Análisis
Un asunto de tahúres
Gustavo Arango
Profesor de literatura
Macondo está en boca de todos. El aniversario de la muerte de García Márquez hace que resuene por todos lados el nombre de ese pueblo mítico, heredero de otros pueblos literarios –como el Yoknapatawpha, de Faulkner– pero también de la ardiente y desaforada realidad del Caribe colombiano. Como si fuera poco, la Feria del Libro de Bogotá tendrá a Macondo como “país invitado”.
Poco importa que aquel pueblo de espejos haya desaparecido a mitad de la carrera literaria de Gabo, para dar paso a la innombrada “Ciudad de los Virreyes” y a otros lugares reales como Medellín, Barranquilla, Santa Marta o Bogotá. Con el tiempo, Macondo se ha vuelto y será el espacio representativo de la vida y la obra de nuestro nobel, así como su símbolo serán las mariposas amarillas que, dicho sea de paso, no son un elemento sustancial de su legado.
Mucho se ha especulado sobre el origen de Macondo, y su creador tuvo el acierto de no explicarlo. El escenario donde transcurre la saga de los Buendía debe mucho a las experiencias de infancia que García Márquez vivió en la Aracataca de sus abuelos maternos, pero también al municipio de Sucre de su juventud y a la Cartagena y Barranquilla donde inició su carrera literaria.
Aracataca llenó al futuro escritor de imágenes poderosas, primigenias: un paisaje delirante, un abuelo respetado que carga la culpa de un asesinato, una abuela que teje relatos, unas tías que parecen fantasmas. En Sucre, García Márquez tuvo por primera vez la sensación de pertenecer a una familia corriente, con un padre y una madre y muchos hermanos. Allí solía pasar las vacaciones cuando estudiaba en Bogotá y, después, cuando se mudó a Cartagena. Allí conoció la “magia” de la región de La Mojana. Allí tuvo cercanía con los personajes reales que inspiraron su Crónica de una muerte anunciada. Allí también entendió mucho mejor las intrigas y tensiones políticas de los pueblos pequeños de la Costa. Sucre y Aracataca son la arcilla primordial con que se construyó Macondo. Pero el nombre del pueblo parece traer escondido un mensaje al que poca atención se le ha prestado.
Mucho se habla de la finca en Fundación que pudo haber inspirado el nombre de Macondo, pero poco se habla del juego de azar que muy probablemente lo inspiró. Una nota publicada en la primera página de El Universal, el sábado 3 de octubre de 1948 se refiere a los juegos de azar en el municipio de Sucre y a la forma como el corrupto gobierno local se beneficiaba de esos juegos, cobrando multas que “casi nunca ingresan a las arcas municipales”.
Al ofrecer detalles de la cuantía de las multas, aparece en la nota nuestra querida palabra, pero libre de todo el significado que tendría con los años: “De conformidad con los documentos enviados a la Contraloría y con las informaciones que traen las personas llegadas de aquella región, el alcalde de Sucre, señor Humberto Bustillo, ha seguido patrocinando los juegos prohibidos por el consabido sistema de las multas en la cuantía siguiente: por cada 4 sesiones de ruleta, $ 400,oo; por cada 4 de macondo, $ 20,oo; por cada 4 de plumilla, $ 40,oo; por cada 4 de boliche, $ 20,oo; por cada 4 de gallito, $ 20,oo”.
Cuando apareció esta noticia, sólo uno de los redactores del diario –a quien llamaban Gabito– tenía vínculos directos con el municipio de Sucre. Las reglas de aquel juego parecen ya olvidadas. Alguien debería buscar, entre los ancianos del hoy departamento de Sucre, alguna información que arroje luces. Por lo pronto resulta revelador que el pueblo mítico que nos representa lleve el nombre de un asunto de tahúres. Pues, como en los juegos de azar, la mayoría pierde apostando a ilusiones, mientras pocos –políticos y empresarios– siguen llenando sus arcas amparados en la indiferencia general.