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Gustavo Arango, crítico de literatura
Es posible que nuestras libertades hayan desaparecido en manos de criminales. Es bastante probable que las heridas que hemos sufrido tarden mucho en sanar. Vaya uno a saber cuándo podremos liberarnos del desprecio por la vida y de la cultura cínica del “pa’ las que sea”.
Pero tenemos esperanzas: todavía podemos unirnos para encontrar una novela que está perdida.
Hace unos días circuló una alarma en los medios y las redes sociales: por andar encaprichado con su mascota –y por el natural despiste de los artistas– nuestro querido Juan José Hoyos dejó olvidado en un taxi el manuscrito de su novela más reciente. Todos conocemos la sensación. Ese ver alejarse el vehículo sin poder salir corriendo para alcanzarlo. Esa reflexión apurada y confusa sobre la naturaleza humana: “¿Volverá? ¿Será –el taxista– un hombre correcto?” Para Juan José, la respuesta a esas preguntas tardó casi una semana.
Juan José llevaba años trabajando en su novela. Entre los personajes del libro se encuentra uno de los muertos más célebres que ha producido la ciudad: el zorzal criollo, Carlos Gardel. El libro estaba casi terminado cuando se marchó, cual pasajero, al lado del chofer. Perder una novela es una de las experiencias más desoladoras que existen. El autor huérfano de libro se pregunta si aquello fue una señal divina, intenta con desaliento recordar algunas frases y, al final, suele sacar fuerzas de no se sabe dónde para volver a empezar. Carlyle tuvo que escribir dos veces la Historia de la Revolución Francesa. Le había prestado el manuscrito a un vecino y la criada del vecino utilizó el papel para encender el fogón de la cocina. Para Juan José la historia tuvo un final menos complicado.
Las fuerzas vivas de nuestra sociedad se movilizaron: “Que aparezca la novela de Juan José Hoyos”, se proclamaba por todos lados. Muchos jugaron al detective: una llamada por aquí, un nombre por allá, una placa de carro y, al final, la novela llegó a manos de su compungido padre. A Juan José le volvió el alma al cuerpo y habló más que perdido cuando aparece.
La historia apareció en la primera página de El Colombiano. La pérdida y recuperación de un manuscrito había logrado romper el paradigma de lo noticioso.
Salvo por los despliegues de mariposas amarillas, cuando García Márquez ganó el Nobel y cuando se nos murió, no consigo recordar algún momento en que la literatura haya ocupado los primeros planos de las noticias.
Los medios están para otras cosas: para ser cajas de resonancia de los poderosos, para reportear lo sórdido, para crear y mantener una sensación de crisis que vuelva dóciles a las multitudes. De las novelas en camino sólo se habla en las secciones culturales y, casi siempre, cuando los autores son “marcas” que fabrican best-sellers.
El arte de escribir es el proceso más complejo que ha alcanzado el cerebro humano. Todo lo que la humanidad ha hecho se lo debe a esa capacidad para materializar el pensamiento.
Escribir una novela es un acto de heroísmo que rara vez se reconoce. Por eso consuela tanto que el amor de un artista por su obra –esa separación y reencuentro como de amantes– se robe los titulares.