La doble tragedia que vivió Medellín cuando murió el hijo de Coriolano Amador
La muerte del único hijo de la familia más adinerada de Medellín desató, sin saberse, una trama de infortunios.
Redactor del Área Metro. Interesado en problemáticas sociales y transformaciones urbanas. Estudié derecho pero mi pasión es contar historias.
Una multitud se arremolina a las afueras del palacio que Coriolano Amador y Lorenza Uribe, jefes de la familia más rica de Medellín, le tienen como sorpresa a José María, su hijo, que llega de una Luna de Miel de dos años. Sofía Llano, la esposa, desciende primera del landó, un carruaje cubierto, tirado por caballos, que trae a la pareja.
La gente aplaude. El turno después es para José María pero la escena se silencia porque el joven de 24 años no puede caminar. Avanza soportado en los hombros de Sofía y un trabajador hasta que ingresa a su palacio sin estrenar.
Fue la última vez que vieron en público al único heredero hombre de una de las fortunas más grandes de Colombia. Era junio de 1893. Medellín era un caserío minúsculo de 46.000 habitantes (hoy esa población se multiplicó 52 veces) que amasaba sus primeras riquezas producto de la explotación minera, un incipiente comercio y el mercado cafetero. La familia más próspera de la época se forjó con la unión de Coriolano y Lorenza.
Aunque Amador poseía un buen patrimonio familiar, la verdadera veta la aportó Uribe, heredera de la mina El Zancudo de Titiribí (Suroeste). Era tal el flujo de oro en El Zancudo, que Coriolano, nombre tomado de un político y militar del imperio romano, abrió su propio banco y emitía billetes con su rostro.
José María (nacido el 22 de noviembre de 1869) fue el único hijo hombre del matrimonio Amador Uribe. La descendencia la completaron seis mujeres: Judith, Raquel, Magdalena, Alicia, Eugenia y Carlina. Coriolano lo preparó desde pequeño para que fuera el jefe de la familia. José María estableció sociedades junto a su padre y emprendió sus propios negocios. Abrió un local de mercancías importadas en el cruce de la calle Ayacucho con Palacé.
Enfermedad y pesadilla
José María se casó en 1891 con Sofía, quien provenía de una familia envigadeña adinerada. Los recién casados se fueron de Luna de Miel a Europa. Coriolano y Lorenza aprovecharon la ausencia de la pareja para contratar su regalo de matrimonio.
Según cuenta Víctor E. Ortiz, historiador y autor de un libro aún no publicado sobre la familia Amador, Coriolano contrató al arquitecto francés Charles Émile Carré para que les hiciera un palacio a José María y a Sofía. Al francés se le deben joyas arquitectónicas locales como la Catedral Metropolitana, el mercado cubierto de Guayaquil (ya demolido), los edificios Carré y Vásquez y la Casa Barrientos, entre otros.
“Carré le asegura a Coriolano que le va a construir un palacio digno de los Campos Elíseos. Compran el lote en las márgenes de la quebrada Santa Elena, donde hoy está el edificio Vicente Uribe Rendón (esquina de La Oriental con La Playa). La edificación tenía elementos mozárabes, vitralería y maderas”, relata Ortiz.
A mediados de 1893 la pareja anuncia su regreso. El palacio está terminado junto a los preparativos para su recepción. El landó, tirado por parejas de percherones, lidera la caravana de decenas de mulas cargadas con el equipaje.
Coriolano y Lorenza esperan, en la entrada, para ver la reacción de la pareja una vez vieran la sorpresa. Sofía se baja y exhibe su vientre fecundado. Aplausos. Entonces, el hijo del hombre más rico de la región, desciende y no puede mantenerse en pie. La multitud no da crédito a lo que ve. Desde entonces comienza un desfile interminable de médicos para descifrar la enfermedad de José María. Nadie da con lo que tenía el muchacho. Ortiz cuenta: “La misma Lorenza pidió un día la palabra en la catedral y le dijo a todo el mundo: ‘mi hijo no necesita murmullos, necesita oraciones porque tiene una enfermedad de amor’. Los síntomas eran de tuberculosis y sífilis”.
La tragedia de una ciudad
El padecimiento de José María fue corto pero intenso. En la biografía que Januario Henao escribió sobre él, se compilan cartas que le enviaban amigos, socios y empleados.
“Hemos sabido, con verdadero gusto, que usted, después de salvarse de un rudo ataque de gripa, vuelve a esta ciudad, donde espera restablecer su salud quebrantada. Tiene la presente carta por objeto darle la bienvenida y hacer votos porque se recupere pronto la salud”, dice una misiva firmada por Fidel Cano y Manuel Uribe Ángel, entre otros.
En otra carta enviada por los obreros del mercado cubierto de Guayaquil, se lee: “pedimos cordial y fervorosamente al cielo, asociándose fervientemente a los ruegos de su digna madre, que mejore su salud y conserve muchos años su preciosa vida”.
Entre los tratamientos prescritos por los médicos estuvo uno inusual: todos los días, temprano en la mañana, un hato de vacas era ordeñado para llenar de leche tibia el baño de inmersión del palacio.
José María se sumergía en la piscina para sobrellevar los dolores de su enfermedad y de sus interminables fiebres.
“Los más pobres, que vivían por donde hoy queda la Minorista o la plaza de Zea, subían hasta la cañería del palacio que daba a la quebrada Santa Elena. Subían y recogían la leche para consumirla”, resume Orestes Zuluaga, presidente de la Academia Antioqueña de Historia.
Ortiz añade que las personas llegaban al sitio después de las 8:00 a.m., cuando vaciaban la piscina. “Se la llevaban para sus casas, desconociendo su origen”, acota.
La quebrada Santa Elena era usada como vertedero de la mayoría de las alcantarillas. También se utilizaba para consumo humano, aseo personal, preparación de alimentos, baño público y zona de recreo.
El historiador Jorge León Peña Zapata, en el texto “Sociedad, medicina y poder médico en Antioquia 1875-1905”, afirma que la zona urbana había convertido sus quebradas en verdaderas cloacas, por lo que las aguas limpias se mezclaban con aguas sucias, generando un foco de infección.
Pese a que no hay registros que demuestren que el consumo de los desechos que salían del palacio provocaron epidemias, el libro de Peña Zapata habla de una en 1893 por enfermedades eruptivas febriles y virales, además de infecciones respiratorias, que dejaron víctimas mortales.
“No solo fue la leche, fue la mezcla con la contaminación del agua la que causó muchas muertes”, anota Ortiz.
El 18 de noviembre de 1893 José María no aguantó más y falleció, dejando un profundo dolor en su familia. Amador mandó a hacer un mausoleo de mármol, en el cementerio San Pedro, en el que una mujer con el rostro cubierto, tal vez Lorenza, está postrada llorando eternamente la muerte de su hijo. En el camposanto aún dicen que la madre se petrificó de tanto dolor.
Fueron más de dos tragedias, comenta Orestes Zuluaga, porque no solo fue el dolor de la familia más rica de la Villa, sino el de decenas de hogares que perdieron su seres queridos por haber consumido la leche de las cañerías del palacio. Añade el historiador que la gran tristeza de Coriolano lo llevó a construir obras de beneficencia, entre ellas, el primer acueducto que luego fuera descubierto durante la construcción del nuevo tranvía de Ayacucho