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Un año de la cuestionada presidencia de Juan Guaidó

En su Constitución una presidencia interina dura 30 días, pero la de Juan Guaidó suma 365 días y contando.

Periodista egresada de la facultad de Comunicación Social - Periodismo de la Universidad Pontificia Bolivariana.

23 de enero de 2020

En Venezuela el opositor Juan Guaidó no puede ni entrar al edificio del Parlamento que dice presidir, pero en Colombia es recibido con honores presidenciales en la Casa de Nariño. En Caracas tuvo que hacer un cordón humano con sus diputados para entrar por la fuerza al Palacio Federal Legislativo el pasado 7 de enero, la Guardia Nacional al mando de Nicolás Maduro se lo impidió y terminó en un forcejeo con los uniformados. En Bogotá, la Guardia Presidencial le hizo una calle de honor durante el fin de semana.

Esos hechos, más que escenas, son el relato del poder que tiene Guaidó como líder de la oposición reconocido como presidente interino por 60 países que apelan al restablecimiento de la democracia en Venezuela, un país catalogado por Freedom House como “no libre” por el deterioro de los derechos políticos, las libertades civiles y el cerco a la oposición.

Chile, Perú, Estados Unidos, la Unión Europea, entre otros, discuten con Guaidó temas de la agenda internacional. Pero, en la práctica, sí necesitan un permiso para sobrevolar por el espacio aéreo venezolano se lo deben pedir a la administración al mando de Nicolás Maduro.

Es una narración que cumple 365 días. Dos personas que se consideran a sí mismos presidentes legítimos. De un lado está Guaidó, con el mundo occidental a su favor, Estados Unidos cuidándole la espalda y la Unión Europea como guardián. Del otro, Maduro, con su silla en Naciones Unidas, la petrodiplomacia que lo tiene en la misma mesa de Arabia Saudí, China, Rusia y Turquía, y una suerte de supremacía en el poder judicial y las Fuerzas Armadas, que aún lo tienen en el Palacio de Miraflores.

Disputa que ahondó la crisis

Con la mano derecha en frente y en nombre de Dios, Guaidó juró asumir las riendas del Ejecutivo como presidente encargado “para lograr el cese de la usurpación, un gobierno de transición y tener elecciones libres”, el 23 de enero de 2019. No parecía un día normal. Después de más de un año de la movilización social regresaba para redoblar su voz en la calle en contra de Maduro.

La retórica presidencia de Guaidó llegó con un pretexto. Momentos antes, el día 10, Maduro se juramentó para un nuevo periodo como mandatario ante un Tribunal Supremo de Justicia elegido a dedo y de principios chavistas. Las elecciones de mayo de 2018 que supuestamente lo llevaron a un nuevo mandato fueron desconocidas por parte de la comunidad internacional, la Organización de Estados Americanos (OEA) y la oposición.

Que Maduro se aferrara al poder a pesar de ese panorama adverso dentro y fuera del país fue el pilar que llevó al ascenso de Guaidó. Desde entonces hay dos venezuelas. La que está bajo la narrativa opositora aferrada a la idea de que el presidente legítimo es Guaidó y Maduro es un usurpador, y aquella en la sombrilla del oficialismo que solo reconoce la legitimidad en entredicho de Maduro.

A veces parecen tres. En teoría el país tiene la Asamblea Nacional Constituyente, liderada por Diosdado Cabello, de corte oficialista y creada por Maduro en mayo de 2017 para redactar una nueva carta magna; la Asamblea Nacional con los 100 diputados que Guaidó preside y que el pasado 7 de enero lo ratificaron como presidente interino; y un conato de tercera facción dentro de este último, en el que están diputados oficialistas que este mes tomaron control del Palacio Federal Legislativo.

Nicmer Evans es uno de los políticos que salió de las filas del chavismo conforme la administración actual ahondó la crisis del país. Su lectura de la situación: “el objetivo de Maduro era tres parlamentos-dos presidentes y lo logró. Estamos en un proceso en el que la ventaja está a favor de quien ostenta el poder y ahí Guaidó lucha contra un sistema de 20 años”, afirma.

El ajedrez de las venezuelas

Los reconocimientos están divididos. Guaidó tiene la silla de Venezuela en la OEA, en el Banco Interamericano de Desarrollo y esta semana viajó al Foro Económico Mundial en Davos. La administración de Donald Trump en Estados Unidos le otorgó el derecho sobre los activos de Petróleos de Venezuela (PDVSA) en territorio norteamericano, entre los que está la filiar Citgo, congeló los activos del país para evitar que el régimen pueda usarlos y prometió sanciones a las empresas que hagan transacciones con compañías venezolanas, con el supuesto de proteger el dinero de Venezuela de las manos de Maduro.

Este último tiene la silla del Estado en Naciones Unidas, consiguió un puesto en el Consejo de Derechos Humanos de la organización –el mismo que tiene la tarea de indagar sobre las violaciones a los Derechos Humanos que constató la Alta Comisionada Michelle Bachelet, además de la participación en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Esa petrodiplomacia lo lleva a tener alianzas con Vladimir Putin (Rusia), Xi Jinping (China) y Hasán Rohaní (Irán).

También maneja las cuentas del Estado, tiene el control de los edificios públicos y, lo más importante, a las Fuerzas Armadas y todo el aparato estatal a su favor. En resumen, ostenta un poder de facto. En el escenario en el que uno de los bandos pierde influencia, el otro la gana, pero internamente quien gobierna sigue siendo Maduro, al punto que el régimen ha llevado presos a políticos cercanos a Guaidó como el director del Despacho de Presidencia Roberto Marrero, el diputado Gilbert Cano y el vicepresidente de la Asamblea Nacional Edgar Zambrano.

“La polarización de dos gobiernos y la división en la comunidad internacional llevó a una gran inestabilidad doméstica que repercutió en la vida diaria. Hay una gran incertidumbre de lo que puede pasar en el futuro cercano”, dice el politólogo y profesor de la Universidad Central de Venezuela, Carlos Romero. La fisura entre el oficialismo y la oposición ha sido clara desde el ascenso del chavismo al poder en 1999 y se ahondó en los últimos años de la administración de Hugo Chávez, hasta encontrar una rotura en el gobierno de Maduro.

Acercamientos fallidos en 2014, 2017 y 2019, fracasos de negociaciones con el Grupo de Contacto sobre Venezuela y Noruega y la pérdida del espacio para la oposición convergen en el limbo político de hoy.

La encuestadora venezolana Delphos entregó cifras a EL COLOMBIANO sobre esa discordia, basadas en los estudios estadísticas que hacen en sus entrevistas con ciudadanos. En las mediciones de confianza, el 45 % de los ciudadanos confían en Guaidó y el 15 % en maduro. Pero solo el 40 % se considera parte de la oposición y, el 23 %, como oficialista. El resto, son indecisos.

El error de Guaidó

Hubo tres días claves en este año de la presidencia interina de Guaidó. Ese 23 de enero que significó el regreso de la movilización social, el 22 de febrero cuando apareció en Colombia para liderar el paso de la ayuda humanitaria y el 30 de abril con la liberación de su compañero de filas Leopoldo López. Para cumplir su fórmula del “cese de la usurpación” no dijo fechas exactas, pero su discurso apuntó a una salida rápida.

“Su desacierto es haber enfocado el conflicto en una resolución a corto plazo. La expectativa de tener la transición rápidamente disminuyó la posibilidad de ir acumulando fuerza y elevó la presión”, dice el analista político y profesor Félix Seijas. Todo esto en 365 días en los que no tuvo la pieza más relevante: las Fuerzas Armadas. La Constitución venezolana dice que una vez una persona es designada para la presidencia interina esta tiene 30 días para liderar el gobierno de transición y llamar a las elecciones.

El plazo de Guaidó habría vencido el 23 de febrero 2019. Pero en este tiempo jamás tocó el poder para comenzar ese mandato provisional y llamar a nuevos comicios, lo que hizo imposible cumplir la ruta de la carta magna y hasta su mismo itinerario. La respuesta de la Asamblea Nacional fue aprobar normas que dieron largas a su margen de acción. La más evidente, en septiembre, acordó ratificarlo como presiente “hasta el cese de la usurpación”, rompiendo el acuerdo de los partidos de la Mesa de Unidad Democrática de alternarse el mando.

Así, la oposición demostró entrar en un terreno fangoso con una táctica que antes se le criticó al oficialismo: interpretar la Constitución a conveniencia. Una lectura de la carta magna lo llevó a la presidencia interina y hoy, un año después, lo mantiene en un laberinto en el que no se sabe si llegará por fin a Miraflores, donde Maduro sigue gobernando con el respaldo de los militares.

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