Director por un día

Antioquia en el 2030 en economía naranja, según nuestros lectores

Este artículo se publicó en el aniversario 105 de EL COLOMBIANO, con Carlos Enrique Moreno como director invitado.

06 de febrero de 2017

Los siguientes artículos son descripciones vivenciales de nuestros lectores, es decir, narraciones donde ellos se sueñan una Antioquia en el 2030, narrando los cambios que se vivieron en economía naranja, y los avances y medidas que se tomaron para llegar allí.

Trece años y veintitrés días

Por: Juan José Jiménez Lema

Trece años y veintitrés días –no es que llevara la cuenta- desde que se había despedido de Antioquia, montado en un avión (clase turista, si sirve el dato) y despegado hacia lo que serían, en un principio, los siguientes cuatro años de su vida. Pero como dicen, la vida te da sorpresas y ahí estaba.

No eran cuatro años. No eran, ni siquiera, ocho. Trece años y veintitrés días después. Y ahí estaba. Mismo avión, misma silla en clase turista (tenía una fijación por el A-11), mismo aeropuerto del que había salido –por si no es claro- trece años y veintitrés días antes.

“Antioquia es otra” le decían sus amigos. Lo mismo decían las noticias (cuando tenía tiempo de mirar alguna). El taxista, al bajar Las Palmas, no dejaba de repetirlo con un voseo que demostraba, al menos, que no habíamos dejado de ser antioqueños.

Hablaba no de uno, sino varios teatros en una calle anchísima en Medellín, de musicales y óperas en las diversas zonas del departamento, de la oferta cultural de una región que era cada vez más cosmopolita (esperaban la visita del Nobel de Literatura en marzo y los rumores hablaban de la Sinfónica de Londres para septiembre), de parques llenos de familias y de edificios a la vanguardia que cualquier extranjero miraba con sana envidia.

Y era así. Se sentía por primera vez turista en el suelo que lo había visto nacer. El verde no había cambiado ni un poco pero la tierra del Horizontes de Cano parecía apuntar hacia adelante más que nunca.

Era un departamento conectado desde las bananeras de Urabá hasta los cafetales de Andes, que brillaba con una nueva luz. Su identidad no había desaparecido, pero el mundo ya no se terminaba en el filo de las montañas: era más que nunca un pedazo del mundo.

Ningún gobierno lo había logrado (poner la fe en los gobiernos y no en nosotros mismos no valía la pena, pensó): esto era trabajo de antioqueños que con el mismo sudor y esfuerzo de sus antecesores habían roto esquemas, cruzado límites y –sin olvidar de dónde venían- habían vuelto un departamento boyante en uno de avanzada. Antioquia era más que nunca el resultado del constante brío de su gente y de su espíritu.

Vale, no todo era perfecto. Se atrevía a pensar incluso que había mucho por hacer. No era Austria, Dinamarca, Suiza o España (que tampoco eran perfectos). Pero esa era la magia. Eso que veía, todavía era Antioquia. Antioquia, trece años y veintitrés días después.