REFLEXIONES SOBRE LA PROTESTA SOCIAL
El poder establecido siempre tiende a descalificar a quienes lo cuestionan o lo confrontan y casi siempre terminan dándole calificativos y valoraciones equivocados.
Durante la guerra fría eran los ‘comunistas’ quienes supuestamente estaban detrás de todo tipo de expresión de descontento social. Después del 11 de septiembre de 2001 son los ‘terroristas’ los nuevos demonios.
Pero realmente lo que hay en el fondo es la incapacidad de los gobernantes -sin importar mucho el signo político, todos reaccionan de manera similar- de reconocer la protesta ciudadana como una de las expresiones legítimas del descontento social.
En las últimas semanas y por razones distintas, dos potencias regionales emergentes, Turquía y Brasil, han empezado a vivir una serie de manifestaciones sociales que no terminan y que por el contrario parecen acrecentarse.
En el caso turco se trató inicialmente de las protestas ciudadanas contra la decisión de convertir un parque de la ciudad de Estambul en un gran centro comercial, pero como sucede con frecuencia, no solamente fueron reprimidas de manera violenta, sino que el Primer ministro Erdogan convirtió el tema en un ‘punto de autoridad’ y el tema comenzó a crecerse y cada vez más se ha vuelto un problema de cuestionamiento de distintos sectores sociales a la gestión y el estilo de gobierno.
Y claro, no han faltado las acusaciones del gobierno turco de que hay grupos ‘terroristas’ camuflados en las protestas.
En el caso brasileño, se generó una protesta coincidente con la Copa de las Confederaciones, por un alza inusitada en el precio del transporte urbano, inicialmente, pero luego se situó en la agenda de las manifestaciones una protesta por las altas inversiones del Estado para realizar la copa mundo de fútbol, frente a las carencias sociales en amplios sectores de la sociedad brasileña.
Esto ha llevado a movilizar hasta casi un millón de personas en decenas de ciudades. Esto ha conllevado pronunciamientos y solidaridad de la confederación de obispos brasileños -quienes justificaron las protestas aunque no el uso de la violencia- y de otras personalidades nacionales e internacionales.
Pero la actitud de la presidenta Dilma ha sido distinta al caso turco, ha afirmado que las protestas hacen a la democracia brasileña más grande, con lo cual muestra un talante claramente democrática.
El problema central que está detrás de lo planteado es la tendencia de los gobernantes, de casi todo tipo de régimen político, a considerar la protesta social como algo descalificable en la medida en que no se tramita a través de las vías institucionales, sino justamente en la calle.
Porque claramente lo que expresa la protesta social es un descontento que se manifiesta por las vías de hecho, fundamentalmente porque hay poca o nula credibilidad en los canales institucionales.
Este es de los grandes desafíos de las democracias contemporáneas, que tienden a creer que la democracia se agota en los mecanismos de representación institucional y minimizan o subvaloran las expresiones de la participación ciudadana.
En el caso colombiano -en el pasado y en el presente- la situación no es muy diferente a lo señalado en el caso turco, toda expresión de protesta social -sea de campesinos como los del Catatumbo, o sindicalistas o estudiantes-, como expresiones o manipulaciones de los ‘terroristas’, pero todo ello para deslegitimar la protesta frente a los ciudadanos y justificar casi siempre tratamientos solamente represivos. En Colombia la persistencia del conflicto interno armado les da argumentos a los gobernantes para esta descalificación.
No hay duda de que las actuales democracias tienen mucho por mejorar para que puedan dar cabida a las nuevas expresiones ciudadanas -estas protestas y las que hemos conocido como la ‘primavera árabe’, los indignados españoles, para mencionar sólo algunas- y de querer participar activamente y no sólo ser un legitimador a través de la escogencia de unos representantes institucionales.