Exclusivo | Viaje a los dominios de alias “Guacho”
En exclusiva, EL COLOMBIANO recorrió la zona donde se mueve ese jefe de las disidencias de las Farc.
Amo el periodismo, y más si se hace a pie. Me encantan los perros, y me dejo envolver por una buena historia. Egresado de la Universidad de Antioquia.
La embarcación “La Polvorosa” atracó en La Playa, un improvisado puerto al que se llega desde Tumaco después de una hora por un camino de polvo y piedras. En este pequeño inframundo al lado del río Mira, la vida se cuece en el sopor de la tarde con estruendosos corridos mexicanos salidos de un equipo de sonido que llega a la cintura, mientras que hombres negros, blancos y chilapos beben cerveza bajo casetas de techos de plástico y ríen estrepitosamente.
Es sábado, parece un día normal. El vaho caliente se mezcla con el aire festivo mientras las tiendas interinas ofrecen arroz, sal, camisas y hasta cangrejos de agua dulce que los indígenas venden en jaulas hechas con hojas de palma; pero el negocio próspero se cierra a unos cuantos pasos del bullicio: fajos de billetes atados con ligas de caucho van y vienen. Es día de pago. Emisarios de los carteles mexicanos que arribaron en “La Polvorosa” cancelan a los labriegos la coca sacada del Alto Mira y Frontera.
“Eso es de cada ocho días. Los campesinos vienen de las veredas más lejanas a recibir la plata por raspar o procesar la hoja de coca. Es de lo único que pueden vivir”, dice el lanchero Carlington, un fornido negro que se gana la vida transportando gente, a 20 mil pesos el pasaje, por los ríos y recovecos de la frontera colombo-ecuatoriana.
En La Playa todos saben que ahí inicia el territorio de Wálter Patricio Arizala, o alias “Guacho”, pero para un desconocido es un puerto de miradas fisgoneantes que hablan más de lo normal.
“Guacho” es un ecuatoriano de 27 años de edad que militó en el frente 29 de las Farc y decidió no apostarle al proceso de paz con el Gobierno, razón por la que en 2016 “armó rancho aparte” y se largó con 250 hombres en armas a vivir de la renta heredada de los cultivos de coca.
El 15 de septiembre pasado, el presidente Iván Duque expresó que “Guacho” había sido herido por un francotirador, pero en La Playa, y en las 32 veredas del Alto Mira y Frontera, que componen su imperio, saben que el exguerrillero y ahora jefe de las disidencias Oliver Sinisterra no tiene ni un rasguño, y como en otras ocasiones cuando la muerte quiso echarle mano, se le escabulló con la temeridad que le caracteriza.
“Ese man es muy jodido. Él dice, por ejemplo, esta gallina no debe estar acá en la calle porque es un animal de corral. Entonces le llama la atención al dueño: o guarda la gallina o le meto su pepazo y me hace sancocho”, cuenta Carlington.
Pero “Guacho” es escurridizo. Tanto, que en Colombia se identifica con una cédula que responde al nombre de Luis Alfredo Pai Jiménez, como cuentan investigadores de la Fuerza Pública. Desde el asesinato de los dos periodistas y el conductor ecuatorianos, 10 mil militares fueron enviados a la zona para dar con su paradero, sin embargo, en el recorrido para esta crónica no se vio un soldado por agua o tierra.
Coca: el pan de cada día
Al campesino Enrique Aroldo el Ejército lo acorraló a preguntas en su entable cocalero. Ocurrió en la vereda Vallenato, un caserío de viviendas de madera donde no hay señal de celular, el acueducto es un deseo, y las redes eléctricas empiezan a asomarse con los postes que apenas instalan.
A este poblado que realmente es una calle larga en la que hay tres tiendas, un billar como única forma de divertirse después de raspar la hoja, una peluquería y mucha coca, se llega 30 minutos después de salir de La Playa, río arriba.
En este punto el Mira es una autopista de agua por la que se mueven las lanchas cargadas con tanques de gasolina que van para las plantas de energía, para bombas de gasolina o para los laboratorios donde los carteles de Juárez (Norte y Sur), Jalisco, Sinaloa, Chiapas y Tijuana procesan la pasta “y los capos como ‘el Contador’ se llenan los bolsillos de billete”, como cuentan en esos territorios.
También transportan víveres, personas y motos que sirven como fuente de empleo a los jóvenes que salen de octavo de bachillerato (último grado de estudio en esas zonas) y se rebuscan la vida como mototaxistas entre las veredas, esquivando los grupos armados ilegales que quieren llevarlos a sus filas.
“Los soldados fueron hasta mi rancho y me dijeron que si no quería que me lo quemaran que les dijera quién me compraba la hoja, quiénes son los guerrilleros y quiénes mandan en la zona. Como les dije que yo estaba era para trabajar, entonces me sacaron y le echaron candela. Quedé con una hectárea de coca para no dejar morir de hambre a mis hijos”, explica Enrique Aroldo.
Las manos de este labriego de 56 años son amarillas y tienen una caparazón dura de tanto raspar la mata. Cuando la jornada se alarga, toma aguadepanela de un tarro comunal para recobrar fuerzas y recoger una arroba más para vender a los narcos.
—Cada arroba nos la pagan a 30 mil pesos. Con eso nos rebuscamos la comida— cuenta el labriego.
—¿Pero estarían dispuestos a sustituir los cultivos?
—Si fuera rentable, sí, pero ¿con qué carreteras? Una carga de yuca me cuesta sacarla hasta La Playa 20 mil pesos en canoa, luego a la plaza de Tumaco otros 30 mil y allá me la pagan a 15 mil, eso no es negocio— asevera Enrique.
Por esta razón, la resiembra de coca aumentó en Tumaco y ubicó a este municipio como el que más cultivos tiene en Colombia con 19.517 hectáreas sembradas en 2017, según el informe de Naciones Unidas. Además, dicen los labriegos, los acuerdos de desarrollo rural consignados en el Acuerdo de paz con las Farc nunca llegaron, y los proyectos productivos se quedaron en el papel.
Como ya les empezaron a fumigar con glifosato, los labriegos salvan las plantas rociándolas con aguapanela y bicarbonato. Así cumplen con las exigencias de los carteles que van hasta los territorios a comprarles la hoja recogida en jornales de ocho horas.
“Nosotros recibimos presión de todo el mundo. Nos aprieta la Fuerza Pública, por el otro lado está ‘Mario Lata’ el de los paracos, nos joden los carteles, más arriba el Eln y más acá ‘Guacho’, así no hay palo que aguante”, enfatiza Enrique Aroldo.
Un olvido estatal
Para llegar a Mataje, la zona donde Gustavo Ángulo Arboleda, o alias “Cherry”, secuestró al equipo periodístico del diario El Comercio de Quito (Ecuador) hace 8 meses, y donde luego fueron asesinados por las disidencias, se debe tomar una moto que tarda 45 minutos en llegar a esta frontera colombo-ecuatoriana. Son caminos angostos en los que solo caben las llantas, pero cerrados a los costados por los cultivos de uso ilícito que se extienden hasta donde alcanza el ojo.
Esos senderos de 60 centímetros de ancho por 20 de alto fueron construidos en medio de la selva por la comunidad, con dineros obtenidos de la mata. Pero no solo las vías han salido del bolsillo del campesino. José Santa, vocero de la Asociación de Juntas de Acción Comunal de los ríos Nulpa y Mataje, Asominuma, cuenta que las escuelas y los salones comunales se construyeron con la plata obtenida de trabajar en los cultivos. “Acá el Estado no llega. Tenemos docentes pagados por los padres de familia porque no los manda el Gobierno”, dice José.
Y cuando han llegado los del Estado, añade, piden traslado a los pocos días “porque la situación es dura. Como la que pidió irse porque no tenía ducha. Acá la operación es a taza, es decir se recoge el agua y se baña a cocadas”.
Esa ausencia estatal llevó a que las comunidades del Alto Mira y Frontera se organizaran y crearan manuales de convivencia. “Acá el que pelea, paga; el que patrocinó una riña, paga; si alguien dejó una botella por ahí y una persona se cortó, paga el médico, el transporte y la multa”, dice José.
Entonces aparece “Guacho” como juez o verdugo y pide al tesorero el cuaderno de cuentas para saber quién debe multas, cobrarlas y mandar a arreglar un techo, la cancha, un camino o un salón de la escuela derruido por las lluvias que no cesan.
Metido en la selva nariñense, “Guacho” es para unos una especie de salvador, tanto que en sus hogares guardan fotos y recortes de él; para otros un ogro, y para muchos un desconocido,
como le sucedió al campesino Obdulio cuando en un retén fue requerido, hace un mes.
—¿Nombre?— preguntó el militar.
—Wálter Patricio Arizala— respondió el labriego, para descubrir con sorpresa que el soldado se dirigió a la minuta y escribió en el registro el nombre del disidente de las Farc más buscado en el país.
—Puede seguir— le dijo el soldado con una sonrisa.