El Águila Descalza y la desnudez del espíritu paisa
Carlos Mario Aguirre y Cristina Toro cumplen este año cuatro décadas de haberse embarcado en la empresa de hacer teatro en una Medellín en la que llenar una sala era un milagro.
Comunicador social y periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana, especializado en la investigación de temáticas locales. También cubro temas relacionados con salud, historia y ciencia.
Carlos Mario Aguirre aún recuerda a una pareja que asistió a una de las primeras obras de teatro del Águila Descalza hace cuarenta años. Era 1985 y caía un aguacero temible, el teatro estaba en una amplia casona de la avenida Jardín, cerca al Primer Parque de Laureles. Carlos Mario y Cristina Toro recién se habían embarcado en la difícil empresa del teatro profesional, sería el teatro o nada, una ardua meta en una Medellín donde ya sonaban bombas y nadie llenaba una sala que no fuera fúnebre.
—Esa vez nosotros estábamos en Amagá, en la finca de mi cuñado. Nos presentábamos de lunes a domingo en esa época y teníamos la ilusión de que él nos regresaría en su carro. Cuando le dijimos, ya estaba borracho, prendido, y dijo: “¡Quédense!, ¡que se van a ir! Duerman aquí. ¡Que se van a poner a ir a hacer una función de teatro un domingo!” —cuenta Carlos Mario.
Sentado junto a Cristina en una de las mesas del Solar del Águila, Carlos Mario hace un repaso de las últimas cuatro décadas, recuerda el día en que nació un proyecto que se levantó de la nada. De un estrecho apartamento de dos piezas en el que se improvisó una sala, el Águila pasó no solo a construir un teatro en el antiguo Palacio de los Rodríguez, sino que ahora le está dando forma al proyecto de El Solar, cuyo epicentro es una antigua casona ubicada en la calle El Palo en la que alguna vez funcionó una fonda caminera y un siglo después sigue rodeada de un amplio jardín como ya no existen más en el Centro. Tanto Carlos Mario como Cristina calzan una gorra azul claro para promocionar su nueva obra Clase Mela, con la que ya empezaron una gira nacional e internacional.
Durante sus primeros años de funcionamiento, pese a ingeniárselas dictando talleres y promocionando sus obras por la ciudad, la asistencia a la sede era reducida y muchas veces ni llegaba nadie. Sin embargo, para Cristina y Carlos Mario estar listos para la función, así hubiera un solo espectador, era innegociable después de tomar la decisión de vivir para el teatro. Entonces de la finca salieron a una carretera a coger el bus hacia Medellín, que los dejó en la Plaza de Toros La Macarena y allí los alcanzó el aguacero bíblico hasta que llegaron a la casa de Laureles a las 6:30 de la noche.
—Nos vestimos y nos organizamos. Estábamos listos para hacer la obra y Cristina se asomaba por la ventana. Como caía un diluvio pensamos que ya no había llegado nadie. Cuando nos estábamos desvistiendo sonó el timbre y era una pareja. Nos preguntaron: “¿Hay función?”. Y les dijimos que sí” —dice Carlos Mario—. Estaban solo ellos y nosotros dos en el escenario, tratando de hacer la mejor función de nuestra vida, tratando de hacer la función de la existencia. Pensando que la función de mañana no existiría. Y así nos pasaba. Yo siempre he soñado con que ellos dos aparezcan un día.
No es una exageración decir que en la Medellín de la década de 1980 nadie iba al teatro, tal como lo recuerda Cristina Toro. Pese a que en la ciudad había múltiples grupos y artistas de gran talento, algunos remunerados cuando sus obras eran apoyadas por organizaciones como la Cámara de Comercio de Medellín, el público interesado era escaso. Durante su semestre de prácticas de la carrera de administración, que cursó en la Universidad Eafit, Cristina se dio a la tarea de investigar la historia y la actualidad del teatro en Medellín.
—En esa época no había un solo grupo profesional. Había gente con ganas de ser profesional, pero tenían que ser profesores o trabajar en cualquier cosa y hacer teatro a cambio de ningún pago. La gente no pagaba boletería. El panorama era mucho más inhóspito en esa época.
La historia de aquella pareja no es la única. Antes de conocer a Cristina y de llegar a Laureles, dos momentos definitivos para que el Águila Descalza dejara de ser una quimera con riesgo de quiebra, Carlos Mario tuvo otros momentos de soledad artística, y quizá en este punto hay que decir que con los actores es fundamental la interacción con el público, así como sucede con los músicos —en el caso de los conciertos y no de la grabación de discos
—,y muy diferente a lo que pasa con escritores, pintores, escultores, quienes interactúan con sus espectadores en frecuencias futuras.
Sucedió en un estrecho apartamento de un primer piso ubicado en la circular tercera # 71 - 76, al que en 1984 Carlos Mario se pasó a vivir; pese a tener dos habitaciones y un baño, allí acomodó su primera sala de funciones, que pronto se volvió famosa en los círculos culturales de Medellín y a la que llegaban espectadores atraídos por artículos y avisos de prensa publicados en El Mundo y El Colombiano.
Precisamente con periódico en mano, un día en el que creía que ya no llegaría nadie, apareció un extranjero.
—Por esos días yo estaba presentando El Sueño de las Escalinatas, de Jorge Zalamea Borda, y estaba afuera, solo, tipo ocho de la noche. Y entonces llegó un Mercedes-Benz, cuadró. Se bajó un alemán, inmenso, no cabía ni por la puerta, y dijo: “Dónde ser el teatro”. “Aquí, míster”. Miró la piecita. “¿Y los actores?”. “Yo”. Entró, se sentó y empecé a presentar la obra.
—¿Y cómo le fue? —El sueño de las escalinatas... ¡Dios mío bendito! Yo pesaba 47 kilos, era un esqueleto. Y lo hacía regando pintura en el piso. Cuando terminé, me dijo: “No entendí nada, pero usted es muy buen actor”. “Quédese con el libreto por lo menos, para que algún día lo entienda”, le respondí.
Durante aquel año, Carlos Mario se propuso como meta estrenar una obra al mes, buscando cultivar un público que viera atractivo ir al teatro con más frecuencia. Sin embargo, la asistencia era oscilante: a veces siete, a veces cinco, a veces ningún espectador. En enero de 1985, tras ajustar medio año a ese ritmo, Carlos Mario y Cristina coincidieron definitivamente. Ella acababa de regresar de un tiempo en Europa, adonde había escapado de una vida laboral de oficinista que la acechaba tras haberse graduado de administradora. Pese a tener una gran inquietud por el arte y criarse en una familia de Sonsón apasionada por el teatro y que se metía de lleno en los montajes de la Semana Santa y las comparsas de las Fiestas del Maíz, cuando llegó el momento de escoger un camino profesional tras graduarse del colegio Cristina confiesa no haber sabido qué camino escoger.
—Cuando salí del colegio yo no sabía qué quería y decir que iba estudiar teatro en esa época era casi un sacrilegio, como todavía. Eafit era la primera universidad que hacía exámenes de admisión y pasé.
Aunque Cristina se matriculó en administración, nunca dejó que los números sofocaran su pasión e inquietud por el arte. Fue así que su semestre de prácticas lo hizo en el Instituto de Integración Cultural Quirama, en donde siendo una muchacha creó el departamento de investigaciones.
Además de su investigación sobre la situación del teatro en Medellín, realizada en 1982, Cristina también se embarcó en una investigación sobre las mentalidades del Oriente antioqueño, dirigida por Juan Camilo Escobar Villegas, que más adelante también influiría en esa pregunta constante por la antioqueñidad.
—Yo habría de elaborar un proyecto para la Unesco, que fue ganador de un gran apoyo, y que era sobre identidad cultural. Entonces me fui para Europa. Abandoné mi puesto con la idea de no volver a trabajar allá. Me fui a París, huyendo de la laboralidad. Yo no quería ser una oficinista. Entonces, me fui con la idea de ver si podía estudiar música o cualquier locura. Pero pues, no me dio el presupuesto y el frío de esa época es duro, me tocó puro invierno y volví.
Aunque por cuestiones del azar Cristina regresó y pudo trabajar otro tiempo en el Instituto Quirama, fue por aquellos días que se unió a la empresa de Carlos Mario, a quien ya conocía de años atrás cuando hizo sus investigaciones, cuando fue su espectadora y cuando coincidieron algunas veces caminando por el barrio Laureles.
Carlos Mario asegura que fue gracias al impulso de Cristina que el Águila dejó de ser un sueño y se convirtió en una verdadera empresa, que se planteó como principal objetivo hacer teatro profesional en Medellín.
—Yo ya estaba como en las últimas, prácticamente, cuando llegó Cristina, porque sí llegaba una persona, o siete o cinco, pero yo siempre fui muy inestable en todas mis labores y proyectos y no quería comprometerme con nada en la vida. Estaba terminando literatura en la Universidad de Antioquia, venía presentando una obra cada mes desde julio y ya era enero... y un amigo me decía: “Es que es enero 6, que van a llegar”, y yo le dije: “Pero yo ya abrí, tienen que llegar y si no llegan más se pierden ellos, porque yo cierro esta güevonada”. Y el 14 de enero de 1985 llegó Cristina —dice Carlos Mario.
Con un pie en el instituto y otro en el sueño del Águila Descalza, Cristina empezó a participar del montaje de las obras y a ponerle orden a la empresa; le ayudó a Carlos Mario a pagar varios meses de renta que tenía atrasados y varios meses de servicios públicos pendientes. Esa claridad los llevo a trabajar en el montaje y la escritura de obras como El sueño del pibe y Tanto tango. Cristina explica que la lógica que la llevó a embarcarse en el Águila fue la de desmentir la idea de que del teatro no se vive.
—Si se supone que no se vive del teatro, entonces se tiene que vivir de otra cosa, pero el que vive de otra cosa no vive del teatro. Entonces la decisión fue morir del teatro y aquí estamos, no nos hemos muerto —dice entre risas.
El teatro de Laureles y País paisa
En 1985, el Águila empezó a buscar otra sede. Cristina vio la casona ubicada en la avenida Jardín, cerca al Primer Parque de Laureles. Coincidió con un recorte de personal en Quirama, a Cristina la liquidaron y con ese dinero pagó el primer mes de arriendo de la nueva sede, que valía 45.000 pesos, cuando el salario mínimo era de 40.000 pesos; esperaban pagar solo haciendo teatro y proyectos culturales.
De aquellos días, otro recuerdo que acude a la mente de ambos fue la cruzada en la que se embarcaron para difundir en Laureles que allí había abierto sus puertas El Águila Descalza, una compañía de teatro única en Medellín. Una de las estrategias predilectas de Carlos Mario fue la de salir al balcón de la casa y empezar a gritarles a los transeúntes que desde temprano salían a coger el bus para el trabajo.
—Carlos Mario se paraba en la sede de Laureles a gritar en el balcón por la mañana: “¡Buenos días! ¡Aquí hacemos teatro todos los días! ¡Vengan!”. Pasaban señores con el maletín ejecutivo y yo como “Ay, qué es esto”. Yo escribía también unos boletincitos que pasábamos de puerta en puerta. Así la gente se fue enterando —recuerda Cristina, advirtiendo que por aquellos días, cuando lanzaron País Paisa y pusieron el letrero promocional en la casa, el Águila no volverían a pasar desapercibida.
Ese mismo año el Águila arrancó presentando El sueño del pibe y el 31 de mayo estrenó Tanto tango. Luego vino Boleros en su ruta.
El público creció y ese mismo año empezaron a tumbar el primer muro de la casa, buscaban unir dos habitaciones para pasar de veinticinco a cincuenta espectadores. El año siguiente, cuando empezó la fiebre por País Paisa, ampliaron de nuevo, tumbaron otro muro para darle espacio a un teatro con cien espectadores.
Cristina recuerda que cuando investigó el teatro de Medellín, uno de los elementos que más le llamaron la atención fue la manera como se abordaba la antioqueñidad.
—Había un tratamiento muy ingenuo del costumbrismo. Aparecían el policía, la maestra, cosas con estructuras muy lineales, con moraleja y chabacanería. Es decir, algo como una exaltación, sin ninguna crítica y sin ningún análisis de los personajes. Esa sota de copas que es capaz de brindar y apostar a que es capaz de ganar la apuesta del que más aguardiente toma y la gana, pero se muere. Se trataba de toda esa devastación de nuestra cultura que es sucedánea a la búsqueda del paisa grandilocuente y todopoderoso. Ese ideal de paisa que tanto daño le ha hecho a la sociedad, tomado sin ninguna elaboración, es lo que se llevaba a exaltar: este tan vivo, este tan aprovechado, este que tumbó a este.
Aunado a esa visión crítica, tanto Cristina como Carlos Mario coinciden en que para ese momento comenzaron sentir la necesidad de escribir una obra que contara lo propio. El teatro en Medellín permanecía en las tragedias griegas, en Shakespeare, en Beckett, pero poco se escribía, pocos hablaban del presente en la ciudad y mucho menos trataban de la obra de escritores como Tomás Carrasquilla y León de Greiff.
—Estuvimos inclusive tentados a hacer La farsa de los pingüinos peripatéticos de León de Greiff. Amando como amamos a León de Greiff, concluimos que eso no funcionaba en el escenario y que debíamos escribir los textos nuestros —dice Carlos Mario.
—Una de las constataciones que había hecho en mi investigación era la falta de identidad del teatro nuestro. La gente que iba al teatro, generalmente veía, con todo el respeto, muy malas versiones de autores extranjeros y no había un teatro que nos representara. Para mí era igual de digna doña Jesusita Restrepo que cualquier protagonista de una obra de teatro europea. Entonces dije: “Tenemos que contarnos en el escenario” —dice Cristina.
Pese a los altibajos en los espectadores, así como los que se matriculaban en los talleres que ofrecían en la sede, para 1986 el panorama comenzó a estabilizarse y pudieron seguir escribiendo obras propias.
Aunque en País Paísa –título escogido por Cristina– influyeron conversaciones con familiares, recuerdos de la infancia e ideas de amigos, el sustrato de la obra se construyó, además de la inventiva de Cristina y Carlos Mario, también con base en fragmentos de otras obras como el Testamento del paisa, textos de Agustín Jaramillo Londoño, Ñito Restrepo, Benigno A. Gutiérrez, Epifanio Mejía, Gregorio Gutiérrez González, Jorge Robledo Ortiz, canciones del Dueto de Antaño, Silva y Villalba, Garzón y Collazos.
El día del estreno fue fijado para el viernes 4 de abril, mismo día en el que en la edición de El Colombiano la periodista Ofelia Luz de Vila publicó un artículo titulado El país paisa en el que tanto vivo y muero, en el que se regó en elogios con la obra y le subió la temperatura a la expectativa: “En primer plano un canto de currucutú, las brujas en Abejorral encaramadas en el caballete de la casa, en el seno familiar se da esta narración que cobra vigencia con el paso de los años para decirnos que aún se cree en las brujas, sólo que cuando el hombre vino de la luna se dio cuenta de que las brujas estaban aún ahí con la nariz operada y las verrugas arrancadas, disputándose la Presidencia de la República”.
A un estreno a lleno completo, y en un frenesí que tardó años en amainar, le siguieron 163 noches de una sala abarrotada de personas. Para ilustrar la proporción del éxito, Cristina dice que la obra la presentaron en el teatro de la Universidad de Medellín, recién inaugurada, y se llenó. A los 15 días, pidieron tres fechas en el Teatro Metropolitano, lo que para entonces era visto como salido de toda proporción.
—Joaquín Valencia, que era el empresario de la época que traía a Paloma San Basilio y a Serrat, nos decía que cuando traía a uno de ellos hacía una sola función, que nos podíamos quebrar. Y fueron 70 noches —dice Cristina.
Otra de las imágenes que retrata el frenesí por País Paisa se sitúa en el Teatro Camilo Torres de la Universidad de Antioquia, cuando en junio de 1987 hicieron la primera función gratuita de la obra. Aunque estaba programada para las cinco de la tarde, desde las dos de la tarde el rector de la universidad los llamó a implorarles que abrieran el teatro porque la gente se agolpaba afuera. Lo hicieron, y una vez empezaron, muchos se quedaron por fuera y quebraron los vidrios para entrar a la fuerza.
Fotografías tomadas por Juan Fernando Ospina —director hoy del periódico Universo Centro, testigo del agite cultural en Medellín durante décadas— muestran a decenas de personas encaramándose a los ladrillos que sobresalen de las paredes interiores del teatro, para poder ver desde allí la obra al filo de una caída. Otros más desvergonzados optaron por sentarse directamente en el escenario, dejando solo un asfixiante círculo para que Cristina y Carlos Mario pudieran actuar.
Carlos Mario recuerda que fue tal el caos que desató la obra, que el teléfono de la sede no paraba de sonar y tuvo que cortar con una navaja su cable para no enloquecerse.
Con País Paisa, el Águila no solo se catapultó en Medellín, sino en Colombia y el mundo, dándole a Cristina y Carlos Mario el impulso definitivo para poner el proyecto a andar.
Después de País Paisa, que fue su sexta obra, se vendrían otras 38, incluyendo algunas versiones de una misma obra. Apenas dos años después, los frutos de su trabajo les permitió hacerse al Palacio de los Rodríguez, una de las principales casonas patrimoniales del barrio Prado y la sede que todavía hoy ocupan. Apenas cruzando la calle, esa misma mansión se queda corta ante el proyecto que está tomando forma alrededor de la antigua casa que alguna vez ocupó el Faes y que hoy es el epicentro del proyecto El Solar del Águila, un espacio de ciudad que Carlos Mario y Cristina quieren dejar como legado.
Pese a que ya ha pasado mucho tiempo desde que ambos se presentaron en su casa de Laureles ante una única pareja que no se dejó amedrentar por un aguacero, Carlos Mario apunta que su sueño es verla algún día entrando al teatro después de 40 años.