Antioquia

Ya no se consiguen pomas, pero Vivian vende anones, granadas y otras frutas en vía de extinción

En un local de La Mayorista sobreviven frutas exóticas que hace años eran pan de todos los días.

Administrador sin ejercicio y periodista sin sección

22 de septiembre de 2023

Vivian Leandro tiene 40 años y desde que tiene 10 trabaja en La Mayorista. Cuando empezó vendía 20 lulos a mil pesos. “Tiene que poner eso”, dice.

En los primeros años cuidó carros, bulteó y cargó mercados. Luego, entró a trabajar a un local en las Malvinas, el bloque de las frutas y las verduras. En 2017 el bloque se incendió y solo hasta el 2020 pudo regresar. Para el momento del regreso ya era el único dueño del local. Lo nombró Gaia, como la diosa de la tierra en la mitología griega.

El nombre no es gratis. Su negocio es un anticuario de frutas frescas pero en desuso. Un circo de frutas raras, anfibias, aberraciones de colores y texturas mezcladas: hay naranjas rojas por dentro, chirimoyas (anones) dulcísimas, curubas redondas, granadas que se abren como calabazas y chorrean agua como si hubieran rodado una maratón, frambuesas amarillas y melocotones alargados como sandías.

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Por su negocio pasan turistas extranjeros todo el día a preguntar por semejantes rarezas. Trata de explicarles, pero no solo es difícil sino mal pago: “preguntan 15 minutos y luego solo compran un tomate de árbol para partirlo en cuatro”, cuenta.

Describir frutas desconocidas debería pagarse mejor. Es un trabajo exigente, casi imposible. Los cronistas y conquistadores de indias lo intentaban con más frustraciones que alegrías: “En los mercados se venden todas cuantas cosas se hallan en toda la tierra, que son tantas y de tantas calidades, que por la prolijidad y por no ocurrir (sic) tantas a la memoria, y aún por no saber poner los nombres, no las expreso”, le escribía Carlos Cortés al rey Carlos V.

¿Cómo explicar a qué sabe un anón? Es dulce. Pero dulce es un banano, un mango, una torta de chocolate, una oblea de arequipe. Es verde por fuera y se va oscureciendo mientras va madurando. Tiene una caparazón como la de una guanábana pero menos hostil. Tiene semillas negras y la carne es blanca, como la langosta. Sabe dulce, pero no como la torta de chocolate, dulce como el anón.

—¿Esta es afrodisíaca?, pregunto mientras abre un níspero.

—El afrodisiaco es uno, no la fruta.

Dice que se venden a pesar de la rareza, de lo poco que aparecen en las estanterías en los supermercados, de que para las nuevas generaciones son tan extrañas como un teléfono público y de que el algoritmo de Rappi ni las conoce. No le angustia la supervivencia de sus frutos.

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Casi nada de esa excentricidad termina en la basura: “La gente compra para hacer postres, salsas, jugos. La publicidad se la hacemos nosotros mismos. Después de que la gente la prueba sigue viniendo”, dice mientras reacomoda unos mangostinos traídos de Mariquita, en el Tolima.

Reconoce, eso sí, que no pudo hacer nada para salvaguardar la poma amarilla, “un árbol pequeño originario del sudeste asiático, su tronco es de hasta dos centímetros de diámetro, tortuoso y ramificado, su corteza es lisa y de coloración entre gris y castaño. El fruto puede consumirse fresco ya que es dulce, con olor a rosas. Es muy rico en pectinas y poco ácido, con él se pueden preparar jaleas o mermeladas”, dice Wikipedia.

Nunca la probé. Le pregunto a mi abuela. En su memoria eran insípidas y medio amargas. Con sus hermanas las cogían de un árbol del frente de su casa en Buenos Aires.

En Medellín se veían árboles de poma amarilla por las calles como hoy se ven guayacanes. Era un árbol nativo, silvestre. Cuando los viejos llegaron de los pueblos a poblar el Valle se los encontraron ahí. Desaparecieron de a poco hasta que un día no hubo más, se acabaron como se acaba una pandemia.

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Para explicar esa desaparición, en este diario hace poco más de un año entrevistaron a un antropólogo y cocinero. Dijo que la razón era el “malinchismo”, que significa preferir lo extranjero sobre lo local. “Una herencia aprendida de los españoles, que cuando llegaron al continente americano despreciaron la comida que encontraron y trajeron sus productos”, decía la nota. Otra crónica de Indias: “Esta es una de las más hermosas frutas que yo he visto en todo lo que del mundo he andado (...) Mirando el hombre la hermosura de esta, goza de ver la composición y adorno con que la naturaleza la pintó y la hizo tan agradable a la vista para la recreación de tal sentido”, escribió el explorador Gonzalo Fernández de Oviedo en el siglo XVI sobre la piña.

La hipótesis de Vivian suena mejor: las construcciones acabaron con los palos de poma en la ciudad y en el campo los tumbaron para sembrar aguacate, que se exporta y es mucho más rentable. De no ocurrir nada extraordinario, la misma suerte correrán las granadas y toronjas rojas, los nísperos y los mangostinos de Vivian. La gente no podrá comprarlos porque no sabrá nombrarlos. Las que no tengan la corteza lo suficientemente dura como para aguantar largos viajes en barco hasta Ámsterdam o Nueva York serán reemplazadas por el aguacate. Algún edificio alto de apartamentos minúsculos tapará al resto. Serán el recuerdo de infancia de las abuelas. No queda mucho tiempo para describirlas. Aquí queda el testimonio del anón y del circo frutal de Vivian.