Un dolorosa escritura, la obra de Joan Didion
La novelista norteamericana deja una obra singular dentro del panorama de la literatura estadounidense.
Periodista, Magíster en Estudios Literarios. Lector, caminante. Hincha del Deportes Quindío.
La escritora norteamericana Joan Didion dinamita con guante de seda las nociones de normalidad y extrañeza en los menesteres cotidianos en las páginas introductorias de El año del pensamiento mágico –el título de la bibliografía más conocido por el público hispanoparlante: “La vida cambia deprisa. / La vida cambia en un instante. /Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba. /La cuestión de la autocompasión”, dice con acento taoísta en versos impregnados por la lucidez y el desconcierto frente a la muerte. Es un libro estremecedor sobre la forma de plantarle cara al duelo.
Ahora, los que lo hacen son sus lectores: Didión murió este 23 de diciembre a los 87 años en Nueva York.
Entre el final de 2003 y mediados de 2005 de la vida de Didion se desgajaron de golpe sus familiares más cercanos: su esposo, el también escritor John Gregory Dunne, y la hija adoptiva, Quintana. El tono del libro nunca se desborda ni cede a las desmesuras emotivas de quien ve a su cónyuge caer muerto de un ataque al corazón mientras se alista para compartir una cena. El matrimonio Dunne-Didión padecía un tránsito atroz: esa noche Quintana ajustaba cinco días en la Unidad de Cuidados Intensivos del Centro Médico Beth Israel. El vaticinio de los galenos no tenía una pizca de alentador: una neumonía y un choque séptico la llevaron contras las cuerdas. Murió en 2005.
¿Qué hace Didion ante tal tragedia? Acude a la escritura, pero no por su rasgo catártico. Lo hace para entender, para encontrar el significado del gran inefable: la muerte. “Llevo toda la vida siendo escritora, y en calidad de escritora, ya de niña, mucho antes de que empezaran a publicarme lo que escribía, desarrollé la sensación de que el significado en sí residía en los ritmos de las palabras, las oraciones y los párrafos, técnicas para ocultar lo que fuera que yo pensaba o creía detrás de una pátina cada vez más impenetrable. Mi forma de escribir es mi forma de ser, o la forma en que he acabado siendo”, afirma en un pasaje del libro.
Quien escribe dice yo. Aunque busque los ojos y las mentes de los demás, dice yo quien hace suyos los vocablos de todos. En un ensayo incluido en el volumen Lo que quiero decir, Didion es taxativa respecto al rito de juntar letras para imprimirlas en los otros: “Es un acto agresivo, incluso hostil. Puede disfrazar su agresividad todo lo que quiera con velos de cláusulas subordinadas y calificativos y subjuntivos tentativos, con elipses y evasiones, con toda la forma de intimidar en lugar de reclamar, de aludir en lugar de afirmar, pero no hay forma de evitar el hecho de que establecer palabras sobre el papel es la táctica de un matón secreto, una invasión, una imposición de la sensibilidad del escritor en el espacio más privado del lector”.
En los textos de Didion las palabras se anudan con poca magia pero gran energía. Sus escritos no deslumbran por la cadencia ni el ritmo –al menos las versiones al español–, pero sí transmiten la fuerza de una maquinaria aceitada, eficaz. Por ejemplo, al narrar el infarto masivo de John Gregory Dunne dice: “Encendí las velas. John pidió una segunda copa antes de sentarse. Yo se la di. Estaba concentrada en mezclar la ensalada”. Aquí el párrafo termina, la vida normal concluye para siempre. Hay un respiro antes de la caída en picada. Viene un párrafo de una sola línea, una eficaz frase solitaria: “John estaba hablando y de pronto se calló”. Los hechos se aceleran, así se cuele la digresión del acierto de no mezclar los whisky. Didion no deja de pensar: los paramédicos llenan la sala de su casa, y ella no se detiene en el registro de las minucias y lo enorme.
La periodista
Nacida en el epicentro de la contracultura, California, pronto inició su carrera profesional en la revista Vogue. De allí pasó a las columnas de Life, Esquire, The New York Times y The New York Review of Books, el magazín bimensual más importante de la movida cultural de la Gran Manzana. Sus trabajos en los géneros de la No-Ficción –el reportaje, el ensayo, las memorias, los relatos de viaje– la hacen compartir peldaño con Tom Wolfe, Gay Talese, padres del Nuevo Periodismo. Sin embargo, la celebridad a Didion en el mundo hispano le llegó con la traducción de El año del pensamiento mágico. Antes su nombre se restringía al circuito pequeño de los editores y ensayistas. Una escritora para escritores.
El asunto de la muerte de los seres queridos lo retomó en Noches azules, pero en esta ocasión el lente estuvo puesto sobre Quintana. La viudez de por sí es una herida abierta, pero la pérdida de una hija produce un dolor sin nombre –literal: ¿cómo se llama a quien le ha fallecido un hijo? El castellano no tiene una palabra para aludir semejante ruptura–. Noches azules comienza con una escena feliz manchada por el moho de lo imposible: “26 de julio de 2010. Hoy sería su aniversario de boda”. Dos cuchilladas. Luego el recuerdo de la boda de Quintana se despliega como un mundo clausurado, el reino de la felicidad truncada antes de tiempo.
Unos capítulos adelante, Didion toma al lector de la solapa y lo hace detenerse. Narra el brindis hecho en el matrimonio de Quintana. En ese momento lo corriente de la vida es lo extraordinario. “Brindamos por Gerry y Quintana en San Juan el Divino y unas horas más tarde, cuando ellos ya no estaban, en un restaurante chino de la calle Sesenta y cinco Oeste, en compañía de mi hermano y su familia, volvimos a brindar por Gerry y Quintana. Les deseamos felicidad, les deseamos salud, les deseamos amor y suerte y unos hijos hermosos. En aquel día de la boda, el 26 de julio de 2003, no veíamos razón alguna para pensar que no iban a recibir aquellas bendiciones tan comunes y corrientes. Fíjense: Seguíamos pensando que la felicidad y la salud y el amor y la suerte y los hijos hermosos son ‘bendiciones comunes y corrientes’”.
La palabra Fíjense es una mano extendida ante quien pasa de largo ante algo valioso, una señal de alerta. Unos padres le desean a la única hija algo completamente normal, algo que ellos mismos hasta cierto punto han tenido: un matrimonio y un hogar. En el foco del texto, lo simple se transforma en imposible. La palabra Fíjense es el martillo del que habló Chejov: el encargado de hacerle caer en la cuenta a la persona satisfecha de que la desgracia acecha, de la consistencia de arena de los castillos personales.
Imposible para Didion no tratar el trato diario con Quintana, las luchas femeninas por ser una buena madre sin renunciar del todo a la independencia y el éxito profesional. “Cepíllate los dientes, cepíllate el pelo, no hagas ruido que estoy trabajando”, escribió la hija en una hoja que pegó en la entrada del garaje, a modo de recordatorio de las frases más oídas de labios de Joan Didion.
Una despedida
Con los muertos los errores son irrevocables, no hay chance para enmendar la página ni para construir un trato diferente. Tal vez por eso los fantasmas de Shakespeare recitan a manera de mantra los errores de los vivos. Quizá ese es el motivo del comportamiento de los espectros en los filmes de Kurosawa. Los muertos habitan un pasado imposible de cambiar, residen en el tiempo de la piedra y el mármol.
Ha muerto Joan Didion. A mediados del año falleció Janet Malcolm y hace unos cuantos calendarios lo hicieron Nora Ephron y Tom Wolfe. De esa hornada de reporteros provistos de las armas de la literatura, solo queda en pie Gay Talese. En Colombia partieron Germán Castro Caycedo, Antonio Caballero. El periodismo está a un paso del arte y del termómetro de los altibajos de las vidas de los pueblos.
Ante la muerte el silencio es lo adecuado, o susurrar los versos de Auden: “Parad todos los relojes y desconectad el teléfono,/ dadle un hueso jugoso al perro para que no ladre,/ haced callar a los pianos y entre tambores con sordina/sacad el ataúd y llamad a las plañideras” .