Calypso, el fantasma que hospeda a los inmigrantes de Capurganá
Las ruinas de un hotel lujoso en otra época, abandonado a su suerte, sirven hoy de refugio en Capurganá.
Editor de fotografía de El Colombiano. La fotografía aérea y la escalada son mis pasiones. IG: @esteban.vanegas
Periodista bumangués del área digital de El Colombiano. Busco historias que demuestren que la realidad siempre supera a la ficción.
Despertó sintiendo el murmullo de las olas y la brisa meciendo las palmeras. Por un segundo se dio el lujo de pensar que se encontraba en unas vacaciones de playa. Sin embargo la dureza del pliego de cartón ubicado encima de algunas tablas viejas y el dolor de espalda que le provocaba usarlo como cama, hace casi un mes, lo devolvieron a la realidad.
Mani Aggarwal, de 27 años y huérfano de padres, espantó la modorra calurosa del Darién colombiano mientras recordaba el embrollo en el que estaba metido: sin dinero, varado junto a un mar al que le temía y una selva que le aterraba, y esperando algún día poder llegar a Panamá y quizá luego, si la suerte lo acompañaba, a Estados Unidos para buscar una vida mejor que la que dejó atrás, en India. Allí a menudo sentía que el gobierno lo quería a matar de hambre.
Con pereza ubicó con la mirada sus zapatos en la entrada de la cabaña, dispuesto a lavar en el océano las tres camisetas que lo acompañaban desde el otro lado del Atlántico. Tuvo cuidado al salir con las arañas de monte que se escondían en las rendijas de las tablas que, carcomidas por el descuido y la humedad, crujían a cada paso.
En su situación, la mejor aliada era la paciencia. Sin dinero, no hay cómo pagarle a uno de los llamados “coyotes” para guiarlo por la selva. Incluso si lo consiguiera, la sola idea de encontrarse con los paramilitares o las mismas fuerzas panameñas, para oír que le cobran a alguien sin un centavo, descartaba de tajo las ganas de tentar la suerte.
Según hallazgos de la Fiscalía, el control del Clan del Golfo sobre el tapón del Darién ha establecido “peajes” para el tráfico de migrantes entre los 5 millones y 100 millones de pesos, para permitir el paso.
A Mani el hambre no lo había abandonado en todo el viaje, que lo llevó en un avión comercial por Etiopía, Brasil, Ecuador y desde allí, en bus sin paradas, hasta Turbo, Antioquia, y a Capurganá, atravesando el Golfo de Urabá en una lancha que desafiaba la altura de las olas del mar picado de enero y a la que desea no tener que volver a subirse. Mucho menos ahora, que sentía que los habitantes del pueblo no lo veían como a una persona, sino como un paquete de mensajería extraviado.
Cuenta María*, una vecina dueña de un negocio que suele ayudar con internet gratis y algo de comida a los migrantes y prefiere no identificarse por su seguridad, que entre los que llegan existen estratos. Quien tiene familia que le envíe dinero, puede pagar una lancha con la que bordea parte de la geografía del Darién para llegar a Panamá evitándose caminar una parte peligrosa de la selva.
“El que viene con lo justo, le toca irse con un coyote que conozca la zona. Existen pasos estrechos a través de riachuelos, que no avisan cuando se crece. Varios se han ahogado cuando el agua sube de repente”, asevera.
Las lanchas tampoco es que sean garantía. Cuenta el comandante de la Estación de Guardacostas Urabá, ubicado en Turbo, Antioquia, capitán de corbeta Diego Gil, que los naufragios de estas naves son usuales en el mar picado del golfo. “Solo en enero, una lancha con 18 migrantes se volteó y quedaron a la deriva”.
Según las cuentas del oficial, que coinciden con las que dicen en el pueblo, a fines del año pasado pasaron entre 500 y 600 extranjeros sin papeles por el retén de la Armada en Turbo.
Por su parte, Migración Colombia informó que fueron 4.127 los que identificaron en 2017 pasando para Capurganá. En su mayoría, se trata de indios y nepalíes.
Aunque pueden contar como un éxito esta cifra, dado que en 2016 fueron 11.389 detectados, en el pueblo son más escépticos. Dicen que muchos pasaron sin ser detectados, bien sea porque habrían pagado una coima a algún funcionario o porque los coyotes se arriesgaron transportándolos por rutas más difíciles o en medio de la noche.
“Uno ve cosas que no debería”, dice María* tras un lento sorbo de cerveza con el que lucha con el calor del muelle del pueblo, hurgando en las imágenes grabadas en sus recuerdos: “Cuando los llevan en la noche, no se pueden arriesgar a encallar en la playa, entonces los sueltan a unos metros de la orilla. Con ese mar, en la oscuridad completa y sin saber nadar, ¿qué cree que pasa? -silencio-. El otro día un francés ayudó a sacar un par de ellos. En el grupo venían mujeres y niños pequeños”.
El Calypso
La cabaña de Mani y las demás en donde se alojaban otras decenas de migrantes varados, sin duda vivieron sus mejores días muchos años atrás, cuando componían el hotel Calypso, un proyecto para atraer turistas que fue abandonado luego de que sus últimos dueños se cansaran de lidiar con las pérdidas y que hoy funciona como albergue improvisado.
Ese hotel, que se prometía entre sus habitantes como el hito turístico que los iba a poner a competir con Cartagena y Santa Marta, abrió el 15 de mayo de 1987, en una ola de hoteles y resorts que se vio interrumpida faltando pocos días para la llegada del nuevo milenio, cuando un ataque del frente 57 de las Farc a la Policía del pueblo ahuyentó a los turistas.
Años después, con la tranquilidad más o menos recuperada, aún ante el dominio de grupos paramilitares y narcotraficantes que utilizan la selva como corredor para la droga, algunos inversionistas intentaron rescatar el Calypso de la voracidad de la selva, pero hace unos cinco años desistieron, desalentados porque aquel hotel enfermo en fase terminal no logró revivir.
En noviembre pasado, como Panamá decidió cerrar su frontera por la selva y Migración dejó de emitir salvoconductos, este pueblo se convirtió en un embudo de migrantes irregulares donde solo los más valientes -o con más dinero- podían pasar. Sin embargo, ninguno de los coyotes que transportaron a Mani o a cualquier otro extranjero se había molestado en decírselo.
Después de todo, el paso por el Darién sigue siendo un eslabón más de una gran cadena de tráfico humano, que en ese punto se volvió tan normal, que los coyotes ofrecen sus servicios entre un “portafolio” que incluye trabajos normales de traslado de turistas entre Acandí y Capurganá.
Justamente la semana pasada, en una operación en la que la Dijin de la Policía desarticuló una banda de 19 personas dedicadas a este negocio entre Medellín, Cúcuta, Turbo y Capurganá, informaron que solo estos movieron entre 2.000 y 2.500 personas por toda Colombia y luego hacia Panamá.
Para aquel día, ya las expectativas se habían reducido para este joven al mismo ritmo que las tallas de ropa, que a causa de la rudeza del viaje y el hambre, se le veían anchas y desgastadas. “Ya queremos quedarnos en Colombia o en cualquier sitio donde podamos hacer algo. Mi padre murió cuando tenía 4 y mi mamá me abandonó cuando tenía 9, ya a esta hora nada me ata a nada, ni a India ni a mis sueños”.
Tampoco lo hicieron con Apurwua Patel, otro indio de 23 años, huérfano también y de contextura y gafas gruesas, que vive a dos cabañas de la de Mani y a quien este busca cuando sale bajo el sol que aún no pica a las 7 de la mañana, para ir a asearse en la playa que queda saliendo del Calypso. Si los cálculos no les fallaban, podían haber terminado de lavar antes de las 11 y para ese momento, el sol ya hiriente podría secar sus trapos en un santiamén.
Salieron del predio, demarcado por el punto en que el pasto pasa a ser piedra y arena, y en el lugar quedaron otros compañeros de infortunio de Nepal y Bangladesh. Luego se preocuparían por encontrar algo para calmar el estómago.
Leones en la selva
En el camino se encontraron con Gilbert Mbah y Elvis Njeck, los cameruneses que estaban reposando en una lancha abandonada bajo uno de los pocos árboles que desafiaron a la playa creciendo entre piedras pequeñas y oscuras. No tenían tanta suerte como Mani y Apurwua, que las incomodidades de los cartones las compensaban con la ventaja de tener un techo y cuatro paredes que los defendieran de los aguaceros y mosquitos de la húmedad del Chocó.
A los dos africanos la noche los había agarrado en un claro unos metros alejado de la última vivienda que marcaba a Capurganá hacia el sur, donde ya no había siquiera camino marcado. Aunque alcanzaban a ver la luz tenue del porche de la vivienda, no dudaban que estaban durmiendo en la selva.
Su última aventura en el Darién, de la que habían vuelto el día anterior a su encuentro espontáneo con los dos indios, los había dejado desalentados, no solo pasaron por los terrores de la jungla sino que los militares panameños no les permitieron pasar. Sin dinero y aún aterrados regresaron sin el coyote que los guiaba y que los había abandonado, no sin llevarse su “paga”, tras dos días de caminata.
“La selva asusta en conjunto, no en particular. No piensas en que hay leones, hasta que escuchas rugidos a metros de tu cabeza, ¿sabes?”, asegura Gilbert, de 26 años, con media sonrisa.
Dice leones, pero seguramente habla de jaguares, los mayores depredadores mamíferos que tiene la selva del Darién. Aunque este hombre flaco y de hombros anchos dice con seguridad que en su entrenamiento en el Ejército de Camerún les enseñaron a trepar árboles para huir de las fieras africanas, para su fortuna, no tuvo que descubrir que los jaguares son excelentes trepadores.
Elvis recuerda que con ellos se fueron 19 personas a la travesía, todos africanos, y ya no sabe adónde se fueron los demás. No todos encuentran tolerable dormir en la intemperie, y menos tras comprobar las dificultades topográficas si se cruza el Darién a pie.
“Todo es: subir una montaña, bajar a un pantano, subir otra y volver a bajar, como si estuvieras yendo en círculos. Interminable”, explica.
Ante el encuentro cercano con el aparente león, recuerda que tampoco le teme a las fieras, “pero sí a los hombres. Cuando nos encontramos con los panameños, nos llevaron a un campo, nos hicieron dormir en la intemperie y al otro día nos devolvieron a Colombia, no sin antes sacarnos plata. Pasamos cuatro días en la selva”.
A diferencia de Mani y Apurwua, quienes ya están resignados a buscar solicitud de refugio en Colombia y encontrar algún oficio que les sustente la vida, Elvis y Gilbert no pueden darse el mismo lujo. Tienen familias que los esperan.
“Queremos un asilo en Panamá y traer a mi familia. Allá nos pueden dejar trabajar y podemos traerlas desde Camerún. No puedo rendirme”, dice Gilbert, antes de anunciar que al día siguiente volverán a intentar pasar la selva, solo que solos. Un riesgo mayor, aunque recuerdan: “los hombres son más peligrosos que cualquier selva”.
Ante las denuncias de los peajes que cobran, tanto la Armada como Migración Colombia lo niegan rotundamente. Recalcan que de tener denuncias formales serían tomadas con “la mayor seriedad”. Sin embargo, cuando se trata de un extranjero sin papeles, en un país que les ha mostrado una cara hostil, no se puede esperar un conducto regular. “Aquí somos invisibles. Como si no existiéramos. Y no, somos personas, nada distintas a usted”, resume Yonas Petros, eritreo y antes pastor cristiano.
Escapar, esconderse
Sobre las 11, como ha sido el cálculo, la ropa de Mani y Apurwa ya estaba seca. Aunque ha pasado por el agua salada y al menos tiene un olor neutro, la dificultad del viaje se puede leer en cada roto de las prendas. Han encontrado una “caleta” de galletas dulces y un sixpack de Red Bull.
¿La suerte está empezando a cambiar? Esa sensación, similar a la comodidad de los primeros segundos de brisa y sonido de olas al despertarse, los acompaña en los minutos de caminata de regreso al Calypso.
Pero la realidad parece no ceder su primer plano ante algún sentimiento soso de optimismo. Al regreso, el hotel se encuentra desolado. Solo se oye el inevitable sonido del mar. Mientras se fueron, una barrida de la Policía se llevó a quienes decidieron no madrugar. Van rumbo a Turbo y mientras tanto, lo mejor será esconderse. Una historia repetida: un nuevo hogar que se debe abandonar, uno tan pobre como en el que vivían en India.
Lea la primera parte de esta historia: La estampida humana que cruza por Capurganá