Me pregunto si el problema de los centros penitenciarios en el país es asunto de poca monta para los políticos y líderes del Gobierno. En las dos últimas décadas se han anunciado medidas radicales que no logran materializarse. Quizás no dé tantos votos como se quisiera.
Las quejas permanentes, tanto de los recluidos como de sus familias, perfilan cuadros dantescos que prometen más deterioros que remedios. Denuncian graves deficiencias en infraestructura, iluminación, higiene, servicios sanitarios, agua potable, alimentación, incluso conductas corruptas por parte de miembros de la guardia. No es otra la explicación del porqué de la venta de privilegios, el uso indebido de aparatos de comunicación, el ingreso de drogas, armas, y la complicidad en las fugas. Hasta dormir en un colchón sucio o recibir los rayos del sol son asunto de negocio en estos lugares de asfixiante hacinamiento.
Muchos pasan por el drama, reprochado por Amnistía Internacional, del confinamiento solitario, que en algunos llega a desencadenar el fenómeno de la inseguridad ontológica -han estado aislados durante tanto tiempo, que dudan de su propia existencia, y, si existen, no saben dónde están-. Otros, víctimas de carteles de falsos testigos, abogados sin ética o la desesperante lentitud procesal, padecen la pesadilla de la detención preventiva. Su desazón, que puede durar muchos años, se agrava con el confinamiento indiscriminado de quienes han protagonizado transgresiones menores y los que han cometido delitos atroces, lo que genera el efecto colateral de las cátedras para delinquir que operan en tantos centros penitenciarios.
Cabe preguntarse, entonces, si en las condiciones infrahumanas reiteradamente denunciadas, que tantas veces han llevado hasta el suicidio, son posibles las alternativas de la rehabilitación y la socialización. Sin condiciones respetuosas de la dignidad humana, es imposible pretender la expectativa de la resocialización. La estadía denigrante en un centro carcelario genera siquismos resentidos. Contraria a la pretensión de su egreso para ejercer mejores condiciones de ciudadanía, se devuelve a la sociedad sujetos desadaptados y humillados. Quienes delinquen se desvinculan del sentido de comunidad. Es decir, de hecho, desertan de su condición de ciudadanía. El sentido de la rehabilitación es regresarlos al ser social, al ser colectivo, a la capacidad productiva y a la sensación de autoestima.
No hay disyuntiva entre reclusión y socialización. Indudablemente, tienen que darse las dos cosas. La reclusión sin resocialización se convierte en hueco sin fondo de los recursos públicos, porque significa pérdida de ciudadanos íntegros, y ganancia de sujetos desadaptados. Es mucho lo que cuesta el sistema carcelario, para que sus resultados aceleren el deterioro de la sociedad, y no el fortalecimiento de la comunidad. Sabemos que es la educación la que puede favorecer el desarrollo de los países, y, posiblemente, ningún punto pueda ser más urgente para la reivindicación de quienes se han salido de los cánones establecidos para la sana convivencia. Falta un proyecto en el que estas personas, con acompañamiento de especialistas, puedan tener una experiencia constructiva.
Más que aumentar el número de penitenciarías, lo deseable es que en nuestro país cada vez se necesiten menos cupos carcelarios. A eso tiene que apuntar la cultura ciudadana, la creación de oportunidades para todos y el saneamiento de los mecanismos de justicia. El ejemplo a seguir está en los países nórdicos, especialmente en Finlandia, donde, por el espíritu de comunidad que han desarrollado, las cárceles no son tan necesarias. Allí la balanza pesa más en la resocialización que en el castigo.