Cultura

¿Por qué nos auto censuramos y no hablamos sin pelos en la lengua?

El lenguaje directo no es siempre la primera posibilidad para muchos. Decir algunas palabras nos da miedo. ¿Ocultamos algo o es cuestión de cortesía?

Es periodista porque le gusta la cultura y escribir. A veces intenta con la ficción, y con los poemas, y es Camila Avril. Editora de la revista Generación. Estudió Hermenéutica Literaria.

25 de julio de 2015

La palabra culo está en el diccionario –“conjunto de las dos nalgas”, se lee allí–, pero decir culo o teta, que se ubica en ese libro gordo de palabras entre tesura y tetania, no está bien visto, o por lo menos en este país, porque eso también depende del contexto.

Por eso cuando el jugador de Chile en la Copa América le metió el dedo en el culo al jugador de Uruguay, muchos medios y personas se vieron en aprietos: cómo decirlo sin ser groseros. ¿Pero groseros por qué, si la palabra es castiza y si eso fue lo que pasó?

El lenguaje determina lo que somos, habla de quién y cómo es esa persona. Revela parte de la personalidad, de dónde se viene. En ese sentido, se juega con él para buscar la imagen que interesa que el otro tenga, y se organiza para buscar convencer, persuadir. En el lenguaje hay más que solo decir.

De ahí que muchas veces no se hable directamente, sino que se vaya con rodeos, o se usen eufemismos para suavizar las ideas o, incluso, para esconder información. Una línea peligrosa, entre lo cortés y, más que lo valiente, lo mentiroso.

Fernando Ávila, profesor universitario y autor del libro Cómo se escribe, entre otros más, explica que aunque se piense a veces que las palabras tienen el mismo peso, no es así. Hay unas que pueden despertar sentimientos de amor, de odio, de alegría, de tristeza o de rechazo. Hay, dice él, palabras biensonantes y malsonantes, y estas últimas son las que exigen que se busquen eufemismos.

El contexto es fundamental en esa línea, porque no en todos los lugares que se hable un mismo idioma las palabras tienen el mismo sentido. Mientras en Colombia coger y tula son de uso común, y suenan bien, en Argentina y Chile, respectivamente, no lo son. Decirlas allí es salirse de contexto. Bien dice el dicho que adonde fueres, haz lo que vieres.

En España no tuvieron problema con el incidente de la Copa América: culo apareció incluso en los titulares.

El contexto no es solo geográfico, además sociocultural, que implica lo generacional. En Bogotá, recuerda Ávila, en los años 60 la mamá decía, bajen al comedor que están listos los bollos, que entonces se les llamaba a los envueltos de mazorca. “Hoy es inadmisible que se diga así, porque la palabra bollo tiene ahora una connotación molesta en general”.

En esa idea puede mirarse el no ser directos con un tinte diplomático, para buscar que una palabra malsonante no se vuelva ofensiva.

La profesora de la Facultad de Educación de UPB, María Lopera, señala que los antioqueños, por ejemplo, que tienden a ser amables, van a querer que su lenguaje trate de ser amable, respetuoso, que muchas veces no es directo, y que tiene muchos vocablos tabú.

En esa consolidación de qué es tabú y qué no, tiene que ver lo político, lo religioso y lo moral. María indica que las sociedades van creando unos códigos para referirse a su sociedad específica, para nombrar sus conflictos y lo que está pasando en ella,

Hace 50 años, da el ejemplo, decir rojo o azul tenía una connotación política, incluso peligrosa, que no se tiene hoy, porque los partidos tradicionales, aunque mantienen sus colores, no son los únicos y la violencia no está concentrada en ello.

Hace un tiempo, decir los muchachos no se podía, sigue la profesora, porque la palabra muchachos se refería a los hombres de los grupos armados. “Vamos tranzando unas palabras con otras, para referir una realidad”.

En esa línea, Fernando Ávila comenta que se usan las palabras de una cierta manera para mantenerse en el círculo de amigos, tener un buen clima y ser aceptados.

Subyace ahí la intención de ser bien educados y no impertinentes. Lopera precisa que el sistema social va enseñándole a la gente a decir las cosas de forma políticamente correcta, para ser aceptado socialmente, según sus reglas y el cómo se dice en el contexto específico.

Si bien para algunos los eufemismos no deberían usarse en ningún sentido, y la única opción es ser directos, para Ávila es una cuestión de ni tanto que queme al santo, ni tampoco que no lo alumbre, porque “si un buen día uno dice voy a usar todas las palabras crudas que pueden ofender a las personas, pues sencillamente estás poniendo las bases para ser rechazado. La necesidad de mantener una comunicación con las demás personas exige muchas veces que las cosas se digan de una manera más elegante”.

Un punto importante es que el lenguaje se acomoda a la época. Morir y fallecer eran antes dos palabras distintas. Fallecer se usaba, solamente, para las personas mayores que morían por causas naturales. Ahora morir parece ser demasiado duro, y se usa en las noticias fallecer, no importa si la persona murió por un tiro, un accidente aéreo o un ataque guerrillero.

Ahora, por el uso, comenta el profesor, fallecer y morir son sinónimos.

Sin embargo, ¿no se puede ocultar una realidad detrás? Si alguien muere en una masacre, ¿no se le está quitando gravedad al hecho?

Porque una cosa es querer ser respetuosos y otra tratar de ocultar a través del lenguaje. La línea ahí es peligrosa y muy fina.

Para el profesor de escritura se exagera en los eufemismos, y sobre todo los más rebuscados, que son en los que más se puede ocultar la realidad.

Los ejemplos son simples. Subir un precio se le dice reajuste, precisa él, pero muchas veces no es así, más que ajustar los precios se esconde un aumento importante, que puede ser injusto. Detrás del reajuste se esconde una injusticia.

Porque el decir es de detalles. No es lo mismo morirse que suicidarse ni morirse a que alguien lo haya matado.

No mentirosos

El lenguaje no directo y los eufemismos pueden hacer que la comunicación no sea afortunada, es decir, que el otro no comprenda lo que se quiere realmente decir. Aunque muchas veces, precisamente, se utilizan para confundir.

El profesor Memo Ánjel ve el asunto de dos maneras. “La primera es una incapacidad para nombrar el mundo por lo que es. Al hacer un eufemismo simplemente se confunde al mundo. El Nobel Camilo José Cela en Izas, rabizas y colipoterras dice que a las putas no hacen sino humillarlas poniéndoles nombres. No importa qué nombre les pongan a las putas, ellas saben que son putas. ¿Cuál es el afán de tratar de que las cosas no sean?”.

El segundo elemento que este docente mira es que al decirles a las cosas como no son, se comienza a falsear la idea. Entonces a la señora no se le comenta que está gorda, sino robusta, repuesta o embarnecida. “O sea, lo suyo no es tan horrible, lo suyo no es lo que se dice, lo suyo podría ser otra cosa, pero el eufemismo tampoco lo define”.

Detrás hay un miedo a ser sinceros, a nombrar y, continúa Ánjel, a reconocer la realidad. “El asunto nos viene desde lo religioso que le teme al sexo y por eso lo nombran desde 20 mil maneras. Es el miedo de lo político a reconocer lo que está pasando en la realidad, y es el miedo de cualquier persona a aceptar la realidad”.

Nombrar es difícil, cuando implica poner en riesgo el nombre. De todas maneras, ¿por qué no se puede ser sincero? Si no se quiere dar una entrevista, es más fácil decir no, que inventarse una sarta de excusas o de eufemismos para que el otro llegue a la conclusión de que no quiere hablar.

“Eso también depende –expresa Memo Ánjel– de la lengua que estamos manejando. La lengua española, decía Borges en una conferencia titulada La lengua de los argentinos, es una de las más reducidas que existen. Nosotros tenemos palabras con muchos sinónimos, entonces estamos diciendo lo mismo. Llenamos los diccionarios con palabras que se parecen y por eso no avanzamos en la realidad de ellas. En la lengua alemana ellos le dan todo el peso al valor de la palabra, en tanto que nosotros en español preferimos adjetivar o usar sinónimos para no enfrentar lo que nos dicen”.

También hay pena. No hay problema para decir que se tiene dolor de cabeza o que duele una mano, pero hay toda la vergüenza para decir que se queda en casa porque tiene diarrea, y ahí todos los líos empiezan, cómo nombrar a la diarrea para que suene menos fea, para que la enfermedad sea menos vergonzante.

Ahí se une otra pregunta. Hasta dónde el lenguaje incluyente es incluyente o, por el contrario, al tratar de hacer la diferencia, se logra lo contrario, es decir, separar, hacer notar, discriminar, no incluir.

“El eufemismo es el lenguaje que utiliza la política–continúa Ánjel– para tener todas las posibilidades de engañar, porque nunca dijo lo que tenía que decir, sino lo que parecía ser lo que está nombrando. Ese es el problema que tienen los eufemismos. A un ciego le dicen limitado visual, invidente. No. Si el sabe que es ciego, ¿cuál es el problema?”.

El tema es puntilloso, porque hasta dónde decir ciego o limitado visual respeta o no al que lo es, y no porque sea un asunto impuesto. Desde el lenguaje funciona distinto. Ávila cuenta que decir discapacitado es ya un eufemismo, porque lo que normalmente se diría es cojo, manco, tuerto, y que para encontrar una forma más elegante y menos hiriente de decir, se buscó discapacitado. “De manera que ahora que se dice en situación de discapacidad es un eufemismo del eufemismo”.

En el texto La Administración, una Cuestión de Palabra, de Alain Chanlat y Renée Bédard, se habla de la lengua de cajón, que definen como un estilo que abusa de palabras que no dan cuenta de la realidad y que busca formas rebuscadas para evitar el cuestionamiento. “La multiplicación de eufemismos, tales como discapacitados por inválidos, beneficiarios por enfermos, de la edad de oro o tercera edad para los ancianos, demandantes de empleo por desempleados, etc., ilustra perfectamente las intenciones y lo pesado del estilo de esta lengua de cajón. Otro aspecto de esta última es la aparición regular de palabras o fórmulas a las cuales se les concede un poder mágico, tales como enriquecimiento de tareas, la excelencia, la calidad total, los círculos de calidad, la gestión del tiempo, la filosofía de gestión, el enunciado de la misión, etc. Lo que cuenta es crear fórmulas de impacto. Nos apegamos más a la elaboración, a la enunciación y a la difusión de esas palabras y esas fórmulas que al análisis y a la creación de las condiciones materiales y sociales que les permitan producir resultados concretos, como si el poder de encantamiento de su repetición fuera suficiente”.

La cultura

Es de los antioqueños la fama de ser amables, y además la de no ser directos para decir las cosas, que incluso para regañar hay que darle vueltas al asunto para que el regaño suene tan suave como sea posible.

El escritor Reinaldo Spitaletta comenta que “Antioquia ha sido una sociedad dominada por los discursos de apariencia, de simulación, y dentro de todo eso la iglesia ha jugado un papel importante en eso que llamamos la pacatería y la hipocresía. Ha sido una sociedad muy puritana que le da miedo reconocerse a sí mismo, que le da miedo reconocer sus lacras, y entonces las oculta. Eso se manifiesta en el lenguaje. Lo que decía Fernando González, El complejo de bastardía nos ha perjudicado en ese aspecto, nos avergonzamos de nuestra cultura, pero en cambio le rendimos pleitesía a lo que nos viene de afuera”.

Se acuerda el escritor que Medellín tuvo barrios dedicados a la prostitución –fenómeno que no se ha acabado–, pero que se quiso ocultar, y en gran medida a través del lenguaje. Era un horror decir puta –todavía lo es, menos fuerte quizá–. Decirle a la amante la sucursal, en lugar de la moza.

Para Spitaletta las cosas hay que llamarlas por su nombre y suavizar es más de una sociedad mentirosa. Luego está que no se saben usar correctamente las palabras. “Hay un miedo a las palabras y a las que son castizas, que son correctas y que la literatura ya las ha destacado, y que por ejemplo en obras como El Quijote las han utilizado hasta el cansancio. La religiosidad nos hizo en ese aspecto mucho daño, por ocultar ciertas cosas. No basta rezar en muchos casos”.

Al escritor, sin embargo, le parece que es sobre todo de las élites de donde viene el asunto, porque en los llamados barrios populares se habla con menos reservas.

Por supuesto no es lo mismo un paisa que un costeño. Son formas de ser diferentes.

De todas maneras, menciona María Lopera, esta sociedad es más directa ahora, porque hay más información, más canales para expresarse y más relación con el mundo.

A los medios de comunicación son a los que más se les echa la culpa, por reservarse muchas cosas, por suavizar. El problema es que la realidad no se puede suavizar. Las cosas pasan como pasaron, y así esté de acuerdo o no con el lenguaje directo, así se tenga una manera de decir, a su estilo y personalidad, como medios, como sociedad o como individuos, no se puede transpasar la línea entre lo que pasó y no. Entre decir la verdad y ocultar.

El riesgo es mayor en la política, porque además de los eufemismos hay más estrategias en el discurso para revelar, ocultar o ser truculentos.

El lenguaje, el cómo se dice, es también un camino para definirnos en sociedad.