Columnistas

¿A QUIÉN IREMOS?

27 de agosto de 2018

Hoy el Evangelio presenta el final del Discurso del Pan de Vida pronunciado por Jesús después de la multiplicación de los panes (Juan 6, 60-69). Lo primero que conviene resaltar es la reacción de muchos ante sus enseñanzas porque aceptarlas era “difícil”. Hoy también muchos pierden la fe porque les parece difícil asumirla, pues exige un esfuerzo no solamente para comprender las realidades trascendentes, sino asimismo para realizar el compromiso que implica.

“Escojan a quién servir”, dice Josué, el sucesor de Moisés que dirigió la entrada de los hebreos en la tierra prometida (Josué 24, 1-18). Esta elección no es fácil, pues la opción por el Dios verdadero exige desapegarse de lo material. Muchos de quienes oían a Jesús no entendieron ni aceptaron sus enseñanzas porque pensaban que comer su carne y beber su sangre era canibalismo. Se quedaban en la materialidad del signo y por eso no comprendieron su sentido espiritual. El Salmo 34 dice que son los humildes los que pueden escuchar al Señor y alegrarse: “que los humildes lo escuchen y se alegren”.

Por eso, para entender el sacramento de la Eucaristía, al cual se refiere el Discurso del Pan de Vida, es preciso abrirse con humildad al don de la fe que hace posible creer en la presencia real de Cristo en las especias eucarísticas del pan y el vino, que son para el creyente su cuerpo y sangre gloriosos, es decir, su vida resucitada que se da como alimento espiritual.

“Señor, ¿a quién vamos a ir? ¡Tú tienes palabras de vida eterna!”. Estas palabras del apóstol Pedro constituyen una oración que podemos hacer nuestra. En medio de las tentaciones que a menudo nos llegan de parte de un mundo encerrado en el culto a lo material e intrascendente, y ante el hecho de tantos que se resisten a acoger la Palabra de Dios o dejan de creer en ella y se van detrás de los falsos dioses, Jesús nos pregunta lo mismo que a sus primeros discípulos: “¿También ustedes quieren irse?”. Para responderle como Pedro, tenemos que dejar que la Palabra de Dios, que se nos da como alimento en la Eucaristía, nos transforme y haga posible en nosotros la vida eterna.