Dos meses fue el tiempo justo para que sanaran las lesiones de Carlitos* recibidas en una tunda que duró 18 segundos. En el piso, el joven de 12 años esquivaba con desesperados movimientos los puñetazos y patadones provenientes de 18 jóvenes. Su defensa se asemejaba a la de un insecto que cuando cae de espalda, trata de voltearse agitando sus patas para no morir en esa posición.
Fueron dos costillas rotas y moretones en el cuerpo curados con remedios caseros y menjurjes de madre. La norma en su barrio prohibe ir al hospital, entonces se quedó en casa de una tía, contando los días para ir a reunirse con su nueva familia: la pandilla Barrio 18, en San Salvador.
La golpiza recibida por Carlos fue el boleto de entrada al mundillo pandilleril, y a una guerra que dejó en el 2016, según Medicina Legal, 5.278 homicidios, y convirtió a ese país centroamericano de 6 millones de habitantes en uno de los más peligrosos del mundo.
Esa golpiza es el ritual para “brincar” a los maras. El número de la pandilla a la que entrarán es el tiempo durante el que recibirán golpes (si es en la Mara Salvatrucha, serán 13 segundos) de los que en adelante serán sus hermanos, quienes después de la tunda, lo levantan, lo abrazan y son capaces de dar la vida por su clica, como se identifican las células más pequeñas de las pandillas en los barrios.
Acceder a una pandilla es acceder a un mundo delincuencial al que jóvenes tatuados de pies a cabeza cierran las puertas a periodistas. Se piden permisos con télefonos celulares a los que les cambian la simcard, y van y vienen mensajes personales.
Barrio 18 acccedió a hablar con EL COLOMBIANO por ser un medio de comunicación extranjero. Su única condición: solo hablaría el “Gordo”, un palabrero que cumple el papel del jefe pandilleril de Las Palmas, un barrio ubicado a dos calles de la Casa Presidencial de El Salvador y a una del Ministerio de Defensa.
—Acá hay leyes, me entiende, para el que quiera “brincar”, dice “Gordo”.
— ¿Cuáles son las normas?
— No señor periodista, son cosas que no pueden palabrarse, responde el joven, quien cubre su cabeza con una pañoleta y su torso con una enorme camisa de fútbol americano con el número 18.
Le dicen “Gordo”, en alusión contraria a su contextura delgada, tatuada en brazos y piernas. Tiene 25 años y no habla sobre las golpizas recibidas por niños y jóvenes deseosos de entrar a las pandillas. Sin embargo, ante la pregunta insistente de cuántos son, de su boca sellada con el juramento marero sale un dato: “somos mucho más de lo que se cree”.
Un ejército armado y juvenil
Carlitos vivía en Las Palmas, un barrio de calles diminutas y casas apiñadas sobre una loma, algunas de madera y techos de zinc que le dan el aspecto de un pesebre.
Comenzó con tareas sencillas en la pandilla: ubicarse en la esquina a vigilar movimientos extraños; tiempo después, le fue encargada otra labor: llevar un teléfono a un comerciante al que le exigirían mensualmente, para no atentar contra su vida, 5.000 dólares. Como su desempeño fue eficiente, tardó 11 meses en “brincar” a la mara y engrosar una estadística confusa en el país centroamericano.
Los pandillas en El Salvador son un ejército juvenil sobre el cual no hay consenso en el número de sus integrantes. Organizaciones sociales y ONG dicen que son alrededor de 70.000, pero la Fiscalía General de la República salvadoreña tiene registros de 35.646 mareros divididos en cinco pandillas: Mara Salvatrucha (MS13); Barrio 18, cuyas purgas internas la dividió en dos, Sureños y Revolucionarios; Mao Mao y Mirada Loca. De los 35.646 pandilleros, 12.000 están en prisión por extorsión, asesinato y microtráfico.
Más allá de la falta de claridad en el número de integrantes, la preocupación en El Salvador es el poder adquirido por este ejército juvenil capaz de manejar desde una pistola hasta la más sofisticada arma de las Fuerzas Estatales.
Raúl Mijango, un exguerrillero del conflicto salvadoreño que sirvió como mediador para pacificar a las pandillas en una tregua que duró 15 meses (entre el 9 de marzo de 2012 y el 30 de mayo de 2013) en la que se logró disminuir los homicidios de 15 a 5 por día, y sentar en una misma mesa a jefes de distintas pandillas para bajarle intensidad a la violencia, asevera que las maras pueden continuar un conflicto por 20 años más.
“Esos bichos tienen más capacidad para hacer guerra que la que tuvo la insurgencia en el país, porque para hacer guerra necesitas una causa y a esos pandilleros es lo que les sobra. El fenómeno pandilleril es una especie de subcultura que se ha venido creando”, explica Mijango.
Esa capacidad de guerra ha sido demostrada en la forma como inculcan el miedo y los métodos para conseguirlo. Además, por su decisión de atacar frontalmente a las Fuerzas Estatales, atentados que en el 2016 dejaron 41 policías y 21 soldados asesinados. Esta ofensiva fue contrarrestada por el plan gubernamental “Mano Dura”, pero tras de esa estrategia llegaron las denuncias de ejecuciones extrajudiciales por parte de agentes estatales que entre 2014 y 2015 dejaron 602 pandilleros muertos aparentemente por combates entre las pandillas y las autoridades, según una investigación de EL FARO.net, medio de comunicación digital de El Salvador.
EL COLOMBIANO buscó en tres ocasiones a la Procuradora para los Derechos Humanos, Raquel Caballero de Guevara, para preguntarle sobre las ejecuciones extrajudiciales y otras afectaciones a la población civil. Tres veces citó al periodista a su oficina, y tres veces fue dejado esperando.
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Hace un año en la colonia Mexicanos se presentó uno de los crímenes que más consternación generó en El Salvador. En una caneca, una pandilla envió la cabeza de un joven a su madre. Cuando la mujer abrió el recipiente, descubrió esta parte del cuerpo de su hijo, y observó que la cara fue arrancada de un tajo con un elemento cortante, como si fuera una careta de disfraz.
El descuartizamiento de los enemigos es una de las prácticas preferidas por los mareros. En una audiencia de imputación de cargos, Arnoldo Bonilla, un pandillero de 23 años, reconoció que asesinó a su pareja Marlyn Elizabeth Reyes, 10 años mayor que él, porque sospechaba que era amiga de integrantes del Barrio 18.
“Ella se veía con ellos y hasta les ayudaba, por eso la maté”, dijo Bonilla en la audiencia. Después de asesinarla a tiros, la desmembró y dejó abandonada las partes en un saco de tela en una calle del municipio de Zacatecoluca.
La muerte entonces se volvió rutina en las pandillas, y apretar el gatillo es tan normal para ellos como comer. A veces asesinan por cosas sin sentido, como ocurrió con Alexánder Campos, en el cantón La Flor de San Martín. El joven vivía en zona del Barrio 18 y en un juego hizo un gol al equipo de la MS13. Por esa anotación, su vida se diluyó en la acera de su barrio, con dos tiros en la cabeza.
El poder de las pandillas también les llega de las armas a las que han evolucionado y del entrenamiento que reciben de exmilitares, expolicías y exguerrilleros. De escopetas y pistolas pasaron a fusiles Ak 47, M16, lanzagranadas, y a aprender el manejo del TNT, explosivo usado para atentar contra las autoridades, como sucedió en septiembre de 2016, cuando en un vehículo de la Policía dejaron un paquete que detonaron al momento de los uniformados subirse al automotor.
Gloria Guadalupe Quintanilla de Echeverría, jefa de la Unidad Especializada antipandillas y delitos de homicidio de la Fiscalía de El Salvador, precisa que el poder de los pandilleros se ha extendido a las zonas rurales donde tienen campamentos, tienen uniformes del Ejército y la Policía, y las armas son obtenidas en el mercado negro o suministradas por personal corrupto de las autoridades.
Quintanilla asevera que de una guarnición militar se perdieron cuatro ametralladoras M60 y fueron encontradas en las pandillas, además, un investigador de la Policía Nacional Civil precisa que en un operativo fronterizo en Guatemala, detuvieron tres pandilleros con 25 fusiles traídos de ese país negociados días antes con el cartel de Los Z.
“Esta compra de armas podría darse por negocios nacionales con Fuerzas del Estado o a nivel internacional. Hay oficiales que han salido por venta de armas, y hubo otros que sustraían armas que serían destruidas y terminaron en las pandillas”, explica Quintanilla. Según datos de ese ente investigador, entre el 2014 y junio de 2016 se decomisaron 1.142 armas, pero en el segundo semestre del 2016, las incautaciones ascendieron a 5.000.
Imponen normas
La calle principal de la colonia Mexicanos, en San Salvador, es una vía larga enmarcada por talleres de motos, almacenes de ventas de repuestos de carros y un tráfico para andar a 10 kilómetros por hora.
El paisaje en un día normal parece una fotografía de una calle de Medellín: hordas de hombres con overoles grasientos, y cocineras de pupusas (una tortilla de harina rellena de queso, frijoles y vegetales) llenan las aceras. Detrás de esa rutina se esconde una frontera invisible, y cruzarla desprevenidamente es verle de frente la cara a la muerte.
En Mexicanos, como en el resto de colonias, los mara imponen las reglas. De noche, para entrar a cada uno de los barrios los vehículos deben apagar las luces. Incumplir esta norma es ganarse un balazo. Si alguna persona quiere movilizarse entre comunidades, debe solicitar un permiso y pagar cinco dólares por ello.
Esa fue la experiencia del pastor de la iglesia Luterana, Rafael Menjiber. Este líder religioso lleva más de 10 años trabajando en procesos de pacificación con estas estructuras ilegales, y un día en su trabajo pastoral fue abordado por chicos de otro barrio.
“Si te mueves por estos sitios te piden el documento único de identidad y se lo piden a todo el mundo. Acá dice donde vivo, si ellos te revisan y te piden tu carné y ven que eres de otra colonia te pueden matar porque estás yendo y no se lo reportaste”, recuerda el jerarca religioso.
El control social de las pandillas impuesto a las comunidades va desde el color de ropa utilizado en ciertos territorios, los números en la vestimenta, las entradas y salidas de familiares de los barrios y en el placaso, grafitis de los pandilleros hechos en las paredes de alguna casa. Los dueños del inmueble no pueden borrarlo, de hacerlo se exponen a ser asesinados o son desplazados, y en el 2016, según la Policía, 2.400 personas abandonaron sus hogares por presión de los pandilleros. En las colonias, imperan los maras, y la ley del silencio.
La renta, su mejor recurso
Todas las tardes después de hacer su ronda por la calle de Cristo Redentor, en el centro de San Salvador, un pandillero conocido como “Iguano” se sienta en primera fila de la iglesia que hace el culto en un container de un camión.
Escucha el sermón con la fe de un feligrés y se dirige a la plaza donde miles de salvadoreños venden hierbas, cds, muñecas, ropa vieja, zapatos y otros cacharros. Antes de salir del lugar de culto, se seca el sudor de su frente y sacude su camisa, empapada por el sopor de las dos de la tarde. Se dirige a la plaza.
Al llegar al lugar saca un cesto de mimbre y lo entrega a una mujer que en un carrito improvisado cuece mazorcas y las vende a 75 centavos de dólar. La vendedora, una mujer pequeña, morena, y de vestidos largos y brillantes, saca de su delantal un billete de cinco dólares y lo deposita en el cesto. Lo pasa al siguiente local cuyo propietario, un vendedor de fritos, hace lo mismo. La canasta va de mano en mano hasta llegar al último local, cerca al templo católico que da el nombre a esa calle donde, según fuentes oficiales, se cierran los negocios ilícitos. En menos de una hora, “Iguano” recogió 1.500 dólares que irán a las arcas de su pandilla.
Las rentas o extorsiones son la fuente de financiación más dura de los maras. Dicen las autoridades que el recaudo mensual no lo pueden cuantificar, pero en ese país, “todo el mundo paga”. En diálogo con EL COLOMBIANO, un investigador de la PNC (Policía Nacional Civil), aseguró que el cobro de las rentas lo hacen de diferentes formas.
“Ellos ametrallaron un bus y le mandaron el teléfono al dueño. Le pidieron 1.500 dólares y los tienen tan topados que paralizaron el tráfico. Tiene que pagar o los matan. Nosotros no queremos que maten a nadie, pero los extorsionistas tienen habilidades y mandan hasta su mamá a cobrar”, explica el investigador.
Al dinero recogido de las extorsiones, con tarifas diversas de acuerdo al tipo de negocio y que van desde 100 hasta 5.000 dólares mensuales, se suman las ganancias de la venta de estupefacientes, el cobro a las prostitutas, a las ventas de panes y gas. Además, los negocios legales que han logrado construir para legalizar los dineros ilícitos. Con el dinero de esas rentas ilegales compraron moteles, bares, restaurantes, y talleres, dijo Howard Cotto, director de la PNC.
Así quedó evidenciado en la “Operación Jaque” en junio de 2016 cuando fueron capturados 77 pandilleros de la MS13, incautados 25 buses, 54 vehículos y confiscadas más de 20 propiedades en manos de testaferros.
La última tarea de Carlitos fue llevar un teléfono para cobrar una renta a un transportador. El dueño del bus avisó a la Policía y, cuando llegaron por el cobro, 16 hombres de las Fuerzas Especiales de la Policía y el Ejército los esperaban a lado y lado de la vía para capturarlos.
Mientras era presentado con otros 10 pandilleros acusados de extorsión, el joven contó el día que brincó a la mara, hace seis años. Lo relató esposado y en pleno sol, exhibiendo en su pecho tatuado el 18, símbolo de la familia que después de la golpiza lo acogió y le dió el tiquete a una vida criminal de la que nunca podrá emigrar.