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La pena de muerte

19 de octubre de 2010
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Sin mucho aspaviento, el pasado 13 de septiembre el presidente Santos sancionó la Ley 1410 de 2010, por medio de la cual se aprueba el "Protocolo a la Convención Americana sobre Derechos Humanos Relativo a la Abolición de la Pena de Muerte", adoptado en Asunción, Paraguay, el 8 de junio de 1990, por la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos, OEA.

En el citado protocolo se reconoce el derecho a la vida como un derecho inalienable, sin que pueda ser suspendido por ninguna causa y se restringe la aplicación de la pena de muerte. Además se señala que la aplicación de ésta produce consecuencias irreparables que impiden subsanar el error judicial y elimina toda posibilidad de enmienda y rehabilitación del procesado.

La pena capital como castigo se remonta prácticamente a los principios mismos de la humanidad y los registros de la historia escrita indican que siempre ha sido parte de los sistemas judiciales de todas las épocas.

La pena de muerte, pena capital o ejecución, se entiende como la muerte provocada a un condenado por parte del Estado, como una medida ejemplarizante a quien contravenga una norma establecida en la legislación. Para Franz Von Lizt, "es el mal que el juez inflige al delincuente a causa de un delito, para expresar la reprobación social respecto al actor y al autor".

En nuestro país la pena de muerte, que tuvo cumplida aplicación desde la época precolombina y durante la dominación española, continuó después de la independencia, ya que todas las constituciones del siglo XIX, con excepción de la de 1863, desconocieron la protección de la vida como un derecho fundamental; y aunque siempre ha sido materia de discusión ideológica entre liberales y conservadores, sólo en 1849 fue abolida para los delitos políticos de sedición, rebelión, traición y conspiración y, mediante el acto legislativo número 3 de 1910, abolida de manera definitiva.

En diversos períodos se ha tratado de revivirla, pero personajes como Antonio José Restrepo, Manuel Murillo Toro, los hermanos Samper, entre otros, se opusieron de manera férrea considerándola como la forma más infame y retrógrada del Estado para sancionar a los delincuentes. 

En los últimos años, ante la crueldad de nuestra guerra y los delitos atroces cometidos contra nuestros niños, se ha puesto en consideración la posibilidad de reactivar la pena capital, originando un debate entre quienes la defienden como mecanismo persuasivo para los que delinquen y los que piensan que es una medida anacrónica, un acto cruel, irracional e inútil que no resuelve nada, ya que es paradójico defender la vida matando al homicida.

En Colombia se vive en inseguridad jurídica, ya que la Rama Jurisdiccional está totalmente anquilosada, no cuenta con suficientes recursos humanos, ni presupuestales, científicos, técnicos y tecnológicos para aplicar una oportuna y eficaz justicia, por lo que concedérsele la facultad de imponer la pena de muerte se constituiría en un peligro, pues en la práctica solo observamos injusticias, desconocimiento e incomprensión a las normas vigentes, aunado a desidia y casos de corrupción de algunos miembros de la Rama Judicial; por lo que es prioritaria una profunda reestructuración que dignifique y fortalezca el sistema judicial y lo levante del estado de postración en que se encuentra.

En algunos países del mundo persiste la aplicación de la pena de muerte; no obstante, cada día arrecia la lucha para que esta medida sea abolida, gracias al trabajo persistente de organizaciones de derechos humanos y de grupos multilaterales que la consideran violatoria de los derechos humanos por los errores judiciales, porque no resuelve el problema del crimen y por haberse utilizado para silenciar definitivamente a opositores de gobiernos.
En buena hora el Estado colombiano se ha acogido al protocolo para respetar la vida y proscribir la pena capital, ya que lo que verdaderamente se necesita en nuestro medio es el fortalecimiento de las instituciones, el trabajar intensamente en la prevención del delito, establecer penas ejemplarizantes, reducir al mínimo los subrogados penales y beneficios y propender por la resocialización del delincuente.

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