Las nuevas guerras que quitan el sueño a Ituango y Briceño
Las disidencias del frente 36, las Autodefensas Gaitanistas y el Eln amenazan la paz lograda en
el Acuerdo final con las Farc.
Amo el periodismo, y más si se hace a pie. Me encantan los perros, y me dejo envolver por una buena historia. Egresado de la Universidad de Antioquia.
Periodista. Magíster en Comunicación de la Defensa y los Conflictos Armados de la Universidad Complutense de Madrid
La carta le llegó en un sobre amarillo tirado por la única hendija que hay en su puerta de madera. Al leerla, don Martín se derrumbó sobre las escalas de hormigón con un temblor que le dobló las rodillas y lo dejó boquiseco, como si le hubiesen metido un puñado de arena entre los dientes y la lengua.
En el papel amarillento y con olor a húmedo, “los Urabeños” o Autodefensas Gaitanistas de Colombia, le exigían 30 millones de pesos.
“Me decían que podía pagarlos a cuotas, que no necesitaban toda la platica de una vez y que no fuera a hacer escándalo. Me decían que después pasaría un muchacho a darme más instrucciones”, recuerda el viejo asustado por la sentencia de las últimas líneas que lo hicieron sentir en una guerra pasada: si no pagaba era mejor que doblara la ropa y saliera del pueblo antes de que le volaran su negocio.
Extorsiones como la de don Martín han vuelto a extenderse por las calles frías y empinadas de Ituango. Jóvenes desconocidos, llegados quién sabe de dónde, acechan los negocios para cobrar una “vacuna” que se creía extinta después de la desmovilización del frente 18 de las Farc y que, hoy por hoy, los comerciantes registran en su contabilidad bajo el rótulo de “imprevistos”.
“Hay que pagar o lo sacan. Esto se está saliendo de las manos y nadie hace nada”, explica don Martín desde su casa que bordea una de las lomas del municipio. Es una vivienda de dos cuartos, en tapia sin revocar, con vestigios de tiros de fusil disparados en una guerra que cesó hace apenas un año cuando “el Flaco”, “Agustín” y otros comandantes guerrilleros del frente 18 optaron por dejar las armas.
Volvió el temor
Los campesinos de la vereda Santa Ana, a 45 minutos de Ituango, ya no tienen con qué entretener su noches frías. Por los caminos de las veredas no puede transitarse después de las seis de la tarde y los integrantes del Clan del Golfo les prohibieron luces encendidas después de las 8:00 p.m. Por eso, los pocos televisores se apagan a las 7:00 p.m., los radios dejan de sonar a las 8:00 p.m. y a las 8:30 todo es silencio en la vereda. Solo se escuchan los ladridos de los perros y el transitar de las botas.
“Los paras” les quitaron los celulares a los campesinos para evitar que den información sobre los movimientos de este grupo ilegal que quiere apropiarse del negocio del narcotráfico en el Norte de Antioquia, por eso instalaron, según investigaciones adelantadas por la Policía, un puesto de mando en el Valle de Toledo, un caserío a una hora de Ituango.
“Ellos mandan. El temor es que se den bala con los del 36 que llegaron a otras veredas y hasta se han enfrentado. Sitios como Santa Ana y La Vega se están quedando solas por la presencia de estos grupos”, cuenta un líder comunal que pide reserva del nombre por seguridad.
Los enfrentamientos se conocen en todo el pueblo. Pasaron hace apenas una semana. Las balas rozaron las casas de la vereda Palo Blanco cuando después de una reunión obligada, los labriegos de esa comunidad empotrada en una montaña, que tiene una sola calle, una escuela, la iglesia y tres tiendas, supieron que las disidencias del frente 36 habían llegado para quedarse. Pintaron casas con grafitis que les recuerdan una “limpieza paramilitar” y les sentenciaron que no podían tener negocios con “los paramilitares”.
Cuando los disidentes de las Farc se retiraron, llegaron los de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia a decirles que ellos eran los dueños del territorio, que el negocio de la coca era con ellos y que nadie podía tener cercanía con los guerrilleros. Sin pasar 30 minutos entre las dos reuniones, ambos grupos ilegales se reconocieron entre las montañas y otra vez, como en los tiempos más aciagos, tronaron los fusiles en el gran cañón.
“Esto va a ser una olla a presión. Acá ya hay otros grupos armados. Por ejemplo a Santa Rita y a Santa Lucía (donde está la zona de ubicación de Farc) ya llegó el Eln. No se sabe qué va a pasar”, dice el labriego escondido entre tapias de su patio.
Aumentó el microtráfico
La entrada del Colegio Pedro Nel Ospina, en Ituango, queda en la mitad de una loma en la que las mulas toman aire para subir la carga. Es un portón café, de metal, atendido por una mujer de contextura gruesa. Frente a la inmensa puerta, un niño de 8 o 9 años de edad consume un bolis agobiado por la premura de entrar a clases. “Este es un bolis de marihuana”, dice, y bota la mitad del hielo verdusco a la calle acosado por el sonido de la campana escolar.
Si María Victoria Zapata Yepes, la rectora de esta institución educativa que fue amenazada por sus denuncias sobre el microtráfico, no corroborara la información del bolis, el testimonio del niño se habría quedado en un cuento infantil.
Pero María Victoria dice que desde el 2012 negociantes de droga empezaron a llevar hasta las puertas de las escuelas bolis de marihuana gratis y a vender la libra de la hierba a 5.000 pesos, lo que ayudó a aumentar las ventas de un negocio ilegal.
La situación ha llegado al extremo de que niños de cuarto y quinto de primaria comercializan la droga y los padres ayudan en esas ventas. En el municipio saben cuáles son las casas donde venden los estupefacientes.
“Lo hacen para comprar útiles, ropa o uniformes. Esto no va a mejorar a punta de consejos o de campañas, porque las necesidades económicas nadie las suple”, dice la rectora.
Este microtráfico y el negocio de la coca es lo que ha llevado a Ituango a convertirse en un escenario de guerra que en el 2017 dejó 16 personas asesinadas según fuentes de la Policía. Por sus calles hoy ronda el fantasma de la guerra, y tiene nombre propio: “Carnitas”, un disidente del frente 18 que no quiso jalarle al cuento de la paz. El último vestigio de esa guerra se esfumó el 26 de enero pasado. Las trincheras que sirvieron de escudo a los ataques guerrilleros fueron retiradas, pero con esa acción llegó el temor de la población que pidió a las autoridades no abandonarlos.
El comandante de la IV Brigada del Ejército, general Juan Carlos Ramírez, explica que los soldados seguirán prestando la seguridad en Ituango. “Vamos a fortalecer nuestra presencia en ocho veredas que son vulnerables y necesitan protección los líderes sociales. Va a ser uno de los municipios con más tropas”, indicó el alto mando militar.
La misma cara de la moneda
Al otro lado del río Cauca y en la cúspide del cañón está Briceño, un pueblito de calles estrechas y ladeadas. Las autoridades afirman que desde esa población viene el grupo de disidentes del frente 36.
Hace tres años Briceño se convirtió en un laboratorio del proceso de paz entre el Gobierno y las Farc. Allí se realizaron dos proyectos piloto que se replican en el país: el desminado en la vereda Orejón y el programa de sustitución de cultivos de uso ilícito en otras 11 veredas.
Para esos proyectos, el frente 36 de las Farc, de presencia histórica en esa zona, mantuvo un grupo especial de sus integrantes liderando las iniciativas. Entre ellos se encontraba Ricardo Abel Ayala Urrego, alias Cabuyo, uno de los principales líderes del frente subversivo.
Cabuyo es aparentemente quien está al frente del grupo disidente y, según Fiscalía, tiene un grupo de 30 personas armadas que se hacen notar pintando grafitis en las veredas Gurimán, Travesías, El Respaldo y el casco urbano del pueblo. Ellos ordenaron un toque de queda en las vías terciarias. Labriegos lo confirman. “Nada de andar en carros, motos, caballos o a pie, por la noche, de 8:00 p.m. a 5:00 a.m. Por su seguridad, no queremos ver a nadie por ahí”, dice un campesino que como muchos otros, solo habla bajo reserva porque identificarse les asegura una lápida en el cementerio.
“Cabuyo y sus hombres, entre quienes está Yepes, su jefe de sicarios, estarían involucrados en varios delitos entre 2017 y lo que va de 2018, contando unos 17 homicidios en Briceño. Ya tienen orden de captura”, confirma a EL COLOMBIANO una fuente judicial.
Las denuncias de los campesinos las confirma Eduardo Ramírez, secretario de gobierno, quien asegura que las autoridades trabajan para evitar que la situación se salga de control. Agrega que en el 2017 fueron 21 los homicidios en Briceño, la mayoría atribuidos al grupo que supuestamente lidera Cabuyo.
“Acá estamos en una tensión muy similar a la que se vive en Ituango y otras regiones como el Bajo Cauca. Tenemos la restricción de movilidad y estamos trabajando en ello”, explica.
Pero el temor no cesa. Los labriegos de las veredas Gurimán, Palmichal, El Roblal, Cucurucho, La Calera, Berlín, La América, Los Naranjos, El Pescado, El Cedral y El Respaldo, cuentan que la incertidumbre es el pan de cada día y aunque la mayoría de las zonas parecen estar tranquilas, “da mucho temor ver a esa gente armada. Por eso pedimos que el Ejército vuelva, porque por ejemplo la base que había en las partidas a Las Auras ya no está”.
Aunque en Briceño la sustitución de cultivos de uso ilícito ha sido exitosa (se han arrancado matas de coca en 700 hectáreas y se espera que para finales de marzo el municipio esté libre de pequeños cultivos, según confirmó la dirección de ese programa gubernamental), las autoridades creen que esa disidencia sigue en el negocio del narcotráfico y que un hombre conocido como “Pepe” es quien le compra a “Cabuyo” la pasta de coca en la vereda La Linda de Ituango por 2.2 millones de pesos el kilo.
La guerra que amenaza volver al Norte de Antioquia cobró su última vida hace seis días. Su nombre era Michel y tenía apenas tres años. Murió mientras jugaba con una muñeca cuando una granada explotó en su casa en Ituango. Las autoridades aseveran que fue un ataque de “Carnitas” y “Cabuyo” contra alias “Shakiro”, un presunto integrante de “los Urabeños” al que le disputan el territorio y la coca.
El estallido sacó de la cama a los itanguinos, y les trajo el fantasma de una guerra que no quieren volver a vivir.