Edición del mes

Un aguacate de

Pocas cosas nos unen con el país del trébol de tres hojas y la cerveza verde, quizá una de ellas son las pocas verduras que se consiguen en las calles de Dublín.

14 de abril de 2025

Toparse —el verbo es justo, no es encontrar: el que encuentra estuvo buscando— con un aguacate en Irlanda puede ser como encontrar una olla de oro al final de un arcoíris. En este país tan en el norte, en esta isla fría y lluviosa —irónicamente muy feliz—, es fácil encontrar a cualquier persona, portador hasta de lenguas muertas y gastronomías diversa, pero hallar un aguacate es otro cuento, un milagro.

La primera vez que vi un aguacate estaba en el supermercado Lidl, la cadena de supermercados líder en Europa; en Dublín no son particularmente grandes, solo lo suficiente para recorrerlos y divagar entre los corredores a paso lento en no más de diez minutos. La comida no es muy diversa. Ves lo de siempre: pan, leche, pasta, huevos, carnes frías (no hay carnicería en el Lidl), una que otra fruta tropical que tuvo suerte de atravesar el océano y lograrlo, verduras como tomates, cebollas, zanahorias, maíz, lechuga. Muchas importadas de países africanos. Hay una sección de comida importada pero no es grande. La diversidad está en la calle, en las tiendas africanas, latinas, españolas o polacas. Fue una casualidad, porque en los siete meses que llevo viniendo a Lidl nunca encontré la góndola con el tag “Avocado from Columbia”. El aguacate Hass, o el oro verde que se cultiva en las montañas de Colombia se ha vuelto bastante popular en la gastronomía de muchos países: solo para el Super Bowl de este año el país exportó más de seis mil toneladas. Aquí su presencia es tímida, o quizá no he buscado bien.

No tengo idea de cómo usarán el aguacate en Dublín: si es solo para comerlos con tostadas, si lo sazonan con sal —pero la cocina es simple—, si saben que la pepa se puede sembrar, o si usan el truco de golpear la pepa con un cuchillo para retirarla. No creo.

“Cada que uno viaja, a donde sea que vaya, se encuentra a un colombiano” es un dicho que he escuchado a varias personas. Tal vez sea cierto; o tal vez la frase sea más bien la manifestación de un deseo más profundo: el de encontrar lo que se parece a uno, o al menos, lo que le recuerde a uno mismo, donde sea que vaya. Un dato: aquel aguacate hass era de la montañas de Sonsón.

Llegué a Irlanda hace siete meses. Y durante este tiempo me he encontrado con muchas cosas que son nuevas para mí: la cultura de los pubs, el frío que quema la piel y vientos capaces de impedirte el paso, la belleza misteriosa de la mitología celta y el idioma irlandés (que, aunque bello, es absolutamente imposible de descifrar)

Aquí hay pocos colombianos. Las cifras de la Embajada colombiana cuentan que son cerca de mil connacionales los que han cruzado el Atlántico para vivir a la Isla Esmeralda o la tierra de las cien mil bienvenidas, como también llaman este país que, además, es conocido como el más amigable de Europa. Con un poco más de cinco millones de habitantes, Irlanda se ha hecho parte de la cultura popular global con símbolos con el shamrock (el trébol irlandés), el Leprechaun (el duendecillo irlandés que aparece al otro lado del arcoíris), la cerveza Guinness y el color verde. En Colombia algo más que sabemos sobre Irlanda es, quizá, que está demasiado lejos. En Irlanda, por su parte, es poco lo que saben de Colombia.

Y, sin embargo, esa distancia no ha impedido que más de 171,4 millones de dólares en importaciones llegaran desde Colombia a Irlanda en 2023, según la base de datos COMTRADE de las Naciones Unidas. El primero de los productos de origen colombiano que encontré en un supermercado irlandés, apenas unos 2 o 3 días después de llegar, fue el café. Y recuerdo que no pude contener las lágrimas en pleno pasillo, y rodeada de extraños. Aquí el café colombiano no es solo café. El apellido “colombiano” marca una diferencia particular de la que quizá valiera la pena sentir más orgullo.

El plátano del Urabá fue el segundo producto colombiano que encontré. Un día quise hacer tajadas con queso. Caminé durante una hora por una de las calles de Dublín donde se arman mercadillos, principalmente para ofrecer productos africanos e indios; allí se acomodan unos 40 toldillos que ofrecen frutas, verduras y especias. Tras una hora de fracaso en el rincón de un local pequeño, atiborrado de rarezas de la India, vi una caja con unos 60 o 70 plátanos de cáscara ya oscura, “aporriaos” como les decimos en Medellín. Luego noté el sticker de Turbaná en ellos, y me invadió una alegría profunda por dos razones: primero, porque ese día iba a comer plátano. Y, segundo, de pensar que aquellos plátanos que resistieron días de trayecto y maltratos para llegar hasta aquí, al otro lado del océano, venían desde el Urabá antioqueño, listos para alegrarme el día, a mí, que quizá era la única persona en esa calle que conocía la diferencia entre un banano y un plátano.