Antioquia

Estampillas: de colección íntima a pieza de museo

Tras recolectar más de 3.000 sellos postales, un joven artista donó su acervo privado a la U. de A.

Periodista del Área Metro. Me interesa la memoria histórica, los temas culturales y los relatos que sean un punto de encuentro con la ciudad en la que vivo, las personas que la habitan y las historias que reservan.

25 de agosto de 2019

Las laminitas extendidas sobre el piso, una tras otra, en hileras de más de 20 fichas, parecían como ventanas por las que era posible asomar binoculares y rozar otros rincones del globo terráqueo. Ocupaban toda la sala —eran orquídeas, la Iglesia de la Veracruz, una ballena en el Parque Nacional Gorgona, una panga surcando el río Amazonas.

En su casa en Medellín, Andrés Felipe Echavarría Peláez jugaba a clasificar la colección de estampillas heredada de su tía. Las ponía por país, por colores, por fechas, en sobres de papel mantequilla, como engullendo las imágenes de un libro ilustrado, en un paciente ejercicio de contemplación.

Su tía, Witer Peláez, que cuidó durante décadas a pacientes enfermos, recibió de las personas a las que acompañó por años los sellos postales que llegaban con la correspondencia. Cuando creció, Echavarría siguió recopilando, sumando, guardando y clasificando. Recibió piezas de compañeros de la universidad, encontró otras empolvadas en los cajones y trasteos. Alcanzó una cuantiosa colección de 3.357 estampillas, un acervo privado que incluía no solo sellos nacionales, sino otros de países como Suiza, Hong Kong, Holanda e Inglaterra.

El niño que fue Echavarría, y el joven que luego llevaba algunos de sus sellos a la Universidad de Antioquia, mientras estudiaba Licenciatura en Artes Plásticas, invirtió muchas de sus tardes observando las mismas imágenes.

Viajó a través de estos diminutos grabados desde el Santuario de las Lajas en Colombia a la Capilla Sixtina de Michelangelo. Conoció allí, como si fuese un naturalista o un botánico, al lagarto verde balcánico y al pájaro carpintero. Todo a través del guión de las estampillas, láminas creadas para viajar.

De lo íntimo a las vitrinas

Cuando se graduó, Echavarría decidió que iría a Francia a estudiar una maestría en Artes Plásticas. Pero tenía miedo de que sus estampillas —3.369 colombianas y 388 de carácter internacional— terminaran soterradas entre cajas, perdidas o descuidadas.

Por eso decidió donarle su colección, construida durante toda su vida, al Museo Universitario de la Universidad de Antioquia (MUUA). Ocurrió en mayo de este año, en un acto de amor por ese otro hogar que fue la universidad.

Óscar Roldán Alzate, director del Museo Universitario, insiste en que toda colección privada es un ordenamiento del mundo y que “un joven entregue su mundo a un museo es conmovedor”.

Le gusta pensar en los museos, precisamente, como una colección de universos, en muchas ocasiones una suma de esos mundos privados, construidos en la pasión de lo íntimo.

En el Museo ya existían, por supuesto, otras colecciones de estampillas. Una de las más grandes, indica Sonia Patricia Montoya, de la Colección de Historia de la U. de A., es la donada en 2002 por el Comité Regional de Rehabilitación de Antioquia y Medicáncer.

Este fondo incluye una colección del Vaticano, una de Cuba, un archivo de Colombia, Francia y tres libros de sellos de las Naciones Unidas. También, cuatro cajas de estampillas en sobres numerados y piezas de otros países como Puerto Rico, Salvador, Honduras y Uruguay.

Montoya, quien se ha puesto en la labor de ordenarlas en ábumes negros —marcadas con fechas, personajes, etiquetas — dice que “uno ordenando ve imágenes de todo tipo, hasta de la reina de belleza Luz Marina Zuluaga”.

El investigador español Juan Emilio Aragonés Carazo explica en su ensayo “Filatelia: coleccionismo, comercio e inversión” que el primer sello postal apareció en el Reino Unido en 1840 y que, desde ese instante, se supo que estos pequeños grabados podían ser objetos de colección y mantener un comercio activo.

Prueba de ello —indica Aragonés— es la frase que aparecía impresa en las cartas inglesas en el siglo XIX y en la que se leía: “Consérvese esta carta. El sello puede ser, algún día, una curiosidad interesante”.

Por tratarse de una colección filatélica, (como se le llama a la de sellos postales), añade Roldán que, de entrada, tuvo que haber tenido un viaje. Las estampillas, agrega, guardan la historia de la transmisión del conocimiento y están ligadas al concepto de Estado, puesto que toda Nación debía tener una moneda oficial y un sello postal que llevara consigo, en cada encomienda, la identidad de ese pueblo.

“La filatelia colombiana se ha preocupado por contar sus logros, sus gestas emancipatorias”, dice Roldán, “¿Es un ejercicio del ayer, de la remembranza? Sí y no. Porque el envío de correspondencia se dará siempre”.

De hecho, el servicio de envíos 4-72 mantiene viva la memoria filatélica en el país. Sonia Montoya añade, por ejemplo, que la última colección que recibió este fondo en la U. de A. es la de Carlos Gaviria Díaz, dos estampillas, sobre y sello, creada por su familia tras su fallecimiento en asocio con esta compañía.

La más reciente emisión filatélica de 4-72 es “La gente del país”, creada el 15 de agosto de este año con motivo del Bicentenario de la Independencia de Colombia. Se hicieron tres motivos, 650 unidades numeradas por cada uno, un total de 1.950 sobres.

Estas estampillas, impresas con la bandera colombiana, son como pequeñas pinturas. Está el retrato de una campesina de Ibagué de 1847, o el de unos jóvenes de la provincia de Túquerres de 1853, o un campesino de Guaduas de 1846.

La más antigua que donó Echavarría Peláez es una pieza de 1860, un año después de que se estableciera el correo en Colombia. Pero no era la que más le gustaba: prefería las saturadas en color, con aves o flores. Insiste en que el juego interesante de una colección de estampillas es que hay una infinidad de formas de organizarlas.

Cada una tenía algo que contarle o enseñarle, con los paisajes andinos colombianos o los rostros de expresidentes pintados sobre el papel.

Cuando no había internet, las estampillas fueron lecciones de Historia que lo llevaron hasta las enciclopedias. También, por supuesto, la prueba de que había un mundo más grande, más vasto, más allá de los límites de esa sala en la que pasó horas extendiendo las láminas sobre el piso para poder abarcarlas.