Inicio

El porqué Fernando Botero será eterno y universal

El antioqueño hizo del arte la bandera de su vida y ayudó a que la pintura se hiciera popular en Colombia.

16 de septiembre de 2023

Para pocos la muerte es un tránsito de la vida a la memoria colectiva. Ese es el caso del pintor antioqueño Fernando Botero, quien murió el 15 de septiembre de 2023 en Mónaco, un pequeño principado de Europa, reconocido a nivel mundial por sus playas y por una carrera de automovilismo. Desde el momento en que se conoció la noticia los medios de comunicación no se han ahorrado adjetivos para ensalzar la vida y la obra de quien es considerado el pintor más importante de la historia colombiana. Más allá del fervor del momento, ¿qué argumentos sostienen esta afirmación? ¿Qué hizo Fernando Botero para entrar en los libros de historia y postergar el olvido definitivo?

Con estas preguntas en mente EL COLOMBIANO consultó a expertos de la historia del arte nacional y curadores de museos. Y encontró dos elementos que hacen sobresalir el trabajo de Botero en el panorama de la plástica en América Latina. El primero es el papel que desempeñó el pintor a mediados de los cincuenta en la llegada de la modernidad artística a Colombia. Y el segundo es su trabajo a favor de los museos en el país. En ambos campos la trayectoria de Botero marca un antes y un después en la historia colombiana.

Botero y el arte moderno en Colombia

Esta historia comienza con un portazo. Se trata del que le dieron en 1958 los jurados del Salón Nacional de Artistas Colombianos a Fernando Botero, quien participó en la convocatoria con el cuadro Homenaje a Mantegna. Ese hecho desencadenó un debate en la prensa nacional, que dejó en evidencia las dos formas de concebir el arte que había en el momento. En un lado estaban los artistas y los críticos que seguían de cerca los preceptos del muralismo mexicano.

En esa escuela el arte tenía un fuerte componente político, al punto que los temas desplazaban en importancia a las formas y la destreza en la pintura, cuenta el historiador del arte Christian Padilla. Para hacerse a una idea de las propuestas de estos pintores basta ver los murales de Pedro Nel Gómez que hoy están en el Museo de Antioquia o en la parte baja de la estación San Antonio. En ellos existe la ambición de sintetizar la historia de un pueblo en unos metros cuadrados.

Por el contrario, en el Homenaje a Mantegna o en La apoteosis de Ramón Hoyos las pinceladas se liberan de la obligación didáctica de comunicarle al público un mensaje político o ideológico. Y es precisamente esa diferencia de enfoque la que quedó a la vista en el rechazo a la pintura de Botero. Sin embargo, la historia no terminó ahí. Gracias a la intervención de algunos críticos, entre ellos la mítica y temible Marta Traba, el cuadro fue aceptado en el Salón y, a la postre, conquistó el primer lugar de la competencia. Ese hecho demostró un relevo conceptual en las formas de entender el arte. En esto no estuvo solo Fernando Botero. A esa empresa también contribuyeron las pinturas de Eduardo Ramírez Villamizar, Enrique Grau y Alejandro Obregón. En este punto Padilla ofrece un dato que hace sobresalir la figura de Botero: él fue el más joven de ese grupo de pintores. Tenía menos de treinta años mientras el resto sobrepasaba la frontera de los cuarenta.

Ese debate generacional sobre las formas del arte no escapó a la vista de Gabriel García Márquez, por entonces un joven novelista. En el artículo La literatura colombiana, un fraude a la nación, el futuro Nobel de Literatura elogió a los pintores de la mitad de siglo porque profesionalizaron su oficio y ejercieron una presión contra el ambiente para crear las condiciones materiales necesarias para vivir con dignidad de la pintura. O esto último, al menos lo intentaron. En todo caso, García Márquez utilizó el ejemplo de la pintura colombiana para demostrar la precariedad de la literatura.

Esa actitud moderna —el hecho de saberse herederos, por igual, de los pintores de la antigüedad y de los vanguardistas— hizo que la generación de Botero fuera la primera en la historia del país en llevar sus obras a los museos y las plazas de los Estados Unidos y de Europa. Eso, por supuesto, validó unas exploraciones con los colores y las formas que los hicieron singulares. Aquí resulta útil mencionar el trabajo de Botero con las proporciones. Ese es el rasgo más evidente de sus obras: en cualquier parte del mundo se puede identificar un Botero a simple vista.

Ya se ha dicho muchas veces que Botero no pintó gordos. Su trabajo iba en otro sentido. En el de transformar artísticamente las formas del cuerpo humano. O en el de imponer a la realidad una mirada tamizada por el arte y por la historia de la pintura. Curiosamente ese trabajo de modificación del mundo lo emparenta con García Márquez, que ofreció en sus novelas las claves para entender la desmesura del mundo latinoamericano.

En estricto sentido metafórico, lo que García Márquez y Botero hicieron en las letras y la pintura fue lo que hicieron Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander en la política: darle a Colombia un marco de identidad en el concierto de las naciones.

Botero y los museos nacionales

En su etapa formativa Botero viajó a Europa para ver de cerca, en los museos, las pinceladas de los maestros. Y tuvo que hacerlo porque en la Colombia de los años cuarenta y cincuenta los museos no eran instituciones fuertes. Padilla cuenta una anécdota ilustrativa: en la Medellín de esos años las iglesias hacían las veces de museos. Eran los sitios en los que las pinturas se exhibían, adornadas en cuadros de madera tallada. Fue en Europa que el joven Botero se inventó a sí mismo como artista. Allá se nutrió de la tradición y entendió la importancia formativa de los museos.

Camilo Castaño, uno de los curadores del Museo de Antioquia, hace hincapié en la generosidad de Botero como uno de sus legados más importantes. Señala que gracias a la largueza del artista los museos nacionales recibieron colecciones de arte que, de otra manera, difícilmente estarían disponibles para la visita el disfrute del público colombiano. “Fernando Botero, gracias a sus donaciones, ha hecho más por los museos que cualquier institución cultural de Colombia”, dice sin titubeos.

Botero ayudó a crear las condiciones para que los artistas colombianos se aventuraran en sus exploraciones estéticas después de conocer de cerca algunas de las pinturas importantes del arte occidental. En otras palabras, le ofreció al país algo que él no tuvo en sus años de aprendizaje. La posibilidad de estar en contacto con el arte del mundo no es algo privativo de los artistas La ciudadanía también enriquece su experiencia vital en los espacios públicos por el arte que está en sus recorridos cotidianos. El caso de Plaza Botero sirve de ejemplo para entender esa idea. Aunque el sitio cargue el estigma social de la delincuencia, se trata de un espacio visible para propios y visitantes por las estatuas monumentales que el maestro le dio a la ciudad. Sin esas obras, la existencia de ese plaza pasaría inadvertida a los ojos del mundo.

La inmortalidad

¿Existe la inmortalidad? No. Existe la memoria. Y, la verdad, pocos nombres sobreviven a su generación. El de Fernando Botero lo hará. Hay varias razones para afirmarlo: porque el suyo es un arte que se reconoce en un solo vistazo. Y porque en Medellín hay un museo —el de Antioquia— que conserva una nutrida muestra de sus pinturas. Y también hay un parque que tiene al aire libre, expuestas al sol, el humo y el agua, esculturas ante las cuales cientos de turistas se toman retratos y miles de ciudadanos ven por la ventanilla del metro.