Isabel Cristina, la alfarera de El Carmen de Viboral que encontró su luz en la cerámica tras perder la vista
Isabel Cristina Orozco perdió la vista hace seis años debido a una infección ocular. Retomó el torno y la arcilla, elementos que ahora modela guiada por el tacto, la memoria y sus padres, y hoy tiene su taller de cerámica en El Carmen de Viboral.
En una finca en El Carmen de Viboral, Isabel Cristina está en su taller de alfarería, rodeada del olor de la arcilla que es como tierra mojada que huele a llovizna de montaña. No necesita ver para moldear el barro, sus manos son sus ojos, y en cada caricia al material húmedo, parece leerlo como otros leerían una página.
Los dedos de Isabel se deslizan por el barro, moviéndose lentos, como si cada centímetro le estuviera contando un secreto. No le hace falta ver el color; lo adivina en la textura, en cómo el barro se amolda con la temperatura de sus manos.
Desde hace 6 años aprendió a sentir el mundo con la yema de sus dedos. Tenía 19 años recién cumplidos cuando empezó con una rasquiña en el ojo derecho. La incomodidad de la picazón, que comenzó como “un sucio en el ojo”, se tornó dolorosa. Consultó a un especialista en el hospital San Vicente Fundación de Medellín y, al parecer, era un herpes ocular el que estaba invadiendo su ojo. De manera silenciosa se extendía de a poco al lado izquierdo.
“Era un herpes, así como el que a cualquiera le sale en la boca o en el cuerpo, a ella le salió en el ojo”, explica Luz Dary, su madre, quien recuerda con detalle cómo la infección viral avanzó de manera rápida, quitándole la vista a Isabel en menos de 22 días.
Comenzó así el arduo camino de la rehabilitación y reaprendizaje en sus rutinas. En el San Vicente le enseñaron lo necesario para sobrellevar los años venideros, a entrenar los otros sentidos y a agudizarlos. Aprendió a dominar el pulpejo de sus yemas hasta afilarlo para que con la lectura braile caminara con sus dedos por las palabras. Punto a punto y letra a letra. Sintiendo cada relieve y leyendo de corrido en voz alta cada frase.
También le enseñaron a usar su bastón de guía, agarrándolo desde el mango y dejándolo estirado, justo a la altura de su cintura. Ella lo mueve con suavidad de un lado a otro, tanteando el terreno, percibiendo hasta el mínimo cambio en el suelo. Hace una pausa cuando escucha de cerca el ruido de las motos, el vaivén de los transeúntes o el borde de una acera: en ese instante baja la marcha y tantea un poco más despacio. Cada sonido y textura cuenta, no deja escapar uno solo.
Isabel aprendió a reconocer sus espacios. Ya tiene seis años de técnica. Sabe que entre la puerta de su casa y la calle hay un portón y un camino largo que divide los tres lotes de la pequeña parcela que comparte con otros miembros de su familia.
Desde su casa al parque hay unas cinco cuadras. Y así, contando baches y postes, va creando su mapa. Ahora, a sus 25 años, utiliza su celular con aplicaciones de accesibilidad, sube fotos, contesta mensajes y mantiene al día sus redes sociales con publicaciones con una destreza inigualable.
Una alfarera en la montaña
Una de las habilidades que más le ha transformado la vida a Isabel ha sido volver a la alfarería y sentarse en el torno, donde sus manos moldean cada pieza con la precisión de quien, sin ver, siente y conoce cada centímetro de la arcilla.
Con cada giro del torno experimenta cómo la arcilla se le acomoda entre los dedos, suave y húmeda, como si fuera una extensión de su piel. Cuando siente que la pieza va cogiendo forma brota de ella esa sonrisa que solo entiende quien se conecta con lo que hace.
Ese torno tan especial fue diseñado por Carlos Henao, un artesano local que vio en Isabel un talento que no debía apagarse. “Carlos me decía que tenía que seguir adelante, que tenía talento”, cuenta Isabel, quien se remonta a la primera vez que tomó un curso de cerámica, antes de perder la vista.
Ahora, el torno, que mide cerca de 120 centímetros y está montado sobre una estructura de cuatro tablas de madera, funciona a su ritmo. Isabel se sienta en él, lo impulsa con una rueda a manera de pedal –y con cada giro y patada– las piezas van tomando forma, moviéndose en círculos hasta convertirse en tazas, platos y figuras que guardan la firma de su creadora.
Trabajar en el torno es para ella un ejercicio de precisión, memoria y paciencia. Sus manos cumplen el papel que antes hacían sus ojos, guiándose por el tacto y la memoria.
La técnica del torno requiere de una precisión rigurosa: centrar la arcilla en la base giratoria, darle estabilidad para evitar que “baile” y lograr que la masa tome la forma deseada. “Tienes que darle estabilidad a la masa para que no quede ‘bailando’”, explica Isabel, quien aprendió esta técnica entre aciertos y errores.
Su maestro, siempre atento, le pedía desbaratar y rehacer cada pieza hasta que sus manos comprendieran el lenguaje de la arcilla. Con el tiempo, Isabel desarrolló una conexión casi espiritual con el material. Para ella, el estado emocional se refleja en el comportamiento de la masa.
“Si estás estresado, la arcilla no coopera; pero cuando estás en calma, permite que saques las piezas como te las imaginas”, dice con una sonrisa.
Así ha aprendido a medir cada giro que genera en el torno y la presión que pone en sus dedos, entendiendo que en cada pieza de cerámica hay una parte de ella. Y como todo en el arte requiere de paciencia y un poco de espera, Isabel sigue moldeando piezas mientras se secan las demás que ya cogieron forma.
Cuando están duras al tacto y ella les puede pegar golpes suaves en seco con sus uñas y decir “suena coco”, es el referente para comenzar a pintar.
En un vasito de plástico guarda todos los utensilios que necesita para esta labor, desde pinceles hasta cepillos de dientes y comienza la maniobra. Pone una cinta en una parte de la pieza para guiarse y saber donde comenzó, ya sabe que no vuelve a dar brochazos por ahí y para.
Para la mezcla, riega pigmento de color en un vaso de agua, lo revuelve y hunde las cerdas del cepillo para comenzar a esparcir. Empuja con la yema rodeando la cerámica y cuando queda veteada, la pinta. Esta técnica que se llama chispeado se une a otra común que emplea y se llama engobe. Este último es una técnica de cerámica que consiste en aplicar una capa fina de arcilla líquida sobre la superficie de una pieza antes de llevarla al horno. Este recubrimiento puede dar color, textura y un acabado más suave o mate, además de corregir imperfecciones. Se utiliza para decorar, resaltar detalles o incluso crear contrastes de color en la cerámica.
Y como una exposición de arte, sus macetas, vajillas y cerámicas desfilan sobre una mesa en la entrada de la casa. Su taller se convirtió en un refugio, un espacio terapéutico donde encuentra un respiro.
“Para mí, la cerámica es algo hermoso porque ahí me relajo, me inspiro y dejo de pensar en los problemas”, dice y afirma que su labor le ayuda a conectar con algo más grande que ella.
Cada figura que crea es una extensión de sus emociones, un reflejo de su estado de ánimo. Su padre, Gilberto Orozco, observa cómo el arte ha transformado a su hija: “Cuando Isabel está contenta, las piezas fluyen con facilidad; pero en días de tristeza o ansiedad, el proceso es más lento”, relata, añadiendo que, para él, ella es una inspiración diaria, un ejemplo de superación y fortaleza.
La familia de Isabel no siempre vio con claridad este camino. Al comienzo, el dolor de ver a su hija perder la vista fue casi insoportable. “Pensábamos que iba a quedarse sentada en una silla, sin poder hacer nada”, admite Luz Dary.
Ahora su familia es parte activa de su oficio: le ayudan en la venta y transporte de las piezas de cerámica. Participan en ferias y colaboran en el taller de quema, donde las piezas toman su forma final.
“La acompañamos a llevar las piezas al horno y si necesita arcilla o pigmentos le ayudamos a conseguirlos”, agrega Luz Dary, quien encuentra sentido en la cerámica desde que su hija sabe moldearlas.
Moverse en El Carmen, con sus calles estrechas y adoquinadas, es un desafío diario para Isabel. Aunque ha aprendido a guiarse referenciando puntos comunes, la falta de accesibilidad en algunos espacios dificulta su desplazamiento.
Aún con intentos de ayuda constante sin ser solicitados, Isabel hace énfasis en su autonomía y pide a quienes la rodean que respeten su ritmo. “Déjenme sola, que yo soy capaz”, responde con frecuencia cuando alguien le ofrece ayuda, confiando en su habilidad para sortear lo que se presente.
Isabel Cristina sueña con abrir su propio taller de alfarería algún día, un lugar donde pueda crear sus piezas, compartir sus conocimientos con otros y desempeñarse en la labor que la llena de calma. “Quiero mejorar mis técnicas y, ojalá, en un futuro, tener una pequeña empresa de cerámica,” comenta con esperanza.
Como si cada taza, plato o figura fuera una extensión de sus propias experiencias, Isabel ha aprendido a ver a través de sus manos, a conectarse con el mundo desde la arcilla y el torno. Allí, en esa finca rodeada de pajaritos fisher –esos que solo saben vivir en pareja y trabajar en equipo– el taller se convierte en su fortaleza. Así, con cada giro y cada creación, Isabel representa que, aunque perdió la vista, jamás perdió la visión.