Pastor Alape, el guerrillero silencioso que quiere ser alcalde de Puerto Berrío
Después de 37 años en la guerra, Pastor Alape se convirtió en el primer ex jefe guerrillero en lanzarse a un cargo de elección popular. Este es un recorrido por su vida y su campaña.
Administrador sin ejercicio y periodista sin sección
A Pastor Alape le tiemblan las manos como si tuviera mucho frío, pero está en Puerto Berrío, a orillas del Magdalena, es un mediodía de julio y hace un calor de más de 30 grados. Tampoco es miedo: va adentro de una camioneta blindada con un par de escoltas. Está tranquilo mirando el celular en el puesto de adelante y lleva el pie derecho montado en el tablero del carro. Está descalzo. No soporta los zapatos. El pie le duele mucho desde hace como cincuenta años. El temblor en la mano también lo tiene desde que era niño. Aún así, caminó, corrió, disparó, extorsionó, reclutó, secuestró, combatió y aguantó 37 años en las Farc. Va en camino a almorzar sancocho porque ahora Alape quiere ser alcalde de su pueblo y está en campaña.
Pastor Alape en realidad se llama José Lisandro Lascarro, pero pocas personas lo saben. Durante casi 30 años en la insurgencia pasó desapercibido para todo el mundo. La primera vez que dio una entrevista fue en 2008, dos años antes de que tuviera que reemplazar al Mono Jojoy en el Secretariado de las Farc.
La prensa y la inteligencia militar siempre lo confundían con un hermano que era 12 años mayor y que se llamaba Félix Antonio Muñoz Lascarro. En 2009, cuando el Departamento de Estado gringo lo acusó de ser el responsable de la cadena de producción de cocaína en el Magdalena Medio, y ofreció 2,5 millones de dólares por información que llevara a su captura, le puso el nombre del pobre Félix al que capturaron un par de veces en Colombia por cuenta de su hermano.
Alape lo recuerda nítido:
—Un día estábamos en unos combates con los paras por San Pablo, al sur de Bolívar, en un sector que llaman La Panda. Habíamos llegado como a las tres o cuatro de la tarde y nos pasamos la tarde jugando en un billar. A las siete de la noche, mientras esperábamos que nos trajeran la comida, salió en el noticiero: ¡Última hora! Capturado Félix Antonio Muñoz Lascarro, alias Pastor Alape”.
El 6 de agosto de 2010, el último día de gobierno del expresidente Alvaro Uribe, altas fuentes de la Casa de Nariño le confirmaron a los medios de comunicación “la muerte del miembro del Estado Mayor de las Farc en el Magdalena Medio, Félix Antonio Muñoz, alias Pastor Alape, en una operación militar en la Serranía del Perijá”.
En verdad, Félix Antonio murió de cáncer, echándole la culpa de tanta desgracia a su hermano. La última vez que hablaron fue a comienzos de 1980, antes de que Alape se internara definitivamente en la selva.
Alape no cuenta muchas anécdotas, en especial evita las que tienen que ver con los crímenes que cometió, pero las pocas que cuenta son así como la del billar, de un detalle casi inverosímil. Con diálogos, hora, nombre del pueblo y de la vereda.
Cuando está en un evento de campaña sentado en mesa redonda en el solar de una casa con cinco señoras de la junta de acción comunal de Puerto Parra, Santander (a cinco minutos en carro de Berrío, cruzando el Magdalena por un puente), les pregunta a cada una de dónde viene. Da por sentado que son desplazadas y acierta: Remedios, Segovia, Cimitarra. De cada lugar Alape tiene un recuerdo. Podría regresar a cualquiera de las veredas de donde vienen esas mujeres a pie y con los ojos vendados.
Alape nació en la vereda Vuelta Acuña, en Cimitarra, Santander. De allá salió a estudiar a Puerto Berrío cuando tenía 10 años. En la vereda no había acueducto. Todavía no hay, pero después de la firma de los Acuerdos, Alape creó una marca de cervezas que llamó Alapaz para ayudar a pagarlo.
Su mamá era negra, del sur de Bolívar. Minera, cimarrona y sindicalista. En ese ambiente rojo, revolucionario y de resistencia creció Alape, que no tiene el apellido de su padre.
—¿Y de dónde salió hincha del DIM?
—Lo que pasa es que ese siempre ha sido el equipo del pueblo. Como de los pobres, de la clase obrera. Cuando yo estaba joven decían que cuando jugaba el Medellín la gente podía dejar las puertas de las casas abiertas porque todos los malandros estaban en el estadio. Y bueno... yo siempre me identifiqué con eso.
Se fue para la guerrilla a finales de 1979, en pleno estado de sitio. Tenía 20 años y era de las juventudes comunistas. Dice que se fue para las Farc porque a un par de amigos concejales de izquierda los asesinó el Ejército.
Pero lo cierto es que Alape nunca se fue del todo de Puerto Berrío. Pasó la mayor parte de su tiempo como guerrillero muy cerca de su casa: Santander, el Nordeste de Antioquia y el Sur de Bolívar; la zona caliente.
De acuerdo con el informe de la Comisión de la Verdad, Antioquia fue el departamento con más víctimas de homicidio, desaparición forzada, secuestro y reclutamiento durante el conflicto armado. Las Farc, según este mismo informe, cometieron 96.952 homicidios, 29.410 desapariciones forzadas, 20.233 secuestros y reclutaron a 12.038 niños, niñas y adolescentes entre 1985 y 2018.
En una audiencia de reconocimiento ante la JEP en junio de 2022, Alape, junto a sus seis compañeros del Secretariado, asumió de manera individual y colectiva su responsabilidad como coautor de los delitos de toma de rehenes, graves privaciones de la libertad, y homicidios, así como por torturas, tratos crueles e inhumanos, atentados a la dignidad personal, violencia sexual y desplazamiento forzado contra los secuestrados. Sobre el secuestro, Pastor también confesó que la guerrilla se alió con bandas criminales y con instituciones del Estado como el DAS y el CTI para tomar decisiones sobre a quién raptar.
—¿Fue muy difícil esa decisión de entrar a la guerrilla?
—Pues uno siempre lo pensaba, pero las circunstancias empujaban.
Alape está en la esquina de una calle cualquiera del pueblo hablando con un grupo de pescadores. Esperaba a unos diez pero al final llegaron dos o tres. El voluntario que se había comprometido a llevarle la gente está muy apenado, pero Alape le dice que esté tranquilo, que no pasa nada. Al frente, en la otra esquina, hay cuatro hombres tertuliando.
—¿Usted cree que a Alape le van a perdonar su etapa de guerrillero ahora en las elecciones? —Le pregunto a uno de esos hombres.
—Es que él se fue a comienzos de los 80´s. Si no se hubiera ido lo hubieran matado.
En la guerrilla le pusieron Pastor porque tenía pinta —ahora todavía más— de pastor de ovejas. Empezó en Cimitarra, de ahí lo trasladaron para el Nordeste de Antioquia: Yondó, Remedios, Vegachí, Segovia, Zaragoza. Luego estuvo en San Pablo, al sur de Bolívar. Estuvo en los diálogos de paz de Tlaxcala, en los del Caguán y en los de La Habana. En Cuba el Secretariado le dio protagonismo mediático después de que en unas declaraciones apareciera vestido con una camisa rosada cuando el resto solía aparecer con sus uniformes o insignias de guerra. Ahora escogió un rosa intenso como el color principal de su campaña.
En el monte, Alape conoció el Betamax y luego Netflix; leyó a Cortazar, a García Márquez, a Barba Jacob, a Machado. Los libros se los llevaban en mula de campamento a campamento. Al final se le perdieron todos en una cantina grande de leche en la selva del Chocó. “Los muchachos no me los pudieron rescatar después”.
Siempre que habla de sus tropas, Alape les dice los muchachos. En la insurgencia tuvo dos hijas, con las que ahora está en un proceso de reconocimiento para que tengan también su apellido. Son hijas de madres diferentes.
—Los muchachos me molestaban que porque era un padre responsable. Una madre para cada hijo, para no cargarlas mucho.
Los muchachos también construyeron el mito de que era incansable. En las largas jornadas de marcha, las tropas solían hacer un descanso de diez minutos cada hora, pero mientras todos se tiraban al piso para reponer fuerzas, Alape se quedaba de pie. Si se sentaba y se enfriaba, el dolor en el tobillo no lo dejaba seguir.
—¿Alguna anécdota del conflicto que lo haya marcado?
—El primer ataque, el bautizo de fuego. Sentir la muerte que caía como arenilla en los ojos. Estábamos en Vegachí, en una vereda que se llama La Máscara. Yo estaba de ranchero, cocinando, y como a las dos de la tarde nos asaltó el Ejército. Yo escuché un tiro, pero pensé que era que se le había escapado al guardia, entonces dije por mamar gallo: “Se putió la guerra”. Puse la mano así como si fuera a sacar el revólver e inmediatamente se vino la plomacera. Pero no nos daban a nosotros sino a la tierra, entonces todo ese polvo le saltaba a uno a la cara. Como estábamos en la orilla de una quebrada lo que hicimos instintivamente fue cruzar hacia el otro lado y desde allá defendernos. Esa fue la primera vez que casi pierdo el hilacho de vida, como se dice. Fue el 4 de octubre de 1980, la primera vez que vi morir a un compañero. Ese día perdí también los documentos.
Después de 37 años de insurgencia, Alape solo quiere contar una historia, máximo dos o tres. Salir vivo después de casi cuatro décadas enfrentando al Ejército, a los narcos, a los paras y a otros grupos guerrilleros no parece ser una épica, sino un milagro.
—¿Pero por qué era famoso usted en la guerrilla?, ¿cuáles cualidades lo llevaron al Secretariado?
—No, nada, por pura sustracción de materia. Se moría uno y había que poner a otro, sencillo.
—¿Nada más?
—Vea, si quiere poner un hobby mío ponga la cocina. Es que la cocina es iniciativa y sirve para relajarse. No hay un plato igual a otro. ¿Te gusta el ají? Yo siempre traigo uno en la mochila, para mí es el condimento ancestral.
Dice que siempre mantuvo un bajo perfil, que nunca tuvo grandes pretensiones, y parece que tiene razón. Aunque se lo ofrecieron después del Proceso de Paz, Alape no quiso ser congresista. Sin embargo, la gente que quiere congraciarse con él suele decirle senador. “No, yo no soy senador. Si quiere dígame cenador, pero con C”, les responde. Alape fue, eso sí, el primer jefe guerrillero en lanzarse a un cargo de elección popular.
Ha sido quizá el miembro del antiguo Secretariado que más ha trabajado desde que se desmovilizó. Ha reconocido los delitos de secuestro y reclutamiento y ha pedido perdón en escenarios donde la voz tiembla como agonizando. En una audiencia de la Jurisdicción Especial de Paz (JEP) con las víctimas de secuestro se largó a llorar cuando recordó el secuestro de Ramiro Carranza, hermano de María Mercedes. “Es que nos metimos con el arte, con la cultura”, dijo.
En diciembre de 2015, cuando todavía faltaba un año para la firma de los Acuerdos, fue a dar la cara a Bojayá, donde en 2002 las Farc asesinaron con un cilindro bomba a 79 personas (45 eran niños) que se refugiaron en la iglesia del pueblo mientras se enfrentaban guerrilleros y paramilitares. “Nosotros también hemos llorado, con respeto y honradez, por la muerte inocente de quienes esperaban misericordia”, les dijo a las víctimas que lo escucharon en silencio.
También ha pedido perdón varias veces por el secuestro y el asesinato del exgobernador de Antioquia Guillermo Gaviria y su asesor de paz, Gilberto Echeverri, a quienes las Farc raptaron en abril del 2002 para presionar al gobierno a un intercambio humanitario por los guerrilleros que estaban presos. A Gaviria y a Echeverri los asesinaron en mayo del 2003, cuando el Ejército intentaba rescatarlos.
Dice que son los dos crímenes que más le dolieron. Los que lo llevaron a una “profunda reflexión”.
—¿Cómo ha sido ese proceso de pedir perdón?
—Lo de Bojayá fue muy impactante, porque cuando yo escuché la noticia pensé que había sido algo para encubrir al paramilitarismo, como muchas veces ocurría. Cuando me llega el comunicado del Secretariado aceptando la responsabilidad yo quedé en una situación de mucha desmotivación frente a lo que éramos, de cómo terminamos poniendo los fusiles en contra del mismo pueblo que nos organizamos para defender. Y lo otro fue el secuestro y el asesinato de Guillermo Gaviria y Gilberto Echeverri, pues nunca entendí esa decisión del Secretariado. Esos hechos me dejaron en una profunda reflexión. Cuando fui a Bojayá fue muy emocionante porque encuentro ahí unas mujeres que de entrada me traen el recuerdo de mi madre, su sufrimiento, la pérdida de sus familiares. Era sentir que todos teníamos un dolor guardado.
Si cumple lo pactado en La Habana (decir la verdad y no repetir los delitos) la JEP le impondrá una condena de entre cinco y ocho años en los que deberá realizar acciones reparadoras con las víctimas del conflicto. Eso no le impediría ser alcalde de Puerto Berrío. Además, aunque la condena no está en firme, Alape ya la empezó a cumplir: este año ha ayudado a pavimentar callejones y a construir casas en los barrios más pobres del pueblo.
Eso le ha servido para ganarse la confianza de la gente. En Berrío todo el mundo parece cansado de la corrupción. Los tenderos, los pescadores, los de la plaza, todos dicen lo de siempre, que aquí los políticos solo vienen a saludar en campaña y después no vuelven y no hacen nada y se roban todo.
Sobre eso, Alape tiene un buen argumento a favor: no solo vivió casi 40 años con un par de botas y dos o tres camisas y pantalones, sino que rechazó un salario de más de 30 millones al mes en el Senado por lanzarse a la alcaldía de un municipio de tercera categoría. No usa ropa de marca, no lleva reloj ni cadenas ni anillos. Su único lujo es la camioneta que le asignó la Unidad Nacional de Protección (UNP) por las amenazas que tiene de las disidencias de las Farc y de las Águilas Negras —más de 380 exguerrilleros han sido asesinados desde la firma de los Acuerdos—.
Puerto Berrío es un pueblo conservador, de derecha, y lo más probable es que Alape pierda las elecciones: para ganar necesita más de 7.000 votos y en las últimas elecciones presidenciales Petro sacó, en una votación histórica para la izquierda en el municipio, poco más de 5.000, apenas la mitad de lo que sacó Rodolfo Hernández.
Aún así, pocos parecen sorprendidos de verlo haciendo campaña, casi nadie le lanza insultos en la calle, algunos tal vez se paran de la mesa cuando lo ven llegar con los escoltas a un sitio público. La mayoría se ve dispuesto a escucharlo.
Además, ha caído bien que en su campaña decidió utilizar la misma estrategia que lo llevó hasta lo más alto de las Farc y lo mantuvo con vida en la guerra más larga de la historia del continente: no hacer ruido.
—¿Le tiene miedo a la muerte?
—No, le tengo respeto. Uno evita caer en unas circunstancias de guerra porque es darle la victoria al enemigo. Mantener la vida es una victoria frente al enemigo. Que uno se deje matar genera en la gente un cierto grado de desmotivación.
—¿Cuál es la idea si queda elegido de alcalde?
—Cuatro años durmiendo por ahí tres o cuatro horas al día. Lo que toca es elevarle la moral a la gente, que la gente crea que el Estado sí puede funcionar bien.
En su sede de campaña, un pequeño garaje cerca de su casa en el centro del pueblo, no hay una sola foto suya ni un pendón ni una bandera, en la calle mucho menos. No ha cogido un megáfono y espera no hacerlo. Su equipo de campaña, un montón de muchachos que no pasan los 30 años y a los que no les paga ni un peso, tienen gorras y camisetas rosadas con el lema “Ahora sí llegó nuestro momento”.
El día que inscribió su candidatura llegó a la Registraduría en lancha por el Magdalena: “Por este río salí a tratar de cambiar el país a punta de plomo y ahora vuelvo por él a ver si lo puedo cambiar con los votos”, le dijo a una periodista de El Espectador que lo acompañó ese día, en el que, según cuentan, sí le gritaron “terrorista” y “secuestrador”.
Su plan para llegar a la Alcaldía consiste en hacer pequeñas reuniones con quien sea que lo quiera escuchar: unos líderes de la junta de acción comunal de un barrio caliente, unos profesores de una escuela rural, los comerciantes de la plaza. Lo único que lleva son unas sillas Rimax y bolsas de agua. A veces toma nota. Dice que se va a articular con el gobierno nacional, a legalizar las tierras de los campesinos, a trabajar en los problemas de orden público y a construir un alcantarillado decente, porque el pueblo se inunda cada que cae un aguacero. Pero Alape no pide que le voten, solo que lo acompañen.
—Yo no quiero que la gente sienta que uno necesita que lo elijan, que es una urgencia. Yo no necesito que me elijan, yo lo que necesito es que la gente entienda que puedo acompañarlos en sus aspiraciones y que van a tener un aliado seguro y que voy a ejercer una acción transparente.
—¿Y si pierde?
—No importa. Así lleguemos a la alcaldía o no de todas maneras ganamos, porque nos queda el proceso montado para seguir haciendo incidencia y gestión.
Alape terminó de almorzar en una finca campesina al lado de una quebrada. Le dieron a escoger entre sancocho y pescado, y eligió el pescado con yuca bañada en ají. Le está terminando de dar las espinas a un gato que se le sentó al lado y al frente tiene una hamaca para hacer la siesta. El periodista ya se va. Alape sabe, aunque no lo diga, que ya ganó.