González, Kundera: la novela intencionada
Desde hace mucho tiempo se viene especulando sobre el futuro de la novela y, en éste, sobre su eventual muerte y/o circunscripción a la posmodernidad. Por mi parte, creo que el escritor Milan Kundera, de origen checo y nacionalizado francés, es uno de los autores más revolucionarios de este género narrativo de los últimos años. Para estar a tono, podría aventurar la idea de que el autor de La insoportable levedad del ser es uno de los representantes de la novela posmoderna.
Por una parte, el personaje principal de cada una de sus novelas no es, precisamente, el referente de una persona de carne y hueso, como estamos acostumbrados en la literatura tradicional. Es un tema: la risa, la broma, la ignorancia (entendida ésta no como el desconocimiento científico, la falta de instrucción, sino la ignorancia de un país dejado atrás, que se añora y del que nada se sabe. Este mismo no-saber-nada causa la añoranza. Y yendo más allá, no sabemos nada de los otros; sólo tenemos impresiones), la inmortalidad, el amor... Los personajes son dependientes de éstos y no viceversa.
Por otra parte, consigue lo que soñara Truman Capote en el memorable “Prefacio” de su Música para camaleones: “un escritor debería tener todos sus colores y capacidades disponibles en la misma paleta para mezclarlos y, en casos apropiados, para aplicarlos simultáneamente”, refiriéndose a que debería disponer de sus conocimientos sobre los diversos géneros poéticos y narrativos: “guiones cinematográficos, comedia, reportaje, poesía, relato breve, novela corta, novela” y yo adicionaría: ensayo.
Kundera, como los ensayistas, propone una tesis e intenta demostrarla a lo largo de una novela. Para ello necesita, obviamente, argumentar y ejemplificar. La argumentación la consigue mediante lo que los teóricos de la literatura, los retóricos, denominan “la vida interior”: esa posibilidad de los escritores de estar en todas partes del mundo creado, en las mentes de sus personajes explicando los cambios, súbitos o no, de comportamiento, llevando la trama como el niño que hala la pita a la que va atado su auto de juguete. Puede ser, más bien, que la argumentación interactúa con la narración. La ejemplificación que corrobora su argumentación es la historia misma, las escenificaciones, las situaciones de los personajes. Si necesita explicar, por ejemplo, la inmortalidad de los seres más cotidianos y mortales, acude –no, mejor: llama; tampoco, mejor: trae inopinadamente- a sus personajes y los pone en situación para que demuestren ante el lector un gesto o un ademán que posiblemente se repetirá en un pariente.
En otras palabras, para que haga su pirueta. Y es cínico. Demuestra que lo que le interesa es el tema, no la situación. Llega al extremo de contar cómo nacen sus personajes, desmitificando este acto sublime –ese parto secreto- ante los ojos del lector. Cuenta, por ejemplo, en el inicio de La inmortalidad, cómo una mujer de unos sesenta años recibía instrucciones de natación en una piscina, mientras él la observaba desde una camilla. Sus movimientos, especialmente un gesto de despedida. “¡En ese momento se me encogió el corazón! ¡Aquella sonrisa y aquel gesto pertenecían a una mujer de veinte años! Su brazo se elevó en el aire con encantadora ligereza. Era como si lanzara al aire un balón de colores para jugar con su amante”.
De la esencia sutil de ese gesto nació un personaje: “Y me vino a la cabeza la palabra Agnes. Agnes. Nunca he conocido una mujer que se llamara así”. Con Kundera la institución literaria denominada personaje, tiene menos valor que el asunto.No obstante, Milán Kundera no es el primero que hace de la novela el vehículo donde viajan sus pensamientos.
Hace cincuenta años, el escritor envigadeño Fernando González ya lo estaba haciendo. Sus novelas son también ensayos. Si no, basta sólo con ver la estructura de El maestro de escuela: el asunto (la medianía de un profesor de primaria, expresada en sus urgencias estomacales–como las de los más de nuestros maestros de hoy- y en la inveterada costumbre de encontrar disculpas para sus incapacidades mentales) no es otra cosa que un ensayo en el que González demuestra su tesis por medio de unos personajes que acuden a su llamado imperceptible en medio de un capítulo o en cualquier otro lugar.
El autor de El remordimiento (obra en la que también se procede así) se explaya en sus comentarios y argumentaciones de ensayista, pero cuando necesita el auxilio de sus personajes para que le ayuden en su búsqueda de claridad, llegan obedientes don Manjarrés y doña Josefa, como socorristas prestos a tenderle la mano para sacarlo de esas honduras teóricas en las que se ha metido.
Podría decírseme que la novela, al beber especialmente de las fuentes de la historia y la filosofía, siempre manifestará un pensamiento, una posición frente a un tema. Por supuesto, pero en estos autores se evidencia estructuralmente la fusión entre novela y ensayo, sin dejar de pasar por la poesía, porque ésta, como nos enseñó Octavio Paz en El arco y la lira, no es propia del poema, sino de todas las manifestaciones artísticas.