Palinuro: 20 años de una tertulia que se volvió librería
La famosa librería de “libros leídos” cumpleaños este 6 de febrero. Dos de sus fundadores se reunieron para desempolvar recuerdos.
Periodista, Magíster en Estudios Literarios. Lector, caminante. Hincha del Deportes Quindío.
Lo primero que veo tras subir los dos tramos de la escalera a Palinuro —segundo piso de la casa de la calle 49B número 75-33— es un retrato hiperrealista del caricaturista y escritor Elkin Obregón hecho por el español Fernando Alonso.
Por un momento lo confundo con una fotografía: así de precisas y nítidas son las pinceladas. Al lado izquierdo de la pintura pende un tablón de madera con el logo de la librería y el eslogan que la ha hecho conocida en Medellín durante los veinte años de su historia: libros leídos. El dibujo y el lema son cosecha de Obregón. Debajo del retrato hay un afiche comic de Aldous Huxley, el autor de la novela distópica en la que los problemas del mundo se solucionan con unas pastillas. Espero unos minutos mientras Luis Alberto Arango atiende a un señor que dice haber escrito un libro en el que demuestra la necesidad de acabar con la ganadería en Colombia: quiere llevarle un diccionario a la nieta. El librero le muestra algunos ejemplares, el hombre los mira, pide rebaja en el precio de uno. Paga y se despide.
Luis Alberto lleva una camisa verde de manga larga, unos lentes de delgada montura y una pulida barba blanca. Le pregunto por el aniversario de la librería —el seis de febrero— y a modo de respuesta muestra en su celular unas piezas publicitarias. “Vamos a reunirnos con el grupo de los amigos, con los palinuros, así los llamo, para partir una torta”. Luego, señala una foto sobre un estante: ahí están él, Sergio Valencia, Héctor Abad y Elkin Obregón, los fundadores de la librería. “La idea fue de Elkin, fue una idea obsesiva de él. Después de insistir tanto me propuso ser el administrador y como pensé que era un juego le dije que sí. Hasta entonces había trabajado en empresas convencionales... espérate que llegó Sergio”.
Sergio tiene puesto un sombrero café y una camisa negra con dibujos blancos de hojas y calaveras. “Qué bonito este libro de Eduardo Mallea, Maracus”, dice a modo de saludo. (Maracus es una transformación de Maraquero, el sobrenombre de Luis Alberto en el grupo de sus amigos cercanos). “Y es una edición de Sur”, responde Luis Alberto. Pasamos a la salita.
Son los extremos de la quinésica: Sergio es eléctrico, mueve las manos, se pone de pie o cambia de posición; Luis Alberto es reposado, tranquilo. Sergio toma de un estante un libro de Oveja negra, de los de pasta café, lo abre y dice “cuándo llegue al cielo me van a dar indulgencias por haber tenido que leer esos libros tan mal hechos”.
El volumen tiene la letra minúscula y los márgenes de las páginas hacen de los párrafos una avalancha. “Sergio, le estaba contando a Ángel la historia de la librería, de que fue idea de Obregón”, retoma el hilo Luis Alberto.
“Sí, Obregón hablaba mucho de eso pero no hacía nada... era una de sus características: era muy de la teoría”, completa Sergio. A partir de aquí la entrevista pierde el protocolo para convertirse en una reminiscencia al alimón de Luis Alberto y Sergio. Y vuelve el recuerdo de Obregón: “Yo lo conocí por el ajedrez: un amigo me llevó al edificio Furatena donde Elkin tenía una oficina.
Detrás del ajedrez vino todo: la tertulia, la literatura, el cine. Eso fue en los setenta. A Sergio lo conocí en los ochenta en el zarzo de Elkin, en ese entonces Sergio era estudiante de literatura en la de Antioquia. En el 96 conocí a Héctor, también ahí: lo recuerdo porque le regalé a mi esposa de entonces Tratado de culinaria para mujeres tristes”, dice Luis Alberto. Pronto queda claro que Palinuro es una extensión del zarzo de Elkin Obregón, una forma de ampliar el número de los contertulios.
Un parpadeo del destino — uno de esos instantes en que todo está en vilo— hizo que el proyecto dejara de ser un tema de tertulia para volverse realidad. En la vía a su casa, por el cerro El volador, Sergio fue interceptado por asaltantes: cruzaron una moto en la carretera y le pusieron un revólver en la cabeza. “Fue algo traumático. Por alguna razón no siguieron, yo me alcancé a bajar del carro: iba con mi esposa y con mi hijo. Nadie nos ayudó, la gente siguió de largo. Ahí me dije: hay que montar la librería”, dice. Fue un memento mori, un recordatorio de la fugacidad. Juntaron unos libros de Elkin, Sergio y Luis Alberto.
Además, los dos últimos a principios de 2003 viajaron a Bogotá en el carro que no le robaron a Sergio. Visitaron las librerías de viejo próximas al Park Way y a la 45, calle que desemboca por un lado en la séptima y en el otro en la entrada de la Universidad Nacional. En cuatro días llenaron el vehículo de cajas con libros. Y emprendieron el regreso.
Luis Alberto caminó el centro de Medellín en busca del lugar idóneo. Sin embargo fue Rodrigo Saldarriaga, el de Pequeño Teatro, quien lo puso en la pista del local de Córdoba con Perú. “El mono me habló de un sitio pequeño en el que antes funcionaba un bar. Lo visité y me gustó”, dice Luis Alberto. Más o menos en ese punto del relato aparece Héctor Abad: en una de sus visitas al zarzo se enteró del proyecto y decidió sumarse.
El hecho que la librería fuera de Elkin y de Héctor, que ellos la mencionaran en sus artículos o entrevistas, despertó la curiosidad y le dio fama local. El nombre de Palinuro fue el resultado del descarte: cada socio hizo una lista de posibles nombres y ninguno caló en los demás o ya estaban registrados en el comercio. Luis Alberto propuso el de Palinuro, en homenaje al libro de Fernando del Paso. A nadie le gustó mucho, pero ante la prisa decidieron adoptarlo. Lo contrario ocurrió con el lema de libros leídos. Con risas, Sergio lamenta que su eslogan no haya salido victorioso.
“Yo propuse uno verraco: lo penúltimo en libros” y suelta la carcajada. “Mirá, mirá, ahí hay un aviso con ese lema”, dice Luis Alberto mientras señala un estante. La librería abrió con 1500 libros.
En su historia, Palinuro le ha plantado cara a dos crisis: una en 2010 y otra en 2015. En la primera fue necesario ampliar el número de socios: de cuatro pasaron a trece. La solución a la segunda fue trasladar la sede del centro al sector de Laureles. Aunque sean más que un simple negocio, las librerías enfrentan los dilemas de todas las empresas: si la plata no llega las cosas se ponen del color de las hormigas. “Las librerías son los negocios más amenazados: todos los años anuncian que se van a acabar”, dice Sergio. Cada tanto los opinadores públicos hablan de la muerte del libro o prenden las alarmas por los bajos índices de lectura. Y esos fenómenos, siendo francos, golpean con mayor rudeza a las librerías de viejo. “Nosotros compramos los libros en firme.
A los tres meses, las librerías de novedades pueden devolver a las editoriales lo que no se haya vendido. Acá tenemos libros que están con nosotros desde hace quince o más años”, dice Luis Alberto. Además, librerías lidian a diario con las pruebas del trabajo del tiempo: autores que tuvieron su cuarto de hora y luego se borraron del panorama editorial o —peor aún— herederos que se deshacen por unos pesos de la biblioteca que el hermano o el abuelo tardó una vida en hacer. “Verlos me da mucha tristeza: llegan empujando con el pie una caja con libros, como si fueran basura, y me dan ganas de abofetearlos en nombre del difunto”, dice Sergio.
No todo es tristeza. Luis Alberto trae dos álbumes de recuerdos. En el primero están las fotos y los recortes de prensa de la librería en sus años de infancia. Como todos los vestigios, las imágenes despiertan preguntas. “Ve, ¿este señor no volvió?”, pregunta Sergio al reparar en la fotografía de un evento cualquiera. “Ni más”, dice Luis Alberto. En el otro álbum están las firmas y los mensajes de algunos visitantes: dibujos, poemas, dedicatorias, trozos de textos. Una de las más recientes entradas la escribió el novelista rumano Mircea Cărtărescu. “Luis, ¿vos le dijiste Mircea o don Mircea?”, bromea Sergio.
Para las fotos acerco un retrato de Elkin Obregón. Ellos sonríen, posan para el fotógrafo. Una vez la ráfaga de clics se detiene, Sergio recuerda el concurso Funes. “Un sábado invitamos a la gente a participar en un concurso sencillo: debían memorizarse en veinte minutos el poema de alguno de los libros de acá. El premio se lo ganó la actual compañera de Maracus”, dice. “¿Con cuál poema?”, inquiero. “Con uno de Antonio Machado. Todavía tenemos el libro”, dice Luis Alberto. “Deberíamos retomar ese concurso, hacerlo de nuevo”, cierra Sergio.
Aprovecho la visita para husmear en los estantes. Veo en una hilera Nuestro lecho es de flores, de William Agudelo. No recuerdo quién me habló del libro, pero el tema seduce: el diario de un seminarista que descubre la fuerza de la carne. “¿Qué cuesta este libro, don Luis?”. “A ver, sin el don. Los precios de los libros están en la parte superior izquierda de la última página. Puede decir eso en el artículo”.