repetía/ cuando la vida sonaba en las gargantas felices/ de las aves, los ríos, los aires y los hombres”