Viacrucis de la
visa española
Decidí ir al Consulado de España en Bogotá el 6 de abril, Lunes Santo, robándole un tiempo prudencialmente corto (eso creía yo), al motivo de mi viaje a la capital de la República. Yo no estaba allí para pasear. Sólo quería aprovechar esos días para estar cerca de una hermana enferma.
Me habían dicho que alguien podía hacer la fila que desde tempranas horas de la mañana se forma en medio del amanecer bogotano. Envié pues a dos personas para que se acompañaran y resguardaran por turnos del frío, metiéndose en el carro.
Sin embargo, ellos me avisaron que nadie podía reemplazarme y era yo quien debía hacer la fila. Pero que un vigilante de la entrada era conocido de uno de mis enviados y había autorizado que yo ingresara cuando llegara.
Corrí y estuve en la puerta lo más rápido posible. Gracias a Dios que ya prácticamente toda la fila había pasado la reja exterior del Consulado español, porque se me habría caído la cara de la vergüenza al entrar tan fácilmente viendo personas (adultos y niños), aguantando frío en la acera.
Me tocó entregar el bolso a quienes habían madrugado por mí, porque yo sólo podía entrar los papeles diligenciados y la billetera. Entré un libro delgado, "Aprendiendo a decir adiós", para leer durante la espera.
Entregué a un primer funcionario mi carpeta, toda transparente, con los documentos requeridos y las hojas diligenciadas y ordenadas según lo estipulado por España.
El funcionario vio la consignación en el banco Bbva y me preguntó el motivo de mi viaje a la Madre Patria. "Voy invitada a un seminario de cinco días en la Universidad Complutense de Madrid", contesté. Él no miró la invitación ni el programa ni nada más. Me preguntó si iba de ponente o asistente. Le contesté que iba de asistente. Entonces, me dijo que necesitaba visa de estudiante. "¿Por cinco días?", le interrogué. "Así sea por UN día, Usted necesita visa de estudiante", fue su respuesta, y me entregó el formulario correspondiente para los estudiantes... A mis 62 años necesitaba esa visa estudiantil...
Si hubiera dicho que iba de turista, pensé, quizá las cosas habrían sido más fáciles. Pero yo no sé decir mentiras.
Pasé otro control como de aeropuerto y entré en un salón. Me senté en una de las pocas sillas que quedaban disponibles. Leí el formulario y cuando iba a empezar a llenarlo me di cuenta de que se me había quedado el bolígrafo en el bolso. Pedí uno prestado a un vecino y lo llené. Me faltaron la dirección y el teléfono del ICEI, Instituto Complutense de Estudios Internacionales, de la Universidad Complutense de Madrid, porque ni la invitación ni el programa los tenían. Creí que no habría problema, pues si en Medellín sabemos de la importancia de esa universidad, cómo los españoles no van a tener los datos.
Mientras tanto, entró un señor mayor, de cara amable, con una niña preciosa, María José. Nos hicimos amigas y ella me regaló gomitas en forma de osito. Deliciosas. Mi turno era el 282 y el de María José, el 283 ó 284. No recuerdo. Entonces resolvimos seguir juntos todo el tiempo.
Cuando me di cuenta de que la espera iba para largo, dejé mis cosas con el tío de María José y hablé con el portero para que me dejara decirle al conductor que fuera a hacer otras vueltas, que tenía tiempo suficiente. Di cinco pasos, al devolverme, me dijeron que como había salido, debía pedir otro ficho. Seguro vieron mi cara de angustia porque la señora del control como de aeropuerto me dejó seguir. Me sentí muy, pero muy, agradecida.
Ya el salón estaba lleno de gente que no hablaba. Algunos no alcanzaron silla. Todos mirábamos el turno en un tablero electrónico como los que hay en los sitios de comidas rápidas o los laboratorios médicos: 700, 700, 700... 701, 701, 701, 701...¡Eh y cuándo o dónde saldrán los de la serie del 200! Pero nada.
No sé cuánto tiempo había transcurrido. No quería mirar el reloj para no sentir la demora. Salió otro funcionario y dijo en voz alta que pasaran quienes iban a reclamar pasaporte. Salió la fila silenciosa. ¿Les darían su visa o no?
Pasó un rato. Salió otro funcionario, llamó a otro grupo y nos hizo reír a todos al decir que les iban a dar chocolate caliente. Era un chiste, pero cayó bien.
Los del 200 seguíamos ahí sentados. ¡De haber sabido, habría entrado al menos una chocolatina Jet o un Defensis, pensé y se me hizo agua la boca.
María José ya estaba cansada. No tenía gomitas y se desperezaba después de recostarse en su tío. Para entonces, ya éramos cuatro los amigos. A la trilogía de María José, su tío y yo, se sumó una enfermera profesional paisa que también había disfrutado de las gomitas de la niña y su turno era del 2 y anterior a los nuestros.
¡Por fin nos llamaron a los del 2! Ya eran como las once de la mañana. Subimos a un salón más amplio e iluminado con luz natural. Tenía una vidriera de lado a lado y se podía ver un pedacito de Bogotá. Pero alguien que se arrimó a ella fue quitado inmediatamente y nos dijeron: "Nadie se puede arrimar a la vidriera".
El tío regañaba en voz baja a María José que ya tenía sed, y no se hallaba. Como el mundo es tan chiquito, resultó que el tío era periodista y publicista, y tuvo nexos muy cercanos con la empresa en la que yo trabajo. Conocía a varios de mis hermanos y socios, incluída la que yo estaba visitando en Bogotá. Su hijo es gerente de una importante empresa en Medellín.
En ese salón grande, con luz natural y bulla callejera, no había tablero electrónico ni un micrófono que permitiera oír cuando, en voz casi inaudible, cuatro funcionarios decían el número que seguía. Entonces había que estar atentos y grabarse el número de los vecinos para no perder el turno.
Por fin me tocó a mí. Me paré frente al escritorio de una funcionaria colombiana de ojos claros quien, sin mirarme, me dijo que tenía que sacar los documentos que tenía en la carpeta transparente. Que me volviera para una silla y lo hiciera. Le dije que estaban ordenados y me contestó que así no le servían.
Con cierta ironía pero sin levantar la voz, le agradecí su atención. Me senté a sacar las hojas blancas de papel de las hojas plásticas de la carpeta transparente. Una señora, que esperaba también, me preguntó si era que yo llevaba las cosas en desorden. Le contesté que no. Pero que mi orden no le servía a la funcionaria. Saqué mis papeles y me senté en la primera fila para que me viera. Pero se paró. Yo le dije: "Ya estoy lista". Y me dijo que se iba, que uno de los otros tres funcionarios me atendería. Me volví a sentar. Al momentico me llamó el otro colombiano. Creo que notó mi cansancio, angustia y disgusto. Le dije a qué iba, pero el proceso no avanzó. Entonces un español, que había hablado antes con la colombiana que se fue a descansar, preguntó cuál era el problema. Cogió mis papeles y yo me paré frente a él. Me pidió el teléfono y la dirección del Instituto Complutense de Estudios Internacionales. Le contesté que no los tenía. Me dijo que yo tenía que saberlos. Me volví a sentar.
Otra señora que esperaba su turno me ayudó a buscar si en alguna parte estaban tal dirección y teléfono. Pero no estaban. Yo lo sabía, pero no tenía cómo averiguar porque tampoco puede uno entrar celulares ni blackberries ni iphones ni nada. Volví donde el español y le mostré la invitación y el folleto con el programa del seminario. Obvio que no vio ni dirección ni teléfono. Le rogué que buscara en su pantalla de internet y para nada le gustó mi ruego. Me dijo que si quería un café y un vaso de agua, le dije que no. Que en Colombia tenemos buen café.
¡Cómo iba yo a aceptar un café y un vaso de agua, si todos mis compañeros de mañana en tensión y cansancio no habían podido tomar nada, porque no hay ni una máquina de autoservicio para comprar cualquier cosa! ¡Aceptarle el tintico y el vaso de agua era una ofensa con ellos y con María José!
Me dijo que podía darme su teléfono y que volviera al otra día. Yo le di las gracias, pero le contesté que no lo haría, porque no iba a perder otra mañana de estar con mi familia.
Salí a las 12 y 30 de la tarde. Sin visa y con un dolor inmenso. No sólo por mí sino por el trato que sentí que nos daban a los colombianos. Como seres humanos merecemos un trato digno. No pido más.
Antes de abandonar el salón iluminado me abracé con el tío de María José. Y en ese abrazo le deseé suerte para que María José pudiera reunirse con sus papás.