Antioquia

Con las manos en la pala: oficio entre los escombros

Este duro oficio es otra muestra de la informalidad a la que desde hace años recurren quienes buscan ganarse unos pesos en el Valle de Aburrá.

Periodista de la Universidad de Antioquia interesado en temas políticos y culturales. Mi bandera: escribir siempre y llevar la vida al ritmo de la salsa y el rock.

12 de diciembre de 2016

Debajo del puente de Solla, sobre la avenida Regional, en Bello, unos 20 hombres esperan en la acera el paso de alguna volqueta. Todos, sin excepción, llevan una pala y la energía suficiente para soportar una jornada a la intemperie de recolección de escombros en cualquier obra en el Valle de Aburrá. Se les conoce como “paleros”, y hacen parte del paisaje de quienes pasan por allí.

Muchos llevan más de 15 años en el mismo oficio. Los más veteranos han adquirido tal experiencia, que algunos volqueteros los conocen y los llaman para recogerlos más temprano, mientras los más novatos, aunque madruguen desde las seis, pueden pasar días enteros sin que los recoja una volqueta.

Los dueños de las obras contratan volqueteros para limpiar algún terreno, esencialmente en sitios donde no alcanzan a entrar las retroexcavadoras que, además, resultan bastante costosas. Por eso los conductores de las volquetas buscan a los trabajadores en los “puestos”, lugares donde se encuentran paleros en la ciudad. Los dos más conocidos están en Solla y al lado de la estación Suramericana del metro.

Un viaje consiste en la carga de una volqueta. Los paleros pueden hacer varios desde que llegan al puente hasta que se empiezan a ir para sus casas, después de las tres de la tarde. Cada volquetada de escombros se paga, en promedio, a 50 mil pesos. Dinero que se reparten los dos trabajadores que acompañan al conductor. Pero eso varía según el tamaño del vehículo: por cargar un dobletroque se puede llegar a pagar el viaje a 120 mil pesos.

Los paleros de Solla no se conocen por sus nombres, todos se llaman por sus apodos. A Luis Zapata le dicen “Chatarrita”, porque aprovecha los viajes para recoger trastos y luego venderlos y ganarse unos pesos extra. Jorge Palacio, es conocido como “el Mono”, una ironía según él, porque es moreno. El más viejo de ellos, Francisco Pareja, tiene una barba gris, y por eso le dicen “Barbado”.

El Mono, como muchos de sus compañeros, vive en un barrio popular. Construyó su propio rancho en un solar en La Paz, sector del barrio Manrique. La madera para levantarlo le costó 60 mil pesos, y se tardó en hacerlo una semana. Cuando el Mono llegó a Medellín desde el Chocó, tuvo que subirse a los buses a cantar.

Esperan oportunidades

“Quiero ser cantante, pero paleo porque no tengo forma de serlo. Si me pongo a perseguir mi sueño, mi familia se muere de hambre”, confiesa el Mono, que palea desde los 14 años. Antes trabajó con sus hermanos en las minas de oro de Segovia, Nordeste antioqueño.

Chatarrita y el Barbado dicen que están muy viejos para trabajar en otra cosa. Han dedicado gran parte de su vida al oficio. Aunque han buscado otras alternativas, no han podido conseguir un trabajo estable. Todos los paleros viven muy agradecidos con la pala, pero admiten que si tuvieran otras oportunidades para salir adelante, las aprovecharían sin dudarlo.

“Palear es muy peligroso, una vez, cuando se soltó el palo que aseguraba la compuerta de la volqueta, a un compañero casi le vuelan la cabeza”, cuenta el Mono entre risas nerviosas. Los paleros de Solla arriesgan su vida todos los días en un trabajo que al menor descuido puede lesionarlos gravemente, y son muy pocos los que cuentan con seguridad social.

Con tantas obras que ejecutan las alcaldías del área metropolitana, no se entiende cómo no tienen en cuenta a estos hombres, a quienes les sobran las ganas y la experiencia. Los paleros realizan un oficio noble, pero peligroso.

Más que agotador y peligroso, palear es un trabajo incierto, porque siempre inicia con la rutina de pararse a esperar que pase la volqueta de la oportunidad.