Sobre el camposanto de Villatina, donde ocurrió la peor tragedia en Medellín, construyeron un nuevo barrio
En el interior de este lugar destinado a honrar a víctimas de tragedia del 1987 está emergiendo un nuevo barrio ilegal.
En la parte alta del barrio Villatina, cerca de medio centenar de casas son como un desafío a las leyes de la vida. Una de esas leyes, por ejemplo, es la de la impenetrabilidad, que viene de la física y reza que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo lugar al mismo tiempo. Sin embargo, en este sector periférico del centro oriente de Medellín conviven en un mismo lugar un camposanto y el inicio de lo que pronto será un barrio, como si se sobrepusieran en un mismo plano el reino de los vivos y el reino de los muertos.
Esa “hazaña” ha sido posible por la combinación de dos elementos que, cuando van juntos, pueden tener consecuencias catastróficas: la miseria y los avivatos que se aprovechan de las necesidades de los pobres.
En este caso, las bandas aliadas estarían cobrando ciertas cantidades de dinero por dejar asentar en el ecoparque y camposanto de Villatina a víctimas de la violencia o familias que habitaban en otras zonas de la ciudad bajo condiciones paupérrimas y que han visto en la zona una posibilidad de subsistir.
En un recorrido realizado por EL COLOMBIANO hablamos con cerca de una decena de estas personas y todas dijeron ser desplazadas por el conflicto. En solo unos metros es posible hacer una cartografía de la diáspora que ha vivido el campo colombiano.
Para llegar a la necrópolis hay que atravesar todo el barrio Villatina por un laberinto de calles estrechas y empinadas que son un verdadero reto a la pericia de cualquier conductor. Ya ubicados en el lugar se aprecia cerca el Pan de Azúcar, uno de los siete cerros tutelares que tiene la capital antioqueña.
De esa montaña provinieron alrededor de 20.000 metros cúbicos de tierra y lodo que el 27 de septiembre de 1987 sepultaron a cerca de 500 personas, constituyéndose en la tragedia más grande que ha vivido la capital antioqueña en su historia.
En aquel tiempo yo era socorrista de la Cruz Roja y me tocó ser testigo de muchos dramas y milagros: los niños que perecieron en piñatas porque estaban celebrando un día de primeras comuniones y familias enteras que fallecieron ahogadas debajo de moles de tierra, pero también un conejo y un perro que se salvaron por meterse debajo de una cama o un escaparate y suscitaron aplausos al emerger de la tierra vivos.
Joaquín Calle hace el relato de esa fecha como el día en que le cambió la vida por completo. Tenía 14 años y estaba jugando fútbol en la cancha Los Pomales.
“Eran por ahí las dos y media de la tarde cuando sonó un estruendo ¡pum! Muy grande, y en cuestión de segundos vinimos a ver y ya había más de 270 viviendas sepultadas”. Cuenta la historia como si fuera parte de un guion museográfico aprendido de memoria.
De pronto su casa ya no existía y dentro de ella perecieron sus padres, tres hermanos y un sobrino. Quedó solo. “Fui a dar a un albergue, después a la calle y de allí me rescataron los grupos armados”, relata este desmovilizado del bloque paramilitar Cacique Nutibara que tras la dejación de armas formó con otros excompañeros la corporación Camposanto, de la cual es representante legal.
Una semana después el hedor de los cuerpos sin rescatar era insoportable, por lo que rociaron cantidades inmensas de cal desde helicópteros y el arzobispo de entonces, Alfonso López Trujillo, declaró el lugar como camposanto.
No muy lejos de ese sitio ya se había vivido otra catástrofe que cobró una relevancia especial como la primera gran historia que narró el nobel de literatura Gabriel García Márquez. Fue el alud de Media Luna (Santa Elena), ocurrido el 12 de julio de 1954, con 60 víctimas mortales. La paradoja en este caso, y así lo narró Gabo, es que hubo una primera avalancha y la mayoría de las muertes fueron curiosos que se plantaron a ver el rescate y los atrapó un segundo deslizamiento.
En el caso del ecoparque y camposanto de Villatina se estaría cometiendo una especie de sacrilegio a un lugar sagrado, pero además, con la urbanización irregular se estaría acopiando material suficiente como para escribir la crónica de una segunda tragedia anunciada, parafraseando al nobel.
En los vértices izquierdo y derecho de la necrópolis hay viviendas todavía a medio levantar, en madera y plásticos, pero la mayoría ya están consolidadas con estructuras de cemento y adobe. Incluso algunas tienen hasta dos y tres pisos, sin importar que se trate de un sitio que justo en dos meses va a completar 37 años de su establecimiento como lugar sagrado, ni mucho menos que el terreno continúe clasificado como zona de alto riesgo no mitigable.
Se calcula que de los 18.000 metros cuadrados que conforman este espacio, está invadido aproximadamente un 30% del área y que hay alrededor de 50 casas.
La cartografía del éxodo
nacional en unos pocos metros
Quienes allí habitan conocen la historia, pero le hacen verónicas al miedo y al sentimiento de culpa por estar posiblemente perturbando el descanso de los muertos. O no tienen otra alternativa que convivir con eso y con el riesgo de un posible deslizamiento que acabe también con sus vidas, lo que, al parecer, es menos grave para ellos a que lleguen los funcionarios de la Alcaldía para hacerles derrumbar lo que han hecho sin consentimiento.
Por ejemplo, Elkin Ramírez y su familia son de los que están asentados en el lado izquierdo. Él asegura que el camposanto comienza justo desde el caño que queda en frente de su casa y por lo tanto no está dentro de ningún área restringida. Sin embargo, Calle, el representante de la corporación Camposanto aclara que tanto esta como la otra canalización que hay a la derecha del terreno bendecido no tienen el carácter de mojones, sino que fueron obras internas que hicieron para disipar la amenaza de las aguas que bajaban del cerro, las mismas que habrían producido la tragedia en 1987.
Ramírez (41 años) cuenta que siendo aún menor de edad se tuvo que desplazar de San Luis, después de que la guerrilla tumbó el cuartel de la Policía. Primero aterrizó con la mamá y un hermano en La Iguaná, invadieron un lote y construyeron su casa, pero él se aburrió del bullicio y decidió venirse para el que considera un sitio más tranquilo.
“Acá vivía una señora sola desde hacía como 20 años y yo le compré la posesión del ranchito por 18 millones de pesos. Le he hecho mejoras hasta lo que ve hoy”, dice refiriéndose a la construcción en adobe y con terraza en concreto que aspira a extender hacia arriba para, con la renta, asegurar su jubilación, pues lo suyo es la economía del rebusque, unas veces como albañil y otras como mototaxista por aplicación digital.
Doña Nery es la vecina que vive bajando las escalas que originalmente eran del camposanto y se convirtieron en la vía de acceso al barrio en ciernes. También es desterrada, pero de Pavarandocito, en Mutatá, Urabá antioqueño. Eso fue en 1999 y llegó directo a Villatina. Desde entonces ha escuchado la historia del morro que “se vino encima” y tapó a tanta gente, pero le ofrecieron en arriendo por $460.000 esta casa que por pequeña (unos 20 metros cuadrados) parece de muñecas –aunque no por los terminados– y se pasó cuatro meses atrás. Acá reside con su nieto, aunque aspira a pasarse cuando él termine de estudiar y haya con qué pagar en otra parte.
“¿Que si me da miedo vivir aquí? Todos nos tenemos que morir y nos tienen que enterrar, son cosas de Dios. Si ocurre algo raro porque estamos pegados a un morro, qué más podemos hacer”, dice.
No obstante, no es un pragmatismo que comparan todos los actuales ocupantes del camposanto.
Flor Marina Torres no oculta su temor, no a los muertos sino a que se desate de nuevo la furia de la tierra.
“Amigo, yo le digo honestamente, uno porque no tiene más a dónde meterse ni con qué pagar un arriendo. Solo el Dios del cielo sabe cuando uno se acuesta y se sienten esos ventarrones, cuando caen esos viajes de agua ¡Señor por Dios, uno dice: Dios mío, protégenos!, porque a dónde más nos vamos a meter”.
El día en que este medio habló con ella llevaba un cabestrillo en la mano derecha debido a que una semana antes se había resbalado en el suelo liso aledaño a su casa y se hizo lo que un sobandero diagnosticó como una torcedura (esguince).
La mujer, de 53 años de edad, rondaba los 19 cuando en la zona rural de Samaná, Caldas, mataron a su mamá y a su hermana con cinco meses de embarazo. Ella se fue a vivir al área urbana con dos hijos pequeños, pero sintió que no cesaba el asedio del depredador de su familia y optó por trasladarse a Medellín. Fueron 17 años pagando arriendo en Robledo hasta que levantó su rancho en el vértice derecho del camposanto y el 12 de marzo del año de 2023, hace ya 17 meses, se trasteó con su marido de 71 años y dos hijos (uno paciente psiquiátrico y el otro drogadicto).
“Se dio un dinerito poquito, como ocho millones de pesos”, dice, pero al preguntarle a quién se los pagó, voltea la cara y cambia de tema. La misma evasiva se obtiene de todo al que se les hace la pregunta incómoda para saber a qué bolsillo está yendo el pago del loteo ilegal en el ecoparque y camposanto de Villatina, así como en la base del Pan de Azúcar.
Calle asegura que si no fuera por la presencia de él, porque en el barrio respetan su trabajo y su pasado, todo el camposanto estaría copado de casas, pero es imposible controlarlo todo porque “cuando menos uno piensa llega una persona con su familia a construir y dice que eso lo compraron, aunque nadie sepa a quién se lo pagaron”.
Lo cierto es que, según le dijeron otras fuentes a este periódico, la banda que domina el sector son los del altico y serían quienes están cobrando entre siete y 20 millones de pesos.
La Secretaría de Gestión y Desarrollo Territorial informó que este año ha hecho visitas a este territorio dando como resultado 62 informes técnicos que ha remitido a la Inspección de Policía 8B (de la comuna 8) y a la Casa de Gobierno de Santa Elena “para el respectivo proceso policivo”.
En el camposanto, añadió la entidad, han recuperado 339 metros cuadrados de espacio y ha hecho 14 remociones de elementos usados para construir, como polisombras, madera y material de mampostería.
El modus operandi de los ocupantes es meterse de noche y armar rápido la vivienda, pues si la Policía no llega en 48 horas ya no puede tumbar y el trámite en el distrito se vuelve más engorroso.
Tierra de nadie
El camposanto se volvió tierra de todos y de nadie y Calle acusa de eso al abandono total por parte de la Alcaldía durante varias administraciones, incluida la actual. En 2014 invirtieron $2.680 millones del erario en la red de senderos peatonales, el jardín infantil, el gimnasio a cielo abierto, las terrazas, un campo deportivo y un templete. Fuera de eso, la corporación Camposanto ubicó en el centro del camposanto una escultura que simboliza el renacer ante la adversidad. Son dos manos que soportan a un bebé, como proyectándolo hacia el cielo. Sin embargo, no pensaron en que esa infraestructura necesitaba mantenimiento.
Hoy en día los prados se mantienen rozados y de manera constante llega una persona a barrer las áreas públicas, pero la estructura metálica del templete acusa un abandono evidente: las bases están corroídas y los baños dan asco por el olor a excrementos y orina fermentados, ello debido a que el perímetro no tiene barreras y no hay vigilancia.
En el Distrito no hay una entidad que responda integralmente por este camposanto. Mientras que Gestión y Control Territorial se ocupa de lo suyo, como ya se observó antes, la secretaria de Medio Ambiente, Ana Ligia Mora, afirmó que desde su dependencia “continuamente se monitorea con los promotores ambientales” y se apoyan las acciones de vigilancia para evitar la ocupación irregular, algo que claramente no ha sido del todo efectivo.
Por su parte, el secretario de Infraestructura, Jaime Andrés Naranjo, indicó que cuando llegó no encontró presupuestado nada para este sitio y que espera poder tener con qué ponerle mano en el futuro.
Un indicio más que denota que de La Alpujarra no se han asomado mucho por acá son las lápidas que identifican a muertos recientes, es decir que el que originalmente se creó como lugar de memoria de la tragedia de 1987 se convirtió en una suerte de cementerio activo para los lugareños.
Calle asevera que lo que hay adentro no son huesos sino cenizas y que las ha dejado enterrar a petición de varias personas del sector porque prefiere que haya tumbas a que esto se llene de casas.
‘Con cenizas no violan carácter sagrado’
El sacerdote Asdrúbal Rincón, archivista de la Arquidiócesis de Medellín, indicó que aunque a nivel internacional el término camposanto es sinónimo de cementerio, en Colombia no son propiamente equivalentes y hay cierta ambigüedad en la connotación.
En casos como este y el de Armero (13 de noviembre de 1985, con unos 25.000 muertos) la iglesia hizo la declaratoria porque muchos cadáveres no se pudieron recuperar y bendijo los predios donde ellos quedaron. Y aunque el entierro de osamentas está reglamentado por la legislación civil y no se puede hacer en cualquier sitio, el de cenizas no plantea estos límites.
“La reglamentación de la Iglesia dice que uno puede dividir las cenizas, de manera que por ejemplo un familiar puede tener una parte y otro, otra; siempre y cuando estén dispuestas en un camposanto o un cenizario”, aclara el religioso, quien considera que si lo que están depositando ahora en el ecoparque y camposanto de Villatina son cenizas, no se estaría violando el carácter sagrado del lugar.